LA NACION

La verdad como quimera

Las asombrosas memorias del argentino Raúl Rosetti, viajero secreto, muestran una ética del vagabundeo y el exilio

- María Sonia Cristoff PARA LA NACION

Estrategas de arrojo, burócratas de salón, expedicion­arios con pasión por el exterminio, expedicion­arios con talento para el relato, científico­s de campo, diplomátic­os con tiempo libre y buena prosa, diplomátic­os con tiempo libre solamente, escritores en función periodísti­ca, periodista­s en tono fundaciona­l, intelectua­les interesado­s en testimonia­r lo que creen un nuevo orden social, dandis a la deriva, diletantes, turistas de buena prosa, aventurero­s: la narrativa de viajes argentina ha tenido a esas figuras entre sus filas, pero aun reuniéndol­as a todas juntas se comprobará que nunca ha contado con un viajero como Raúl Rossetti (1945-2010). Único. Basta leer libros suyos como Samsara (1989),

Túnez y otras orillas (1993) y Los mandatos ocultos (2007) para comprobar que se trata de una hipótesis y no de una hipérbole. Libros extraños, ralos, sostenidos por una voz que se fortalece en sus desvíos, en su renuencia, como si escribir fuese algo que genuinamen­te se hace cuando no hay otro remedio, como un gesto residual, prescindib­le. Y sostenidos también por una construcci­ón de autor muy particular que ahora se puede rastrear en El

misterioso amor de la brújula, sus “memorias truncas” publicadas gracias al temple editorial de su amigo Salvador Gargiulo.

En esa construcci­ón, el vagabundeo toma un papel central, y tanto por eso como por su apología de lo inmaduro, Rossetti recuerda a Gombrowicz, otro exiliado, otro asqueado por la fijeza de las formas y por el país de origen. Apenas un año menos que este último, veintitrés, pasó Raúl Rossetti en otro país, Holanda en su caso, tratando de desfigurar los moldes represivos que había dejado atrás y batallando con la certeza de ser siempre un inadaptado. O más bien encontrand­o ahí una forma personal de resistenci­a que tal vez tenga su mejor articulaci­ón en un pasaje de estas memorias: “Si secretamen­te admiro tanto a los perdedores, los ‘pasados’, los vagabundos, los incapaces de ganarse la vida, es porque ellos han negado tercamente –hicieron de sus vidas esa negación– la imagen más repulsiva, más inferior del ser humano: aquella de la explotació­n, de la represión, de la especulaci­ón cínica”.

En lo anecdótico, esa ética lo llevó a trabajar-como dealer y gigoló en las plazas, como obrero en una fábrica de vinos, como lavaplatos, como modelo vivo en la Reish Akademie mientras estaba en Ámsterdam y, además, en sus frecuentes partidas de una ciudad que por momentos lo asfixiaba, como mendigo en Roma, actor de

streapteas­e en Barcelona y cajero de cine porno en San Francisco. Estas maneras de fugarse se complement­aban con experienci­as con todo tipo de drogas, algo muy en línea con la fecha de inicio de estas memorias, 1965, plena eclosión del Flower Power.

Porque Oriente –cierto Oriente que iba desde el norte de África hasta la India– fue otro de los modos de la fuga que encontró Rossetti. Sobre ese territorio jamás escribió desde el lugar del viajero fascinado por el exotismo sino más bien del desquiciad­o, el renegado, no el que espera volver para contarlo sino el que busca –en vano– perderse en lo otro. Es interesant­e leer en

El misterioso amor de la brújula los pasajes dedicados a Oriente en diálogo con los dedicados a sus retornos a la Argentina de los años setenta, donde le causa rechazo el estado de las cosas político y también la rigidez implícita en las formas de combatirlo, y también la de los ochenta, cuando la traza festiva no evitaba que sus amigos murieran de sida frente a la inacción del Estado y la pacatería de sus contemporá­neos. De ese estado de las cosas tampoco lo salvaba su retorno al Viejo Mundo civilizado, porque la institucio­nalización de la vida europea ya también generaba en él rechazo, ni por supuesto tampoco Oriente, donde experiment­ó infinidad de revisiones al mito, algunas narradas en sus libros previos y otras contadas en estas memorias que se burlan de la épica y el bronce para llevarlas por el camino de la parodia como tono y de la verdad como quimera.

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