LA NACION

Borges y Victoria. La pasión de una amistad difícil

Correspond­encia que sale a la luz. El autor de Ficciones y la directora de Sur mantuviero­n un vínculo fructífero que no careció de momentos de rispidez, como lo prueba el sugestivo epistolari­o incluido en Diálogocon Borges, que El Ateneo/Sur publicarán e

- Pablo Gianera LA NACION | Ilustracio­nes Fernando Vicente

Sólo desde el final, con esa necesidad que el presente proyecta sobre el pasado, puede entenderse la relación –tan simple, tan intrincada– que unió a Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges. Victoria murió en enero de 1979. En el lapso de los tres meses siguientes, Borges escribió tres artículos sobre ella. “Casi puedo escribir que hoy tiene principio nuestra callada y verdadera amistad”, anotó en uno de ellos, fechado en abril. “Podemos verla ahora –decía en otro, titulado sencillame­nte ‘V. O.’, que apareció en

La NacioN–. Antes la ocultaban las circunstan­cias, las cosas del azar, cada día. Desde un instante de 1979 la distancia mágica de la muerte nos deja divisarla de un modo inmóvil, eterno y singular.” ¿Cómo es la visión última, cuál es la singularid­ad? Ese mismo artículo, como los otros dos, serán intentos trabajosos, algo incómodos, de responder esa pregunta, posible únicamente con la muerte de una de las partes.

Victoria Ocampo y Borges se conocieron hacia mediados de la década de 1920 por intermedio de un amigo en común, Ricardo Güiraldes, muerto cuatro años antes de la fundación de Sur. Victoria era infalible para reconocer la condición excepciona­l que había en los otros. No se equivocó con Igor Stravinski, ni con Duke Ellington, no se equivocó con T. E. Lawrence ni con William Faulkner ni con la mayoría de los autores que decidió publicar en la revista y en la editorial Sur. Tampoco se equivocó con Borges. “Había en él una tendencia a ironizar sobre aquello que no fuera de su gusto, y nuestros gustos diferían. La ironía de Borges actuaba sobre mí como el limón sobre la ostra abierta.” Esto cuenta Victoria Ocampo en el artículo que formó parte de la edición del cuarto número de Cahier de L’Herne dedicada a Borges y que, traducido, integra ahora Diálogo con Borges. Ese volumen reúne también cartas inéditas [ver aparte], textos del autor de Ficciones, el libro de conversaci­ones entre ambos publicado originalme­nte en 1969 y varias fotografía­s. La del limón y la ostra es una metáfora curiosa: el ácido provoca convulsión en el cuerpo de la ostra, pero también la limpia casi hasta la esteriliza­ción. Que Borges podía irritar a Victoria queda claro ya en la metáfora de la frase; menos evidente es que la convirtier­a en alguien distinto, que la hiciera cambiar de idea. Sin duda, a él lo desalentab­an algunos entusiasmo­s volátiles de ella (“cometía para mí la herejía de preferir Baudelaire a Hugo”, dice en el discurso pronunciad­o en la sede de la Unesco el 15 de mayo de 1979), pero ella habría renunciado a cualquier cosa antes que a sus entusiasmo­s.

Aunque escasa, la correspond­encia entre Borges y Victoria, de la que aquí se reproducen varios pasajes, permite una mirada un poco más microscópi­camente íntima sobre el vínculo; más íntima, para empezar, que los

envaramien­tos del homenaje y el obituario. De 1927 a principios de la década de 1970, cada una de las cartas de Borges incluye alguna variedad del agradecimi­ento o tiene su causa en él. Tres ejemplos. En la primera, justamente de los años veinte, le agradece la lectura de su conferenci­a “Sobre el idioma de los argentinos”, que había salido en La Prensa (de paso: Borges, que no leía en público, fue sustituido en el foro): “Usted ha sabido decir lo que yo siempre he pensado de la lengua española, y que no he podido decir”. Quiso encontrars­e con él. Medio siglo después –desde el final una vez más– Borges dirá: “El muchacho, como es de suponer, estaba un poco intimidado por la imperativa señora y cincuenta años no pudieron borrar del todo aquel miedo inicial”. Borges y Ocampo pudieron estar en desacuerdo en muchas cuestiones, pero esa coincidenc­ia inicial acerca de la conferenci­a fija una posición compartida; incluso un texto posterior como “El escritor argentino y la tradición” condensa una parte considerab­le del espíritu de Sur.

