La guerra del tiempo
El francés Jean Echenoz aborda el primer conflicto mundial del siglo XX por medio de una historia en la que los detalles tienen tanto peso como las vidas que se cuentan
La Gran Guerra –la Primera Guerra Mundial, como fue bautizada más tarde por obvias razones de precedencia– fue captada de manera visionaria por la literatura en el mismo momento en que comenzaba, antes de que todo sucediera. En “La petite auto”, Apollinaire (1880-1918) sale en coche de Deauville. Cuando llega a París los carteles de movilización le descubren que había ingresado en una época nueva en la que, aunque ya maduro, acababa de nacer. Cali
gramas, donde figura el poema, es uno de los decisivos artilugios de la vanguardia poética. Que trate sobre el conflicto bélico, que terminaría con la muerte de su autor, no sorprende: la vanguardia fermentó de manera central en ese período, como si la etimología de la palabra marcial fuera un destino.
Jean Echenoz, que en su narrativa ha sido sensible al gesto vanguardista –más ligado en su caso, de manera casi secreta, a autores como Raymond Roussel o Raymond Queneau y, hasta cierto punto, el nouveau roman–, parece haber querido ser leal a esa tradición, aunque más no fuera decidiéndose a narrar a contracorriente. 14, que se publicó en el original hace un par de años, es un relato que apunta a conjurar por anticipado, en su sobriedad jansenista, los grandes mamotretos romanesques que ya empiezan a conmemorar el próximo centenario de aquella guerra brutal.
El escritor francés hace de la prosa económica y de alta precisión el engranaje clave de su libro. El esqueleto de la trama es prístino, a tal punto que 14 no difiere mucho de una novela tradicional, sólo que de una a la que se
la hubiera sometido a un poderoso método de deshidratación o que, en vez de desplegarse en colores, mostrara apenas el negativo fotográfico.
Anthime, la figura alrededor de la cual evoluciona la trama, aunque no su único personaje protagonista, avanza en bicicleta, con una inocencia similar a la de Apollinaire al subir a su “autito”, para ir a observar el panorama de las lomadas circundantes de su pueblo natal de la Vendée, antes de que el mundo, la era, si no la geografía, cambie para siempre. En la plaza se encuentra con Charles (más tarde el lector descubrirá que se trata de su hermano), que considera que la guerra inminente durará “una quincena como mucho”. En el segundo capítulo, tanto él como tres de sus amigos, además de Charles, se encuentran en el cuartel para dirigirse, sin interrupciones, al frente.
La Gran Guerra no fue efímera: se extendió por cuatro interminables años. Esa cantidad de tiempo se comprime en menos de un centenar de páginas, como si la variable de Echenoz
un capítulo puede limitarse a describir el derribo de un avión de guerra con frialdad entomológica
consistiera en oponer a la duración de lo real la miniatura de lo literario. En la ciudad queda Blanche, la hija de los dueños de la fábrica de zapatos donde trabajaba Charles, que se descubre embarazada y oficiará de contrapunto para poner en perspectiva la guerra desde el mundo civil, vaciado en gran medida de varones.
La novela de Echenoz sigue una simple línea cronológica, pero posando una lente oblicua, microscópica, en los detalles. Un capítulo puede limitarse a describir el derribo de un avión de guerra con frialdad entomológica, como si fuera una disputa entre mosquitos. Otro se centra en las condiciones de la marcha, en el peso inenarrable de las mochilas mojadas, en la masiva, ubicua y permanente acción de los piojos. Un capítulo más presta atención a los animales y diversos bichos errantes, que también forman parte del microcosmos revolucionado de la guerra. Otro, a una ejecución ejemplarizadora, que agrega más absurdo a la maquinaria bélica.
“Todo esto se ha descrito mil veces, quizá no merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además, quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con una ópera, y menos cuando no se es muy aficionado a la ópera, aunque la guerra, como ella, sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa”, interrumpe el narrador, para concluir uno de los dos capítulos dedicados a la furia de proyectiles que pasan silbando por trincheras arrasadas. Cuando Echenoz describe, en otra parte, el infierno de las explosiones y una escena de mutilación, lo hace con una serie de movimientos sincronizados que parecen copiados de una película de Buster Keaton.
Anthime volverá a su lugar natal antes del fin de la guerra, envidiado por camaradas dispuestos a cualquier cosa para escaparle a la carnicería. Su retorno implicará un trabajo burocrático en la fábrica en que revistaba su hermano, la adecuación a un miembro fantasma y una vuelta de tuerca amorosa, un trío in
absentia, que el narrador resuelve con la reticencia de dos líneas.
14 resulta llamativa no tanto por su contención, que pulsa con la exactitud de un metrónomo, sino por la dificultad para asociarla con la mayoría de los libros de Echenoz. El escritor se dio a conocer por obras de imaginación impredecible; por su deconstrucción, siempre ocurrente, de los géneros; por la variedad (aunque París fuera el epicentro) de sus escenarios: de la isla misteriosa de El meridia
no de Greenwich, pasando por algunas de las locaciones exóticas de La aventura malaya, a la parcial incursión ártica de Me voy, incluso al purgatorio de Al piano (en el que el músico protagonista tiene, en ese hotel ultraterrenal, un memorable touch and go con Doris Day). Era un heredero irónico de Verne que había abrevado en Simenon y quizás en Robbe-Grillet. Algo cambió, sin embargo, a partir de la reciente trilogía dedicada a las vidas nada imaginarias de Maurice Ravel, Emile Zátopek y Nikola Tesla. 14 es una nueva pieza, tal vez más original, de esa narrativa que se centra en una historia concreta a la que busca sacarle las mayúsculas para convertirla en relato sin estridencias. Las razones de ese desplazamiento son una intriga (sus lectores sin duda extrañarán los gloriosos artefactos literarios del pasado), pero a estas alturas ya puede decirse que, a falta de uno, hay dos estilos Echenoz.