Las heridas de Nadine Gordimer
Hay acontecimientos, acaso cifrados en anécdotas triviales, que descorren el velo del punto ciego desde el que nos miramos y miramos el mundo. Cuando eso ocurre, lo que constituía la normalidad de nuestra vida diaria puede revelarse como una anormalidad monstruosa. La escritora sudafricana Nadine Gordimer, fallecida el domingo último, experimentó esa dolorosa epifanía en dos momentos cruciales.
Amiga de Nelson Mandela, comprometida en la lucha contra el apartheid instaurado en su país, Gordimer visitó la Argentina en 1997. Hacía poco que funcionaba en Sudáfrica la Comisión de Verdad y Reconciliación, una instancia de encuentro entre víctimas y victimarios más cercana al perdón que a la justicia. En Buenos Aires, Gordimer se entusiasmaba con los progresos de la comisión y las posibilidades que abrían las confesiones de los verdugos de llegar a conocer mucho más que lo que habrían permitido las resistidas investigaciones judiciales. La escritora había ganado el Premio Nobel en 1991 y la entrevista que le hice para La NacioN hubiera debido centrarse en su literatura (íntimamente vinculada a las cuestiones de su tierra, pero también a los lazos afectivos y a los problemas éticos). Sin embargo, la vehemencia de su voz suave, amabilísima, en la condena de las injusticias invitaba a reflexionar sobre algo fundamental: cuándo y por qué esa mujer blanca cuestionó por primera vez lo que veía a su alrededor. Contó Nadine que, ya de niña, le llamó la atención el trato que recibían los negros en las tiendas que ella frecuentaba con su madre. Aunque hubiera llegado primero, la clientela negra tenía que esperar hasta que fuera atendido el último de los blancos que entrara en el local, y someterse a una humillación más: mostrar el dinero con el que iba a pagar, antes de formular el pedido. Otro hecho, decisivo, se produjo cuando tenía trece años. Como los negros no podían comprar bebidas alcohólicas, las fabricaban en forma clandestina, inclusive en las casas de los blancos donde trabajaban, y recibían periódicamente la visita de la policía en busca de alambiques ilegales. Una noche los Gordimer se despertaron con los ruidos que oyeron en su jardín: la policía había derribado la puerta del cuarto donde vivía la mucama, y rompía y desparramaba por el piso las pertenencias de la mujer buscando cerveza. “Por supuesto, no encontraron nada, y se fueron como si nada hubiera pasado”, recordaba Gordimer. Y nunca olvidó aquella noche, ni la actitud de sus padres, “incapaces de pedirles una explicación a esos hombres que habían violado nuestra casa”. Desde ese momento, una pregunta ingenua, que todavía en 1997 repetía con candor de niña, le dio la certeza de que vivía en un mundo injusto. “¿Tenían que tirar la puerta abajo, tenían que destrozar todo? –se preguntaba Nadine a los trece años, y también a los setenta–. ¿No podían simplemente llamar a la puerta y revisar las cosas sin romperlas?” A comprender y restañar las heridas de ese interrogante dedicó su vida.