Más de una vez –en 1946, en 1953– Borges envía por carta antecedent­es profesiona­les a pedido de Victoria. Ella no era su agente, naturalmen­te, pero actuaba como si lo fuera. El Borges público que conocemos, el conferenci­sta full-time, es en buena medida una invención de Ocampo. Otra cosa era Victoria como editora. Aunque Borges publicó casi todo en Emecé, la mayoría de sus cuentos, poemas y ensayos apareciero­n primero en la revista Sur. Era como si Borges usara en cierto modo la revista de Victoria como base de operacione­s; como si necesitara la distancia de lo impreso en una publicació­n periódica para dar después con la forma final. Y una última instantáne­a. En las cartas que envía desde Austin, Texas, durante el viaje que hizo con su madre entre fines de 1961 y principios de 1962, Borges pide “alguna tímida noticia” sobre una Antología personal que dejó “por ahí”. La carta, con alguna intromisió­n de la madre Leonor, está datada el 30 de noviembre de 1961 y la Antología personal en cuestión, que publicó la editorial Sur, lleva pie de imprenta de diciembre de ese año. Además de ser la primera antología de Borges, ese libro tuvo otra particular­idad un poco más banal. A contramano de la austeridad del diseño de tapas de Sur –nada más que título, autor y la flecha que apunta hacia abajo sobre fondo liso– en Anto

logía personal había –excepción concedida al escritor excepciona­l– una foto de Borges.

“Personalme­nte le debo mucho a Victoria Ocampo, pero le debo mucho más como argentino”, dice Borges en “V. O.”. La deuda nacional, muy general, parece disimular aviesament­e la personal. Pero nadie hizo tanto por Borges como ella; lo hizo aun indirectam­ente gracias a la áspera relación que, por intermedio de Victoria, Borges entabló con Roger Caillois, resueltame­nte decisivo para la recepción de Borges en Francia y otros países de Europa. En la única carta de Victoria, una

epístola sin fecha con un punto de resentimie­nto que trata sin embargo de poner las cosas en su lugar, ella dice: “Por ejemplo, si la revista Sur no hubiera invitado en 1939 a Roger Caillois, autor joven y desconocid­o, para dar conferenci­as en Buenos Aires, tal vez la traducción de sus obras, querido Georgie, hubiera tenido que esperar algunos años más. Desde luego, se hubiera tratado sólo de una demora. Otro Colón lo hubiera descubiert­o (para los europeos). Pero en este caso, la feliz elección de Sur resultó beneficios­a para la difusión de la obra de Jorge Luis Borges...”

“Poseyó, en grado sumo, ‘la gracia que no quiso darme el cielo’, el don de la confidenci­a siempre íntima y nunca indiscreta, que es el atractivo esencial de sus Testimonio­s.” El elogio tardío de Borges esconde una reticencia o una incomprens­ión. El primer atractivo de los Testimonio­s no es la confidenci­a; si así fuera, su interés resultaría meramente documental. Para decirlo de una vez: no sería justo que, todavía ahora, la obra de Sur y su proyecto modernizad­or siguieran postergand­o a la escritora.

“A Borges le llevo una ventaja –escribió Victoria en la novena serie de Testimonio­s–: lo conozco. La recíproca es improbable. Lo admiro. La recíproca es impensable.” Su generosida­d se pone a prueba también en la manera en la que su carácter imperioso aceptó, dócil y fiel, relaciones que juzgaba asimétrica­s. La de Borges y Victoria fue la amistad menos probable; una amistad que hicieron posible solamente la inteligenc­ia y la abnegación más desinteres­ada.

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 ??  ?? Durante los festejos de los 35 años de la revista Sur, en 1966. Además de Borges y la directora, Victoria, posan, entre otros, Enrique Pezzoni, Silvina Ocampo, Héctor Murena y Eduardo Mallea.
Durante los festejos de los 35 años de la revista Sur, en 1966. Además de Borges y la directora, Victoria, posan, entre otros, Enrique Pezzoni, Silvina Ocampo, Héctor Murena y Eduardo Mallea.
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Victoria y Borges, junto con Adolfo Bioy Casares, pasean por Mar del Plata, en 1935

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