Sólo subcampeones
El equipo argentino fue segundo en el Campeonato Mundial de fútbol que culminó en el famoso estadio brasileño de Maracaná. Primero resultó Alemania, que nos venció en la final por la mínima diferencia gracias al alargue.
Debiéramos sentirnos satisfechos, por lo pronto, por dos razones. Primera, por haber logrado una posición tan encumbrada entre docenas de competidores. Segunda, por haber conseguido lo que conseguimos gracias a una virtud en cierto modo nueva entre nosotros a la luz de nuestra tradición individualista: el espíritu de equipo. Sabella fue un director técnico efectivo y, además, de bajo perfil. A la inversa de Maradona en su tiempo, que parecía concentrarlo todo en su persona, Messi, con toda su genialidad, fue apenas un primus inter pares en un conjunto en el que, al lado de su talento, también sobresalieron, entre otras virtudes, el abnegado carácter de Mascherano.
Al mismo tiempo que de este modo se encumbraba la Argentina, por otra parte, asimismo se encumbraba el fútbol ya no sólo como expresión meramente deportiva, sino también como expresión nacional. ¿No significa nada, acaso, que gran parte del mundo haya vivido pendiente del fútbol en estos días? ¿No significa nada que, cuando tienen que movilizarse unos contra otros, los hombres ahora no empuñen las armas, sino que pateen un balón?
Originariamente, la palabra “sublimar” quiso decir “evaporar, convertir un líquido en vapor”. Al pasar algo de un estado líquido a un estado gaseoso, lo sublimamos, lo tornamos tenue o simbólico y, en cierta forma, irreal. Al patear una pelota dentro de una red, nos internamos en la sublimación que ofrece el fútbol. Dejamos de guerrear y nos ponemos a jugar. Lo milagroso de esta transformación es que conserva su poder original sobre los espectadores, no sólo sobre los que lo juegan, sino también sobre los que miran. Así, de este modo, la participa- ción de las masas en el juego del fútbol se torna universal.
El hombre, al parecer, no podría librarse del todo de sus impulsos bélicos. No podría convertirse completamente en pacifista. Lo que sí podría hacer es transformarse en deportista. De hecho, lo ha venido haciendo en gran escala. Como antes, busca ganar. Pero ganar sin matar. En vez de guerrear, elige competir. Si no guerreáramos, salvaríamos nuestras vidas. Si dejáramos de competir, perderíamos nuestra esencia. A esto, no podemos renunciar.
Tal vez podríamos dedicarles algunas líneas a los dos protagonistas de la gran final. De la Argentina dijo alguna vez Ortega y Gasset que no se siente una nación como las otras y está dispuesta a mandar. ¿Presunción adolescente o vocación de futuro? La Argentina tiene, todavía, asignaturas pendientes que rendir. Es, de alguna manera, un país que llegó demasiado temprano a la grandeza. Alemania, por su parte, a lo me- jor llegó demasiado tarde, mientras otras naciones europeas admirables, como Inglaterra o Francia, simplemente vivían su tiempo. La competencia futbolística de la final le llegó a la Argentina demasiado pronto y a Alemania, demasiado tarde. Hasta fue para nosotros una distinción la burla alemana a costa de los gauchos. Un país de más de mil años vino a compararse con un país de sólo doscientos años. El paralelo nos honra.
Alguna vez el general San Martín nos dijo: “Serás lo que debes ser o, si no, no serás nada”. Nos impidió conformarnos, así, con la medianía, con la mediocridad. Y la mediocridad es nuestra principal tentación porque está al alcance de la mano. Somos pocos habitantes y tenemos muchos recursos naturales y humanos. ¿A qué inquietarnos?
La segunda posición que hemos alcanzado en el Campeonato Mundial de fútbol viene a cuento. De un lado, nos satisface. De otro lado, ¿nos alcanza? Porque salimos segundos, pero no primeros. Este segundo lugar nos está diciendo que todavía falta algo. Pero no conformarnos con el segundo puesto no es simplemente ambicioso. Implica seguir espoleándonos. El fútbol sigue teniendo, en este sentido, una significación simbólica. ¿Qué deberíamos exigirnos después de ganar? Volver a ganar.
Este consejo parecería presuntuoso si no advirtiéramos que su blanco somos nosotros mismos. Richard Nixon dijo alguna vez que sólo estás vencido cuando te das por vencido. Pero hay dos maneras de darse por vencido. Una es la desesperación. Otra es la satisfacción. También se da por vencido, en efecto, quien deja de luchar por los demás. El egoísmo de los que estamos mejor es el veneno del sentido patriótico, es el triunfo final de la mediocridad. Seguir vivo, en el otro extremo, es no darse nunca por vencido, hasta que el poder superior que nos dio la vida decida que llegó el momento de cerrarnos los ojos.