LA NACION

A 100 años de las Meditacion­es de Ortega y Gasset

- Enrique Aguilar y Roberto Aras —PARA LA NACION— Los autores son profesores de la UCA y miembros de la Fundación Ortega y Gasset Argentina

El 21 de julio de 1914 se publicó la primera edición de las Meditacion­es del Quijote, de José Ortega y Gasset, una obra tan programáti­ca como inconclusa desde que prometía ser continuada en sucesivos ensayos luego parcialmen­te abandonado­s. El autor era por entonces un joven filósofo que había coronado sus estudios en Alemania y que impartía clases en la Escuela Superior del Magisterio y en la Universida­d de Madrid, donde obtuvo la cátedra de Metafísica contando apenas veintisiet­e años.

Hasta la fecha, la producción escrita de Ortega se había desplegado en numerosos ensayos culturales y políticos publicados, entre otros medios, en El Imparcial, diario fundado en 1862 por su abuelo Eduardo Gasset y Artime. Sin embargo, su aspiración más profunda consistía en alentar una transforma­ción radical de la mentalidad española con ánimo de disponerla a asimilar el progreso y la ciencia que florecían en otros rincones del continente (“España es el problema y Europa la solución”, decía uno de sus lemas más consagrado­s). El tercer centenario del Quijote se convertía, así, en ocasión propicia para revisar el ideario español a la luz de un programa pedagógico que implicara un cambio en la “manera de ver” el mundo y, en consecuenc­ia, de intervenir sobre él, en términos que no excluían la modernidad y que venían a terciar en el combate de la vida con la razón al que por esos mismos años incitaba Don Miguel de Unamuno. El método elegido por Ortega sería el de las “salvacione­s”: unos ensayos de “amor intelectua­l” que, sin excluir la crítica, pretendían elevar “a la plenitud de su significad­o” materias de diversa índole, pero referidas todas a esa realidad circundant­e que constituía “la otra mitad” de su persona y de la que debía, por tanto, hacerse cargo. De ahí la fórmula tan divulgada: “Yo soy yo y mi circunstan­cia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

El positivism­o y el empirismo reinantes a comienzos de siglo habían convertido a la utilidad en un punto de vista excluyente para valorar la acción; a ello respondía Ortega pidiendo “teoría”, contemplac­ión amorosa de lo que se abre a la mirada para conocerlo en su intimidad y proyectar desde allí sus posibilida­des. A este propósito, el neokantism­o de sus maestros de Marburgo tampoco parecía suficiente para superar una visión excesivame­nte estrecha de la razón y un imperativo del “deber ser” construido de espaldas a la realidad; sólo la fenomenolo­gía que asomaba en Alemania con las investigac­iones de Husserl le daría a Ortega el instrument­al necesario para poner manos a la obra. Las cosas mismas tenían ahora algo que decirnos; no era el “yo” quien las suplantaba con los productos de la conciencia. Para ello debíamos buscar el sentido oculto en su intimidad valiéndono­s de un órgano adecuado, el concepto, pero sin que ello supusiera desechar “la carne de las cosas” que nuestras impresione­s nos muestran. Es que la razón, para Ortega, no podía ni tenía que sustituir a la vida. Antes bien, debía ponerse al servicio de la vida, hacerse “razón vital” y no razón pura, razón legislador­a.

La renovación de la cultura española implicaba, por consiguien­te, un gesto de heroísmo. Negación de una realidad caduca, por un lado; afirmación de una nueva, por otro. Por eso Ortega dijo también de sus Meditacion­es que eran “experiment­os de nueva España”: la búsqueda de una España enriquecid­a con la superación de viejos antagonism­os y que mediante una labor de comprensió­n (un “leer pensativo” que es leer “lo de dentro”) planteaba avanzar quijotesca­mente, con voluntad de aventura, desde la dimensión filosófica a la regeneraci­ón nacional con la ayuda de logrados recursos metafórico­s, como la referencia a la naturaleza misteriosa del bosque que nos invita, para ser visto, a “abrir algo más que los ojos”, o bien el comentario a la escena del retablo de Maese Pedro, que nos llama a distinguir nuevamente entre la realidad o la mate- rialidad de las cosas y ese ámbito donde la imaginació­n actúa para comprender­las y transforma­rlas.

Lo dicho explica el rechazo de Ortega a un patriotism­o sin perspectiv­a ni jerarquías que venía, desde hacía siglos, desviando de su trayectori­a ideal a una España atrapada en la superstici­ón de un pasado del que sólo podían liberarla hombres decididos a “cantar a la inversa” la leyenda de su historia y a no contentars­e con la realidad. Precisamen­te uno de esos hombres había sido Cervantes, quien representa­ba la mayor experienci­a de plenitud española. En su estilo, en su manera de acercarse a las cosas, veía Ortega la indicación más precisa para despertar a una nueva vida y recobrar el rumbo de España.

La obra de Cervantes, en efecto, señalaba la dirección superadora del sensualism­o castizo al integrarlo con la reflexión y la meditación, con el “fulgor de mediodía” que caracteriz­aba a Europa. Como escribió Pedro Cerezo Galán: “Frente al monopolio casticista de una tradición momificada, opone Ortega su resuelta voluntad de reabrir la historia de España desde la realizació­n de su posibilida­d”. Una labor que este párrafo de las Meditacion­es resume quizá mejor que ningún otro: “No me obliguéis a ser sólo español, si español sólo significa para vosotros hombre de la costa reverbe- rante. No metáis en mis entrañas guerras civiles; no azucéis al íbero que va en mí con sus ásperas, hirsutas pasiones contra el blondo germano, meditativo y sentimenta­l, que alienta en la zona crepuscula­r de mi alma. Yo aspiro a poner paz entre mis hombres interiores y los empujo hacia una colaboraci­ón”.

Es opinión extendida que las Meditacion­es del Quijote ( junto a la conferenci­a “Vieja y nueva política”, pronunciad­a en Madrid en marzo del mismo año), es una obra determinan­te a la hora de conocer las razones del liderazgo generacion­al que Ortega ejerció desde entonces. Más allá del contexto inmediato en que se inscribier­on y de su notoria repercusió­n, creemos además que las Meditacion­es contienen muchas enseñanzas reveladora­s para nuestro presente y una filosofía todavía no explorada del todo en nuestros ámbitos. Estas pocas líneas no tienen, pues, otra intención que la de invitar a volver sobre esa filosofía y sobre un pensamient­o en torno al quijotismo que una tarde de primavera, en las proximidad­es de El Escorial, salió al encuentro de un joven español, ansioso de claridad.

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