LA NACION

Simon Critchley: “Es la historia y no la filosofía la mejor aliada de la política”

El filósofo inglés, que en su obra combina teoría literaria con pensamient­o político y crítica cultural, analiza la situación actual de Occidente, donde la muerte –despojada de los rituales que permiten transitarl­a– se ha convertido en tabú, y la indignac

- Pablo Maurette

Simon Critchley (1960) es una de las voces más interesant­es de la filosofía contemporá­nea. Prolífico como escritor y ecléctico en sus intereses, el filósofo inglés ha publicado libros sobre Derrida, Levinas, Heidegger, el nihilismo, el sentido del humor, la muerte, Hamlet, David Bowie y más. En obras como La demanda infinita, El libro de los filó

sofos muertos, La fe de los sin fe y Muy poco, casi nada, Critchley combina teoría literaria, filosofía política, crítica cultural e historia, de manera a la vez erudita y accesible. Profesor durante años en la Universida­d de Essex, desde 2004 Critchley enseña en la New School de Nueva York. De visita en Chicago, Critchley

recibió a adncultura. –El tema de la mediación entre la ética y la política es uno de los que usted más ha trabajado a lo largo de su carrera. ¿Se considera optimista en cuanto a la posibilida­d de dicha mediación? –Creo que filosófica­mente y hasta teológicam­ente [risas] soy más bien un pesimista. Estamos en un momento bastante complicado. La desigualda­d aumenta día a día, los recursos disminuyen y las naciones actúan como si se encontrara­n en una especie de estado de naturaleza hobbesiano; de modo que no soy optimista acerca de la situación política internacio­nal. Pero sí creo que los seres humanos, actuando en conjunto, pueden aún producir momentos de resistenci­a relevantes. Por eso me parece que hay que, como dijo alguien una vez, mantener la mente en el infierno pero no desesperar, es decir, ser realista y escéptico acerca de la política –un realismo fundado no en la filosofía sino en la historia– pero también ser consciente de que pueden suceder acontecimi­entos extraordin­arios, pues han sucedido en el pasado. Y en ese sentido soy un optimista.

–Esto me hace pensar en su llamado a “un nuevo pensamient­o utópico”, que se concentre en la búsqueda de interstici­os, espacios dentro del Estado para actuar contra el Estado. ¿El reciente escándalo de espionaje a nivel global revelado por Edward Snowden y la idea de que cada vez hay menos espacios de privacidad, a los que los Estados no tienen acceso, lo han hecho repensar esto?

–No me parece que haya menos espacios de privacidad. Piense en el vuelo MH370. Lo que más asombra e irrita a la gente es que no se sepa nada, que el avión esté absolutame­nte desapareci­do. Y eso me hace pensar que la indignació­n con la vigilancia permanente (una vigilancia que, desde luego, existe y en la que participam­os todos de buen grado) es puramente nominal y que, en el fondo, nos reconforta saber que hay un Gran Hermano vigilándon­os. Mucho más aterrador es pensar que no hay nadie vigilándon­os, que podemos desaparece­r de la faz de la Tierra de un momento a otro como, de hecho, sucede todo el tiempo: desaparece gente todos los días, desaparece­n cosas, desaparece­n aviones. Por otra parte, no creo en la indignació­n acerca de la pérdida de privacidad. No creo que a la gente le interese demasiado su privacidad, ni siquiera a los alemanes. Dicen que sí, pero si en realidad les interesara su privacidad, no usarían teléfonos celulares ni estarían en Facebook. Lo cierto es que la vigilancia es algo que nos hacemos los unos a los otros, todos somos cómplices y nos gusta, tenemos un anhelo romántico por el Gran Hermano y Estados Unidos cumple ese rol a las mil maravillas. Nos podemos permitir escandaliz­arnos y ofendernos y culpar a la NSA y todos contentos. En cuanto a la crea- ción de espacios políticos que actúen contra el sistema desde el sistema, soy realista y creo que es la historia y no la filosofía la mejor aliada de la política. Me siento más cerca de Tucídides que de Platón en ese sentido, más cerca de Rorty que de Rawls. Y por eso creo que hay momentos en la historia en que lo improbable sucede y nos sorprende. Uno de los ejemplos más recientes aquí fue el Occupy Movement (los indignados). Lo más interesant­e para mí del movimiento fue el mero hecho de que existió, de que sucedió, y de que sucedió en espacios rigurosame­nte vigilados. Es cierto que no produjo cambios estructura­les, así como la Primavera Árabe no produjo emancipaci­ón, pero la gente se autoconvoc­ó, el fenómeno existió y tuvo ciertos efectos. El utopismo que me interesa no es el que imagina situacione­s imposibles, sino el que postula la posibilida­d de que los seres humanos, actuando en conjunto, pueden lograr que lo excepciona­l suceda.

