Contrastes inesperados
La inauguración de una muestra de retratos de músicos de cumbia coincide en el mismo centro cultural con dos conmemoraciones de implacable tristeza
Jueves 10 de julio, a las 19, en el Centro Cultural Recoleta En el largo pasillo izquierdo del Centro Cultural Recoleta, al que se abren varias salas de exposición, tuve el jueves de la semana pasada una de las experiencias más perturbadoras en estos casi dos años de crónicas. Había recibido una invitación para asistir a la inauguración de la muestra sobre cumbia,
Movida y tropical, del fotógrafo Silvio Fabrykant, dedicada a retratos de los solistas y los conjuntos del género, donde suponía que se escucharía ese ritmo popular como música de fondo; quizás, conjeturé, hasta actuaría alguien. Empecé a caminar por el corredor y, de pronto, me encontré con un grupo de gente que asistía a otra inauguración. Era la muestra fotográfica Ausencia perpetua, jóvenes víctimas de la violencia en democracia, montada por la fotógrafa Patricia Terán e inspirada en el libro Ausencia perpetua de la filósofa Diana Cohen Agrest, cuyo hijo Ezequiel Agrest fue asesinado por un asaltante el viernes 8 de julio de 2011.
En un pequeño espacio, dos paredes estaban tapizadas por las imágenes fotográficas de 50 jóvenes víctimas asesinadas en asaltos y en accidentes provocados por conductores irresponsables. Se podía respirar el dolor de las madres y los padres apretujados en esa salita. Lo más terrible era ver las caras, a menudo festivas, de esos chicos, de una juventud abrumadora. En una imagen, se ve a Ezequiel y a uno de sus amigos, conversando sentados en un jardín bajo el sol. Es un instante “perpetuo”. Están ajenos a la tragedia futura. Saludé a Diana, que agradecía la presencia de sus amistades y sonreía con tristeza. Esa sonrisa era más desgarradora que el llanto.
Terán dispuso las fotografías de los muchachos (tomadas por familiares o amigos) sin artificios. Cada imagen tiene al pie una ficha que detalla cuándo y cómo les quitaron la vida y las penas que recibieron los culpables, si fueron encontrados. Esa sencillez, seca y austera, denuncia sin estridencias una realidad social y judicial descarnada.
Caminé unos pocos metros más por el
pasillo del Centro, agobiado por lo que había visto; de nuevo, me topé con un grupo de
conocidos. Había otra inauguración, pero no la de la cumbia. Leí el cartel que la anunciaba: se trataba de dos muestras vinculadas con el atentado contra la AMIA, del que hoy se cumplen veinte años: Sietemiltrescientoscinco. Sin
verdad y sin justicia, una instalación de Luis Campos; e Imágenes de un reclamo, compuesta por una foto del día del atentado y de otras veinte tomadas por los reporteros gráficos de Clarín en sucesivas protestas contra la turbia impunidad en que está sumido el caso. La instalación de Luis Campos se despliega sobre dos paredes. En una, está la enumeración de los días, fecha por fecha, que transcurrieron desde el 18 de julio de 1994 hasta hoy; en la otra, hay una lista caótica de datos (desde la cantidad de campeonatos mundiales de fútbol jugados hasta la de kilos de dulce de leche consumidos en estas dos décadas).
Cuando salí de las salas 4 y 5 (¿necesito explicar mi estado de ánimo?), llegué finalmente a la 6, donde se exhibe la muestra sobre la cumbia. Hay allí 101 fotografías tomadas por Silvio Fabrykant a los solistas y conjuntos consagrados a aquel ritmo. Durante mucho tiempo, Fabrykant fue contratado por varios sellos discográficos para hacer fotografías destinadas a las tapas de los distintos artistas. Pero Fabrykant tomó otras imágenes, inéditas, que ahora integran la exposición del Recoleta. Los retratos son estupendos. Por las características de los modelos y la astuta cámara de Fabrykant, el resultado es una galería de personajes animados por el glamour de Annie Leivobitz en sus fotos de Vanity Fair (un glamour latino) y la mirada bizarra de Diane Arbus. Además, las imágenes provocan asociaciones imprevistas; por ejemplo, Mario Torres, del grupo Green, vestido con un severo conjunto azul oscuro y el pelo negro, muy peinado y ordenado, hace pensar por su actitud adusta, su chaleco y su camisa abotonada hasta el cuello, en algún escritor o predicador británico del siglo XVIII, sin peluca blanca, eso sí.
Felicité a Silvio Fabrykant por esas imá
genes, pero me pregunté si era necesario que las autoridades del Centro Cultural Re- coleta inauguraran esas tres exposiciones el mismo día. ¿Acaso no hubiera sido más conveniente que se destinara otra fecha para festejar el vernissage de Fabrykant como éste se merece? Hubo una señal de respeto: no se pasó música bailantera. Fabrykant tenía en la solapa de su saco la estrella de David. Quienes llegábamos a esa muestra, al final del trágico pasillo, no podíamos olvidar ni desentendernos de las caras jóvenes que nos habían interpelado desde las paredes que estaban a treinta o cuarenta metros de los retratos kitsch de Ricky Maravilla o de Pablo Lescano con grilletes. De hecho, la escritora Silvia Plager entró en la sala tropical, acongojada y llorando. Acababa de ver la foto de Ezequiel Agrest. Algunos visitantes decían: “Ya se sabe, en el Recoleta siempre hay mezcla, contraste”. Es cierto. ¿Pero eso siempre está bien?
Domingo 13 de julio, a las 11, Teatro Colón Fue quizás el acontecimiento musical
más hermoso de la semana. La sala del Colón estaba colmada. El violinista Rafael Gintoli y el pianista Alexander Panizza actuaron en el Ciclo de Intérpretes Argentinos, que se ofrece los domingos por la mañana en forma gratuita. Los dos artistas habían elegido un programa magnífico: sonatas de Ludwig van Beethoven, Claude Debussy y César Franck. El violín de Gintoli tuvo pasajes sublimes, tan expresivos como el movimiento de su cuerpo que se inclinaba hacia la platea para ofrecer mejor y señalar al público la belleza de ciertas frases de Franck. Pocas veces un intérprete “comentó” tan bien al auditorio lo que le brindaba. Era de verdad un diálogo entre el público silencioso y los dos artistas.
Error. En las “Crónicas de la selva” de la semana pasada, caí en una confusión. La curaduría de la muestra de las obras en papel de la colección del Deutsche Bank, en el Mamba, es de Victoria Noorthoorn (directora del museo) y el montaje pertenece a la diseñadora de exposiciones Daniela Thomas. La asociación de ambas no pudo haber sido más feliz.