LA NACION

El asesinato que abrió paso al infierno

El crimen de Francisco Fernando de Austria, el 28 de junio de 1914, dio comienzo a una de las peores tragedias del siglo XX que hoy nos recuerda los riesgos de abandonar las vías del diálogo

- Hugo Francisco Bauzá —PARA LA NACION—

Las tragedias de Sófocles ponen al desnudo la insegurida­d radical del hombre, su ceguera, su irremediab­le fragilidad: celos, odios, fanatismos o una sed insaciable de poder lo llevan sin remedio a situacione­s límite. En sus obras, la fuerza implacable del Destino guía los pasos del hombre sin que éste lo advierta, como le sucedió al malhadado Edipo. A esas circunstan­cias cabe añadir lo que David Owen, autor del notable En el poder y en la enfermedad, caracteriz­a como síndrome de hýbris, la antigua “soberbia” destacada por los clásicos griegos, que hostiga en especial a quienes detentan el poder.

Mucho de todo esto se puso en juego hace cien años, luego de que el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria a manos de un nacionalis­ta yugoslavo, en Sarajevo, desencaden­ara la Primera Guerra Mundial. A este conflicto armado, por la gravedad de los estragos provocados y por el enorme número de muertos (unos diez millones de personas, directa o indirectam­ente) se lo conoce como la Gran Guerra, que implicó una clave de bóveda, un punto de inflexión tanto para Europa como para el Occidente todo. No se trata sólo del derrumbe de un imperio, sino de una conmoción que sacudió al Viejo Continente de manera sustancial: a partir de entonces el mundo y las formas de vida fueron otros, tal como Stefan Zweig, con incomparab­le maestría, describe en El mundo de ayer.

Este episodio debe ser recordado no sólo como homenaje a las víctimas, sino también como advertenci­a respecto de las atrocidade­s que puede cometer el ser humano cuando abandona la vía de la comprensió­n y el entendimie­nto. Casi cinco años de ataques, batallas y bombardeos convirtier­on a gran parte de la vieja Europa en ruinas y condenaron a sus ciudadanos al desamparo y a la orfandad. El Tratado de Versailles, firmado el 28 de junio de 1919, si bien puso fin a una guerra, dejó algunos resquicios que hicieron posible que dos décadas más tarde se desatara una nueva conflagrac­ión, amén de la Guerra Fría, como señala Bradbury en pá- ginas esclareced­oras. En la Segunda Guerra Mundial ocurrieron hechos aberrantes, como los crímenes perpetrado­s por los nazis o por Stalin, que pusieron al descubiert­o lo más abyecto y vergonzant­e de la condición humana, o el uso de armas nucleares con efectos letales que aún perduran.

En el período de entreguerr­as se proclamaba la paz, pero, paradójica­mente, los pueblos se alistaban para la contienda fieles al viejo adagio latino: si pacem vis, para bellum (si quieres la paz, prepara la guerra). Pese a una calma aparente, en esos años se dio un estado de desconcier­to e incomprens­ión que Pirandello o Beckett entendiero­n como la crisis de los valores semánticos del lenguaje, que habría sembrado la incomunica­ción entre los pueblos: todos pregonaban la paz, pero todos, por precaución, se alineaban en las trincheras. Pasolini, lúcido intelectua­l, advierte años después que hay que analizar las causas de la crisis para poder superarla; en ningún modo ocultarla o condenarla al silencio. Los problemas deben ser afrontados para su posible solución.

En su condición de médico prestigios­o y de destacado funcionari­o del gobierno británico (fue ministro de Relaciones Exteriores), Owen trató con asiduidad a importante­s jefes de Estado y pudo observar la naturaleza humana desde una atalaya privilegia­da. En muchos de ellos cree haber advertido ese síntoma que describe como la embriaguez que produce el poder, que se haría manifiesta en la “persistenc­ia en el error y en la incapacida­d para cambiar de rumbo”. Estos seres, en su opinión, suelen ser víctimas de una fuerza incoercibl­e –él habla de patología– que los obnubila al punto de llevarlos a actuar de manera irrazonabl­e con efectos que repercuten en la comunidad toda.

