LA NACION

Lavezzi. Siempre mete los dedos en el enchufe

De aspirante a electricis­ta a rechazado en Boca, de Estudiante­s de Caseros a San Lorenzo y luego al fútbol europeo, el Pocho tiene mil historias

- Cristian Grosso

BELO HORIZONTE.- “Pocholo” ya había aceptado su destino de electricis­ta. Iba a acompañar a su hermano Diego, que era el que realmente conocía el oficio, cuidando de no meter los dedos en los enchufes incorrecto­s. Esa prueba en Boca había sido una pérdida de tiempo porque a quién se le podía ocurrir que él tenía que jugar de número 8, sacrificán­dose para recuperar la pelota. Sólo a Jorge Griffa... claro, un hincha de Newell’s. Ezequiel Iván Lavezzi, volvió de Casa Amarilla indignado y dispuesto a no jugar más al fútbol. Al menos en serio, porque los picados con los pibes del club Coronel Aguirre no se los iba a perder nunca. No había tenido sentido ir hasta Buenos Aires, si en Villa Gobernador Gálvez, con el arroyo Saladillo como único límite con Rosario, estaba bien. Y cerca de Central, ese amor indisimula­ble que tenía tatuado en la espalda.

El gran personaje de la selección en Brasil 2014 tiene mil historias. Eduardo Rosetto, su representa­nte en la adolescenc­ia, no iba a permitir que así nomás se le apagara el diamante. Y consiguió otra oportunida­d, aunque no estaba a la altura de Boca. Aquel portazo a Griffa ahora lo obligaría a remar desde bien abajo, desde la B metropolit­ana, desde Estudiante­s de Caseros. Sin encantos, lujos ni comodidade­s. Ezequiel se instaló en Buenos Aires en 2003; se alojaba en un pequeño departamen­to en el barrio de Boedo, en la esquina de Agrelo y Virrey Liniers, y desde ahí todos los días viajaba a Hurlingham para entrenarse. Una hora y media de ida y otra de vuelta, entre colectivo, tren y subte.

Funcionó la apuesta. Con Blas Giunta como DT, los 17 goles que convirtió en tantas canchas polvorient­as llamaron la atención de... Genoa, de Italia. Un recorrido a contramano de lo usual: se va de Boca para ser electricis­ta, pero acepta volver en el ascenso y desde allí salta a Europa sin que nadie lo conozca en el fútbol grande la Argentina. Genoa paga 1.200.000 dólares y se lo lleva... pero entiende que aún no cuenta con el rodaje que exige el

calcio y se lo presta a San Lorenzo. Es en el Ciclón donde “Pocholo” Lavezzi se transforma en “Pocho”. Se luce, y el ambiente toma nota de él.

Volvió a Genoa, y volvió a San Lorenzo para salir campeón, cinco años en Napoli y el desembarco en París Saint Germain en 2012. Ahora despierta suspiros este reo con glamour, que intentó agradecer en francés el último título con PSG y terminó con un argentinís­imo “¡la c… de su madre!” Ésa es la cara conocida, como su insoportab­le buen humor. Como un arlequín, no para de encadenar bromas. No tiene límites cuando elige a sus víctimas, desde Ibrahimovi­c… hasta Sabella. Están todos advertidos.

¿Quién fue el primer compañero de cuarto de Messi? Lavezzi, en el hotel Soratama, en Pereira, en el Sudamerica­no Sub 20 de Colombia 2005. ¿Por quién entró Messi el día que debutó oficialmen­te con la camiseta argentina? Por Lavezzi, el 13 de enero de 2005, cuando reemplazó al Pocho a los 14 minutos del segundo tiempo en un 3-0 ante Venezuela. ¿Por culpa de quién Leo recibió el primer reto de su DT Hugo Tocalli? Por Lavezzi, claro, que exaltaba hasta al más tímido del grupo con sus ocurrencia­s.

Con miles de picados en la memoria, las marcas de los potreros están ahí. Lavezzi sintió desde chico el rigor de los defensores que salían a marcar con hachas en Rosario, conoció hasta el último recoveco de la ley sin árbitro ni tarjetas ni testigos. No arruga. Jura entre carcajadas que de su paso por la B todavía guarda moretones. A los 29 años es un guapo barullero y encarador. Un petiso retacón con el pecho inflado... Como Maradona, al que comenzó a entender cuando vivió en las residencia­les colinas de Posilipo, en Nápoles, a 200 metros de la casa que ocupó el mito al que aún veneran al pie del Vesubio. Y al que decidió admirar pese a dejarlo afuera del Mundial de Sudáfrica 2010, pero jamás se olvidará –ni contará– cuánto lo ayudó cuando tuvo un grave problema personal. ¿Drogas? No.

Los tatuajes hablan por él. Se cubre el cuerpo desde los 12, cuando un indio inauguró el mapa de tinta. Ese indio ya no está, lo tapó, y vinieron flores, máscaras, el nombre de su hijo, la virgen de Lourdes, Jesucristo, un revólver que le trajo problemas en un festejo y Doris, su mamá. Ella, empleada doméstica, cargó con todo cuando Pocho tenía dos años y una separación provocó que el padre fuese una imagen remota.

El hambre estrujaba las tripas porque mate cocido y pan duro era la dieta exclusiva. El fútbol le abrió las puertas a los lujos y se acostumbró, no reniega de los autos fabulosos ni de las joyas en el castillo que comparte con su novia modelo en las afueras de París. Pero también fundó la Asociación Civil Niños del Sur (Ansur) y todavía se sienta en una esquina de Gálvez a comer un puchero con los amigos de siempre. Un atorrante más en el cordón de la vereda.

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F. Marelli/e. especial Ezequiel Lavezzi, de muy buena actuación ante Nigeria, es el primero a la hora de las bromas y las carcajadas, pero también es un luchador

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