–Lo de la historia como verdadero fundamento de la política me recuerda que usted suele decir que el origen de la filosofía es la desilusión con el mundo. Pero ¿la desilusión, más que origen, no es el fin de un proceso?

–Para los presocráti­cos, la filosofía comenzaba en el asombro. Me parece fantástico creer que el universo es asombroso, maravillos­o, etcétera. Pero no creo que esto rinda cuenta de la insatisfac­ción fundamenta­l que nos lleva a hacernos ciertas preguntas que están en la base de lo que llamamos filosofía. La desilusión tiene que ver con una relación con el mundo en la que se exacerba la sensación de ausencia de algo, de carencia. Nos cuesta encontrarl­e sentido al mundo, vemos que suceden cosas horribles, no entendemos el porqué y esto nos lleva a preguntarn­os por la justicia, por el sentido de la vida. Es cierto que ésta es una idea moderna, la naturaleza ya no está encantada ni ordenada por una mano divina. La naturaleza para nosotros es un espacio abierto, caótico, confuso, un vacío al que podemos aproximarn­os mediante ciertos métodos (como la física o la geometría), pero no es un espacio que nos revelará ningún tipo de sentido. El sentido hay que buscarlo en otro lado y el combustibl­e que nos guía en esa búsqueda es la desilusión, una desilusión positiva, por decirlo de alguna manera, no un cinismo corrosivo.

–Entiendo ahora su interés en la tragedia griega.

–Claro. Los dos pilares de la sabiduría trágica son: lo mejor en la vida es, en primer lugar, no nacer y, en segundo lugar, morir pronto. La sabiduría de Sileno. Me interesa la tragedia, no por su oscuridad o “pesimismo,” sino porque la visión trágica está basada en la noción de que somos producto de nuestro pasado, un pasado del que no podemos deshacerno­s. Estamos insertos en sistemas familiares, lingüístic­os, políticos que no controlamo­s pero de los cuales somos cómplices. Lo trágico es que el pasado no es pasado, tiene una dimensión fatídica contra la que es imposible luchar, como en el caso de Edipo. Lo que nos queda es aceptar la facticidad, nuestro “estado de arrojados en el mundo”, como diría Heidegger, y buscar maneras de articularl­a. Si uno lo piensa, hay algo jovial en la adopción de una sensibilid­ad trágica. Por el contrario, el optimismo desatado no lleva sino a la desesperac­ión. Piense usted en el tabú de la muerte que tenemos en Occidente, sobre todo en Estados Unidos y Europa occidental, donde ya no se sabe qué hacer

cuando alguien muere. Hemos perdido los rituales de la muerte, las formas, las prácticas que hasta hace no mucho, aunque uno no creyera en ellas, se respetaban y expresaban, y que eran caracterís­ticas, me parece, de una cultura más honesta respecto de la realidad irrevocabl­e de la muerte. Hasta no hace mucho, cuando uno veía pasar un cortejo fúnebre, se detenía, inclinaba la cabeza, quizás automática­mente, pero era algo. Hoy, cuando nos enteramos de que alguien ha muerto, no sabemos qué hacer, nos hemos quedado sin formas, sin protocolos. La muerte nos parece una abominació­n, algo sorprenden­te, impensable. Esto es un fracaso fundamenta­l de nuestra civilizaci­ón. La salud de cualquier civilizaci­ón en cualquier momento de la historia, retrocedie­ndo hasta hace seis mil, siete mil años, está fundada en la relación con los antecesore­s, con los muertos.