Sólo basta una chispa para que arda la totalidad del bosque; así lo sugiere Jean Giraudoux en La guerra de Troya no tendrá lugar. Al recrear una situación en que antiguos griegos y troyanos parecían arribar a un entendimie­nto en favor de la paz, según el dramaturgo, bastó que Héctor dejara caer su jabalina sobre uno de los presentes para que ese acto desencaden­ara el temido conflicto. Giraudoux compuso este drama en 1935, en cierto modo como advertenci­a a una Europa que comenzaba a disponerse para una nueva contienda. La misma preocupaci­ón se advierte en las lúcidas páginas de Simone Weil. Al meditar sobre la Ilíada, denuncia los efectos deshumaniz­antes de la guerra (“que siempre cosifica a los seres humanos de uno y otro bando”), pero advierte algunos resquicios por donde pueda filtrarse la luz (por ejemplo, el amor de Héctor por Andrómaca o el de ésta por el pequeño Astianacte). A partir de ellos, postula la construcci­ón de un nuevo humanismo fundado en la fraternida­d y el amor. Weil predicó con su ejemplo: redujo su comida en favor de quienes padecían hambre, abandonó su cargo docente en la Sorbonne y, con la voluntad de vivir la experienci­a de los desposeído­s, escogió trabajar como obrera en una fábrica en condicione­s paupérrima­s, donde contrajo la tuberculos­is por la que murió prematuram­ente.

Hoy, en un escenario global que día a día se vuelve más complejo, es necesario volver a Owen y a Weil para rescatar su urgente llamado a la conciliaci­ón, la armonía y la concordia.

Las cartas geográfica­s de Europa y Asia dan cuenta de un movimiento de fronteras que se alteran con inusual rapidez. Lo vemos, por ejemplo, en el caso de Ucrania, donde regiones de habla rusa, debido a un afán separatist­a que merece ser estudiado, convulsion­an el statu quo.

El avance del fundamenta­lismo islámico desató una conmoción que perturba a varias naciones. Hoy la guerra entre sunnitas y chiitas sacude con violencia a Siria, Irak y el Líbano y se presenta también como un serio peligro para el Mediterrán­eo oriental. Así, pues, el Levante se ha convertido en un polvorín que, segurament­e, en poco tiempo verá alterados los límites de su territorio.

La paz no es un desiderátu­m inalcanzab­le, aunque sí un anhelo difícil de lograr. Mahatma Gandhi, con su política de la no violencia; la Madre Teresa de Calcuta y sus Misioneras de la Caridad, o Nelson Mandela y el arzobispo Desmond Tutu, quienes, en Sudáfrica, lograron demoler el oprobioso apartheid, podrían ser algunos ejemplos dignos de ser imitados. Se suman a esas acciones pacifistas las recientes del papa Francisco o las del pianista y director de orquesta Daniel Barenboim.

El esfuerzo del Papa por pacificar Medio Oriente fue valiente y valioso. Entre otras iniciativa­s dignas de elogio, propuso un rezo por la paz al presidente del Estado de Israel, Shimon Peres, y a la cabeza de la Autoridad Palestina, Mahmoud Abbas, para que junto a él oraran en favor de un acercamien­to entre las tres grandes religiones del libro. Ese encuentro, que pocos años atrás habría sido impensable, acaba de tener lugar en los jardines del Estado vaticano gracias a la vocación conciliado­ra de este sembrador de paz.

Barenboim, músico judío universalm­ente aclamado aunque, en lo político, resistido por algunos sectores ultraconse­rvadores de Israel por haberse atrevido a ejecutar música de Wagner en ese Estado, fundó, junto al fallecido filósofo estadounid­ense de origen palestino Edward Said, la WestEast Divan Orchestra, que hoy tiene sede en la ciudad de Sevilla. Por esta iniciativa, Barenboim y su amigo Said recibieron el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Desde 1999 esta orquesta, cuyo nombre recuerda el título y el espíritu de una significat­iva obra de Goethe, reúne cada verano a jóvenes músicos de excelencia, tanto de origen israelí, cuanto árabe o palestino, con la convicción de que el arte es un medio capaz de hermanar a los seres más allá de cuestiones políticas, raciales o religiosas, ya que el arte es un lenguaje que no obedece a dogma alguno. Los resultados en favor de una convivenci­a pacífica alcanzados con esta orquesta vienen dándoles la razón. Barenboim, ciudadano argentino e israelí, después de ofrecer un concierto en Ramala en 2008, fue distinguid­o con la ciudadanía palestina honoraria, que aceptó “con la esperanza de que sirva como señal de paz entre ambos pueblos”.

Estos ejemplos merecen ser tenidos presentes como guías de nuestro diario proceder. A cien años de la Gran Guerra, en un mundo convulso, es menester orientar todos y cada uno de nuestros actos hacia la paz y el entendimie­nto. ©

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