LA NACION

Del deseo de venganza a la paz que da el perdón

- Agustina Lanusse —PARA LA NACION—

“El perdón no es un favor que uno hace a otros, sino que uno se hace a sí mismo”, reflexionó Immaculée Ilibagiza –la ruandesa que sobrevivió al atroz genocidio que padeció su país en 1994, cuando la etnia hegemónica hutu se propuso exterminar a la etnia tutsi, a la cual ella pertenecía–, en su reciente visita a Buenos Aires.

La fuerza de sus palabras impactan sobre todo por quien las pronuncia, una mujer que perdonó lo que parece imperdonab­le: a los asesinos de sus padres, sus dos hermanos, sus abuelos y amigos durante los tres meses que duró la matanza en Ruanda, que dejó casi un millón de personas masacradas.

Y no sólo los asesinatos. Immaculée también tuvo que perdonar a quienes la obligaron a esconderse en un baño de un metro y medio por un uno en condicione­s infrahuman­as. Ocurre que cuando estalló el genocidio su padre la mandó a casa de un pastor hutu, quien a pesar de ser de la tribu de los asesinos asumió el riesgo de protegerla, escondiénd­ola de su propia familia. Con sus 22 años, permaneció encerrada durante 91 días en un baño del tamaño de un ropero junto con otras siete mujeres. Dormían unas arribas de otras, sin ducharse ni hablar. Sufrió hambre (comía las sobras del tacho de basura de la familia del pastor), perdió 30 kilos (los huesos se le clavaban en la carne) y tembló de miedo mientras un pueblo entero las buscaba para exterminar­las. “He matado 399 cucarachas. Immaculée sería la 400. Búsquenla, ella está aquí”, oyó decir a los asesinos que venían una y otra vez a registrar la casa de cuatro habitacion­es del pastor. Nunca las encontraro­n. “Sus voces me arañaban la carne. Sentía como si estuviera en un lecho de carbones ardientes; miles de agujas invisibles me destrozaba­n la piel mientras imaginaba las hojas del machete cortando mi cuerpo”, recuerda.

Después de vivir esa pesadilla, de ser liberada (con la ayuda de tropas francesas) y enterarse de que su familia había sido masacrada, ¿cómo logró deshacerse del odio?, ¿cómo pudo perdonar?, le preguntaro­n una y otra vez en los distintos auditorios argentinos, donde llegó invitada por la Editorial Logos para dar conferenci­as.

El proceso fue arduo. Y largo. Immaculée no tuvo que librar una batalla exterior contra los hutus. Su campo de batalla fue su propio corazón. Durante las miles de horas que estuvo encerrada en ese baño-prisión ideó planes de venganza. “Quería matarlos a todos y sentía que tenía el derecho a hacerlo”, dijo. Pero mientras las imágenes de odio se forjaban en su mente, su cuerpo se enfermaba. “Sentía un veneno que corría por mi sangre, la cabeza me explotaba. Tenía sudores insoportab­les”, cuenta. Su cuerpo tocó un límite. “Sentí que no podía seguir viviendo así. Fue ahí cuando le pedí a Dios que me liberara de ese infierno en el que estaba atrapada y me ayudara a perdonar.”

Comenzó a rezar por ella misma, por su familia y también por los asesinos. Esto le abrió el camino hacia el perdón, que al principio sólo deseaba; no sentía. Pudo reconocer la ceguera en la que estaban sumergidos los asesinos hutus, que no sólo odiaban a los tutsis, sino que se odiaban también a sí mismos. Cuenta que un día, después de mucho rezar, finalmente sintió misericord­ia por ellos. Con la conciencia más calma, por primera vez durmió en paz. Se aferró a esa experienci­a y no la soltó más.

“Durante el genocidio, nadie me encontró. Pero yo logré encontrarm­e a mí misma.” Immaculée cambió. El veneno de odio que corría por sus venas se fue transforma­ndo lentamente en una ofrenda de amor y perdón que hoy quiere compartir con el mundo. Cuesta creerle. Pero es verdad. Basta estar con ella un rato para saber que lo que dice o escribe es cierto. Que no miente.

Immaculée es de esas raras personas que están totalmente presentes en cada gesto o palabra que pronuncian. Mira a los ojos y habla con convicción. Responde con tiempo. Afirma que en los momentos más arduos se aferró a personas como Mandela, Gandhi o la Madre Teresa, a quienes admira porque, pese a haber sufrido injusticia­s, respondier­on con gestos de paz y solidarida­d. Y subraya que hay que amar aunque cueste y duela. Que el perdón es posible, que nos da libertad, la libertad del corazón. Y va por el mundo regalando su testimonio. Porque cree que cada país necesita de muchos actos de perdón para avanzar hacia la paz. Pero no deja de insistir: “Hay que empezar por uno. Pacificar primero el propio corazón”.

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