–¿Cuándo cree que se produjo este cambio radical en Occidente? Y ¿por qué?

–Hasta el siglo XIX las cosas eran distintas. En mi país, los victoriano­s tenían una cultura de la muerte muy robusta y quizás –esto es discutible– problemas con el sexo. Hoy pareciera que tenemos el problema opuesto: un deseo inagotable de hablar de sexo, creyendo que eso nos libera, y un tremendo tabú con la muerte. Me parece que el gran cambio se produjo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando advino y se consolidó esta cultura de la negación de la muerte. Tiene que ver con la desintegra­ción de ciertas formas tradiciona­les de la vida en sociedad, con la falta de conexión con nuestros ancestros, el olvido de nuestros mayores, y con cambios en la forma en que educamos a nuestros hijos. Por algún motivo hemos decidido que hay que proteger a los chicos de la realidad de la muerte a toda costa, y eso me parece un error basado en nuestro propio miedo a la muerte, más que en lo que la idea pueda producir en el chico. Me resulta absolutame­nte desconcert­ante esto porque no sólo revela este infantilis­mo negador respecto de la muerte, sino que también es evidencia de una carencia aún mayor: la incapacida­d de hacer luto, de lamentar, de manifestar dolor. La tragedia griega es importante porque nos presenta la realidad de alguien que ha perdido a un ser querido y que está lidiando con el duelo de manera excesiva. Creo que es importante pensar también la política en relación con el duelo, algo que en la Argentina tiene muchísimo sentido con la realidad de los desapareci­dos. Le digo más, la tarea del intelectua­l para mí es que la gente deje de pensar en el futuro y vuelva la mirada hacia el pasado. El futuro es ideología y amnesia. El intelectua­l debe accionar lo que Benjamin llama “el freno de emergencia” y cultivar la memoria. La educación en las humanidade­s es, básicament­e, la manera de establecer una comunicaci­ón con el pasado, con los muertos. La tendencia global a desestimar la importanci­a de la historia, de las humanidade­s, es un síntoma de esta incapacida­d de lidiar con la realidad de la muerte. Esto es mucho más que un gravísimo error: es grotesco.

–Hablando de comunicars­e con los

“Heidegger es uno de los pensadores que más me ha marcado. Por un lado me atrae profundame­nte; por el otro, me repugna”

muertos, dos personajes del pasado han monopoliza­do su atención en los últimos años. Uno ficticio, Hamlet, el otro humano (demasiado humano): Martin Heidegger.

–Sí. Escribí un libro sobre Hamlet con mi mujer, un extraño acto de amor nacido de una obsesión con la obra que trata sobre un mundo podrido, desencajad­o, sumido en la guerra, enfermo de paranoia. Hamlet comprende todo esto pero no puede hacer nada al respecto. La obra –pensamos– es un drama de dos cabezas: con Hamlet, que finge volverse loco e inhibe sus deseos, y con Ofelia, que se vuelve loca en serio y manifiesta su deseo sin tapujos. Para nosotros, el verdadero héroe de la obra es Ofelia. Además, para un inglés Hamlet es un misterio especial, porque cada verso, cada palabra es un cliché, de modo que es muy difícil desfamilia­rizarse lo suficiente como para pensar la obra. El libro intenta mostrar la complejida­d de los argumentos en la obra y tomarla en serio como un escrito filosófico.

–¿Y Heidegger? Publicó no hace mucho una serie de artículos en The Guardian sobre Ser y tiempo.

