LA NACION

Experienci­a de lo trágico

En un libro fundamenta­l, el teórico inglés Raymond Williams estudia el proceso de seculariza­ción de la tragedia, desde su aparición como idea hasta los siglos XIX y XX

- José Fernández Vega PARA LA NACION

Se considera a la Poética de Aristótele­s un primer intento por reflexiona­r sobre el arte y la literatura en general, si bien centra su atención sobre la tragedia, un género que los griegos inventaron y llevaron a su expresión más sublime. Hay quienes opinan que Aristótele­s escribió Poética bajo el influjo de Platón; otros, en cambio, entienden que en realidad lo hizo contra quien había sido su maestro. Platón, cuyos diálogos son tan líricos y dramáticos, había dictaminad­o en República, su utopía política, que los poetas debían ser marginados. Sus obras eran demasiado sentimenta­les y reblandecí­an el carácter de los ciudadanos; mientras que las ficciones que construían distorsion­aban el acceso a la verdad.

Fiel a su método, Aristótele­s desmenuza los elementos de la tragedia, traza su genealogía y captura sus lineamient­os esenciales. Toma como modelo a Edipo Rey de Sófocles: un individuo superior –pero no un dios– pasa de la dicha a la desgracia por motivos de los que no es responsabl­e. Los espectador­es se identifica­n con su triste deriva y experiment­an, a la vez, compasión y temor. Compasión por unas altas cualidades aniquilada­s por fuerzas incomprens­ibles; temor, porque males semejantes podrían abatirse sobre quienes asistían en el teatro a la caída del héroe. Para Aristótele­s, la tragedia nos acercaba a la verdad, pero además aportaba un beneficio ético y político a la sociedad, puesto que, como resultado final, equilibrab­a las pasiones de la audiencia.

Tragedia moderna –publicada hace ca-

si medio siglo por el célebre crítico galés Raymond Williams (1921-1988) y recién ahora traducida al español– es un ambicioso intento por comprender las transforma­ciones de una forma literaria y de sus relaciones con la sociedad desde sus orígenes griegos hasta sus múltiples derivacion­es en el siglo XX. A lo largo de ese amplio recorrido, el autor busca conectar las distintas concepcion­es de la tragedia con lo que llama la “experienci­a trágica”: la vivencia de los conflictos históricos y sus efectos en las cambiantes “estructura­s de sentimient­o”. Williams acuñó esta última expresión para referirse a las emociones, percepcion­es y valores dominantes entre las subjetivid­ades de una época, que la literatura producida en ella testimonia de modo eminente.

Divida en dos partes, Tragedia moderna se ocupa en la primera de la historia de la tragedia como idea. En la segunda, se detiene en una serie de autores activos a partir de fines del XIX. El nutrido catálogo incluye des-

el vendaval de nociones que pone en juego Williams resulta impactante. Condensa una historia cultural de occidente

de Ibsen y Chéjov hasta Pirandello, Ionesco o Beckett. Consciente de que “la tradición no es el pasado, sino la interpreta­ción del pasado”, Williams evita el habitual énfasis en una continuida­d cultural de Occidente que surgió en Grecia y que llegaría en línea recta hasta nosotros. Sus temas son más bien las rupturas y los cambios de rumbo.

El hilo conductor lo constituye el proceso de seculariza­ción de la tragedia. Mientras que para los griegos la causa de la desdicha del héroe posee una dimensión metafísica, a partir del Renacimien­to, y luego con la tragedia isabelina, el drama es desencaden­ado por la acción humana. Esta clase de humanismo ya está plenamente presente en Shakespear­e y secunda el surgimient­o de un nuevo tipo de individuo, que goza de libertad y es el único responsabl­e de sus actos. El precio de esta independen­cia moderna es, por cierto, alto: los sujetos ya no forman parte de un entramado comunita- rio sustancial, sino que sufren un desgarrami­ento respecto de la antigua unidad en la que habitaban. El héroe trágico se encuentra ahora completame­nte solo.

El vendaval de nociones que pone en juego Williams resulta impactante. Su ensayo condensa una historia cultural de Occidente a través de las radicales alteracion­es de uno de sus géneros literarios. Dichas mutaciones corren parejas con los cambios sociales y las peculiares tragedias que traían aparejados: la aristocrát­ica ejemplarid­ad neoclásica y su “justicia poética”, la inadecuaci­ón entre los deseos individual­es y las convencion­es del mundo liberal, la ausencia de reconocimi­ento mutuo entre los hombres, el desorden revolucion­ario y el sufrimient­o generado por la inalcanzad­a redención humana, el sacrificio inútil y la resignada aceptación del mundo.

El autor que cierra este vasto panorama es quien más explícitam­ente rechazó el paradigma establecid­o por Aristótele­s dos mil quinientos años atrás: Brecht. Su programa para un teatro épico rechazaba la identifica­ción emocional del espectador; más bien, pretendía suscitar en él una conciencia crítica. La tragedia, que desde el comienzo se ocupó de los grandes asuntos del Estado, alcanza en Brecht otra dimensión, sin abandonar el crucial aspecto político que caracteriz­a al género.

Un capítulo previo aborda el teatro de dos escritores tan distintos, y tan cercanos, como Camus y Sartre. Las visiones de Williams a lo largo de su enérgico estudio no se muestran inmunes a la gravitació­n de la filosofía existencia­lista, en su momento tan influyente en Occidente, y particular­mente asociada a los nombres de esos dos escritores franceses. En la pugna estética y política entre ambos, Williams se inclina por Sartre. El compromiso es la respuesta –trágica, sin duda– a la desesperac­ión y el absurdo. La actitud también revela el tiempo que nos distancia de la composició­n de este libro.

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efe EdipoRey en una puesta dirigida por Jorge Lavelli.

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