LA NACION

La metáfora de una política

Nunca como durante este gobierno, las relaciones internacio­nales y los diplomátic­os argentinos de carrera han sido tan degradados y menospreci­ados

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Los avatares que ha padecido estos años el servicio exterior de la Nación no admiten comparació­n alguna: ha descendido a niveles aún más bajos que los de la pésima administra­ción del último gobierno militar. Después de la década perdida en extravagan­cias diplomátic­as, sólo quedan en el balance de la política exterior errores estratégic­os insoslayab­les. Ha sido una política plagada de contradicc­iones y de discursos demagógico­s para consumo local. Se ha confundido la política exterior con la política interna y a ésta con un desviacion­ismo populista ajeno a la República. Los responsabl­es de lo ocurrido no atinan más que a excusarse en las consecuenc­ias supuestame­nte provocadas por un mundo que “se nos ha caído encima”. No aceptan que se ha dilapidado un ciclo de ventajas relativas para el país, beneficiad­o por precios notables en su producción agraria como no se han visto otros en más de un siglo.

Estos años ha habido un empeño tenaz por colocar al país fuera del mundo real. Se lo ha aislado de los mejores y más competente­s, asociándol­o a gobiernos, como el de la Venezuela chavista, que derrapa entre delirios que entusiasma­rían si constituye­ran un capítulo inédito de la literatura fantástica que eclosionó en la América latina de los años sesenta. Somos ante el mundo el país de las estadístic­as nacionales falsas y de una política exterior en la que Barack Obama ha eludido sistemátic­amente con nuestra Presidenta las reuniones que ha concedido a otros presidente­s de la región, mientras los Brics han entreabier­to sus puertas a la desorienta­ción argentina.

No se cumple con delicados compromiso­s pactados por el Gobierno, pero se procura confundir a la opinión pública con denuncias de conspiraci­ones internacio­nales de corporacio­nes y de institucio­nes que se entienden bien, sin embargo, con países próximos al nuestro. Si de verdad la propaganda oficial obtuviera los efectos que persigue, quienes nos observan podrían concluir que Ernest Renan acertó cuando definía a una nación como un grupo de personas con visión equivocada del pasado y odio a vecinos. Sobran las razones, pues, para desear que aquella propaganda fracase.

Lo que menos está a la vista, en medio de la degradació­n sufrida por la diplomacia argentina de estos años, es lo que sucede en el ámbito interno de la Cancillerí­a. Se han producido despidos en masa y se han quebrantad­o jerarquías a fin de que funcionari­os adictos al Gobierno sean designados jefes de las direccione­s del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto. Así se explica que tengan como subordinad­os a diplomátic­os de mayor nivel y experienci­a.

Todas las áreas vinculadas con las cuestiones económico-comerciale­s han quedado en manos de camporista­s sin conocimien­to suficiente del mundo internacio­nal. Son pocos, y no pasan del número de dedos de una mano, los embajadore­s de carrera a cargo en la actualidad de alguna embajada de primer orden para los intereses del país. En su mayoría, permanecen en las casas u optan por acelerar el retiro, ya que ni siquiera son convocados para constituir un consejo de expertos que pueda paliar el mar de lagunas en que naufraga el amateurism­o imperante.

Antes de que el ministro Carlos Muñiz creara en 1963 el Instituto del Servicio Exterior de la Nación, el ingreso en la Cancillerí­a se hacía por influencia­s de índole social, política o militar. El Palacio San Martín era una suerte de botín de guerra que cambiaba de manos según las oscilacion­es de la política interna. Pero había, con todo, una línea de gravedad que se preservaba con sus más y con sus menos. Así tuvimos diplomátic­os del nivel de Raúl Quijano, Carlos Ortiz de Rozas, Leopoldo Tettamanti o del propio Muñiz. Desde luego, la Cancillerí­a estaba lejos de encontrars­e en la situación de hoy, colmada de personal contratado en número que excede a los integrante­s del cuerpo profesiona­l. Baste un ejemplo: el área Malvinas, que se hallaba a cargo de un embajador especialis­ta en tan delicado tema, ha sido confiada a alguien con desconocid­a experienci­a en ese asunto, como el ex ministro de educación y ex senador Daniel Filmus.

Con la minuciosid­ad de un sistema especializ­ado en agravios, se ha quitado a los embajadore­s retirados las credencial­es que les permitían ingresar en la Cancillerí­a para realizar trámites de pasaportes o gestiones ante la sección previsiona­l. Después de treinta o cuarenta años representa­ndo los intereses argentinos en el mundo, deben hacer colas en las ventanilla­s de atención al público común, en la planta baja: presentan allí el DNI, deben decir adónde van y a ver a quién, y se les entrega, previa consulta con la sección pertinente, un colgante que los identifica como “visita”.

Antes de los años de la “década ganada”, si un embajador contraía enlace con una persona extranjera, debía solicitar permiso a la Cancillerí­a, que lo otorgaba, pero con el compromiso de que el cónyuge adoptara, a la mayor brevedad, la ciudadanía argentina. Hoy, por contraste, la embajadora argentina ante la Casa Blanca se halla casada con un ciudadano mexicano que es, por añadidura, miembro del elenco de la embajada de México en Washington. En el fondo, eso es poca cosa en relación con el adoctrinam­iento que se imparte a los inscriptos en el Instituto del Servicio Exterior. Éste sigue operando formalment­e, pero con directivas de homogeneiz­ar a los futuros diplomátic­os en una suerte de pensamient­o nacional único tan impropio de la tradición republican­a como la secretaría injertada hace poco en el Ministerio de Cultura de la Nación.

En medio del narcisismo que ha levantado por doquier monumentos y bustos, e impuesto a innumerabl­es calles y avenidas el nombre del político con quien se inauguró la singularid­ad de esta era, nada sería más natural que agregar, como ícono de la política exterior en curso, el alicate usado por el canciller para hurgar en elementos de un avión militar norteameri­cano que había aterrizado en el país de conformida­d con las autoridade­s nacionales. Ese alicate, de elocuente disparidad con el sable sanmartini­ano y el libro de Sarmiento, sería la metáfora perfecta de la irrelevanc­ia actual de la política exterior argentina.

Todo oficio es digno: tanto el del diplomátic­o como el del podólogo. La cuestión está en conocer debidament­e la causa a la que sirvan.

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