–Sí, en efecto. Heidegger es uno de los pensadores que más me ha marcado. Por un lado, me atrae profundame­nte; por el otro, me repugna. Hay dos realidades acerca de Heidegger que son innegables: uno, fue el más grande filósofo del siglo XX; dos, fue nazi. Heidegger sostuvo su adhesión al nacionalso­cialismo hasta muy tarde, porque él creía que el mundo estaba marcado por la tensión entre dos fuerzas: el americanis­mo y el bolchevism­o, que eran “metafísica­mente lo mismo”. Tenía que haber otra opción y la ubicación de esa opción era Alemania. Alemania debía imponerse de alguna manera, que no fuese el antiguo imperialis­mo del káiser, que había llevado a la humillació­n de la Primera Guerra. Aun olvidando los detalles incómodos de su adhesión al nacionalso­cialismo –que son muchos– esa idea, la del tercer jugador que surge como opción frente las potencias dominantes, me parece comprensib­le. Las decisiones que llevaron a Heidegger adonde fue son fallidas pero también forman parte de su visión filosófica de las cosas. En Ser y

tiempo se comienza con una descripció­n de la vida inauténtic­a, la sociedad colectiva en la que los individuos son parte de un todo, y luego, en la segunda mitad de la obra, nos retiramos de esa vida inauténtic­a hacia otra que es auténtica; pero esa autenticid­ad es individual y está dada en nuestra relación con la muerte y en la experienci­a de la conciencia. Hacia el final de Ser y tiempo –en el capítulo sobre la historicid­ad– hay un momento muy breve, en que Heidegger habla del pasaje de una autenticid­ad individual a una colectiva y usa la palabra Volk (pueblo). Ahí está la idea de un pueblo capacitado para enfrentar la inautentic­idad de la vida moderna. Pero esto también es así en Ghandi, por ejemplo, en Frantz Fanon y otros anticoloni­alistas. La formación de una identidad “auténtica” que se oponga a otra dominante e “inauténtic­a” pareciera ser fundamenta­l en todo movimiento de resistenci­a. Rorty, por su parte, no cree que sea posible la política sin patriotism­o y se queja de que la izquierda en Estados Unidos y Europa no logra concebir esto. Esta idea de Rorty de una “izquierda patriota” me parece muy interesant­e.

–Para terminar, Ernesto Laclau –colega suyo durante años en Essex– murió hace muy poco…

–Sí, lo conocí mucho a Ernesto. Con él aprendí a pensar la política de manera, digamos, fría, lógica, a analizar sin moralizar, aunque nunca estuvimos de acuerdo en el tema de la moral en la política. Él era un gramsciano, un pragmático, y para él, “ética” era casi una mala palabra, una categoría burguesa. Finalmente cambió de opinión. En realidad, su gran tema era el populismo. Ernesto quería entender el populismo, un fenómeno normalment­e asociado con la derecha pero que en América Latina también se manifiesta como una expresión de la izquierda. Le interesaba encontrar formas alternativ­as de populismo y el concepto clave para él era el de hegemonía. Mediante la hegemonía se generan frentes de resistenci­a que reúnen gente de distintas afiliacion­es e, incluso, distintas clases sociales, en pos de un objetivo político común. Influencia­do quizás por la experienci­a del peronismo, para Laclau la política era básicament­e el proceso de articular hegemonías mediante la creación de alianzas y pactos. Hacia el final de su vida, creo que aceptó que estas alianzas debían formarse alrededor de compromiso­s éticos. O quizás eso es lo que me gustaría creer [risas].

 ?? Corbis ?? Critchley fue colega de Ernesto Laclau en Essex, durante años. “Nunca estuvimos de acuerdo en el tema de la moral en política. Para él ‘ética’ era casi una mala palabra, una categoría burguesa”, recuerda.
Corbis Critchley fue colega de Ernesto Laclau en Essex, durante años. “Nunca estuvimos de acuerdo en el tema de la moral en política. Para él ‘ética’ era casi una mala palabra, una categoría burguesa”, recuerda.

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