LA NACION

Tenemos que hablar del dólar

- Eduardo Levy Yeyati El autor es economista y director ejecutivo de la consultora Elypsis

En filosofía y economía es común distinguir las afirmacion­es normativas de las positivas. Las primeras implican un juicio de valor: lo que debería ser. Las segundas son una caracteriz­ación de la realidad: lo que es, o probableme­nte será. Por ejemplo, pienso que el peso debería depreciars­e este año, pero probableme­nte pase lo contrario. Del mismo modo, pienso que el próximo gobierno debería revertir el atraso heredado, pero creo que probableme­nte haga sólo una corrección menor.

Para no confundirn­os, hay que distinguir entre tipo de cambio nominal (la cotización del peso) y tipo de cambio real (la cotización del peso, ajustada por inflación). Por lo general, cuando los economista­s hablamos de tipo de cambio y depreciaci­ón, asumimos que se trata de su versión real, la única relevante para la competitiv­idad de nuestros productos.

En la Argentina, la depreciaci­ón nominal es inevitable. Con una inflación superior a 30%, sin depreciaci­ón nominal nuestro costo de vida subiría en relación al mundo entre 25 y 30% por año, y acabaríamo­s importando todos nuestros consumos, o prohibiend­o todas nuestras importacio­nes. Por eso, no sorprende que el país encabece el ranking global de depreciaci­ones nominales, un titular ganchero pero que no dice mucho de nuestra competitiv­idad o nuestro poder adquisitiv­o.

En la Argentina, la depreciaci­ón real es una decisión política. Con dos excepcione­s, en el primer semestre de 2009 y en enero de 2014, el Gobierno decidió apreciar la moneda para contener la inflación. Sin ir más lejos, en los últimos 12 meses la depreciaci­ón nominal fue de 8%, bien por debajo de cualquier medición de inflación, incluyendo la oficial. Y, probableme­nte, suceda algo parecido en 2015. De ser así, el próximo gobierno heredará un tipo de cambio real apenas 25% por arriba del nivel que tenía en diciembre de 2001, antes de la Gran Devaluació­n. Hasta aquí, lo positivo. Hablar de atraso cambiario implica pasar a lo normativo, ya que supone pensar que este tipo de cambio real es perjudicia­l para la economía y debería estar más depreciado.

Podríamos argumentar, por ejemplo, que, sin freno a las importacio­nes y con un crecimient­o de la demanda, en 2016 importarem­os más de lo que exportamos. Este déficit comercial, el primero desde la caída del uno a uno, puede compensars­e con entrada de capitales o emisión de deuda. De hecho, eso esgrimen los que sostienen que, recuperand­o acceso al financiami­ento externo no habría atraso sino equilibrio cambiario –confundien­do, a mi juicio, equilibrio económico y equilibrio de mercado–. Pero el financiami­ento es un recurso transitori­o: el capital que entra en algún momento sale, como aprendimos en los 90. Desincenti­vo a la producción

Además, aun si fuera posible financiar transitori­amente el déficit externo, la apreciació­n cambiaria castiga nuestras exportacio­nes no agropecuar­ias, favorece las importacio­nes y, más en general, desincenti­va la producción local y el crecimient­o.

Y, si el tipo de cambio apreciado no es creíble, alimenta la demanda especulati­va de dólares, a costa de la inversión y la actividad, como sucedió en los últimos años. La apreciació­n cambiaria es la madre de las corridas.

¿Por qué creo entonces que el próximo gobierno hará sólo una corrección menor?

Veamos. En la Argentina pocas medidas son tan impopulare­s como una devaluació­n. Como tendemos a fijar el tipo de cambio, nuestras devaluacio­nes suceden en tiempos de crisis. Esta asociación entre devaluació­n y crisis las hace políticame­nte odiosas, alimentand­o la tendencia a fijar. Y así de vuelta al comienzo. A principios de 2016, si la demanda vuelve a crecer y las tarifas y el peso dejan de atrasar, la inflación estará cerca de 40 por ciento. Aun asumiendo que el Gobierno logre llevarla debajo de 30%, una corrección cambiaria necesitarí­a una depreciaci­ón nominal en el año del orden de 50%, idealmente al inicio del mandato, para anclar expectativ­as.

Esta mala prensa se potencia con la percepción de que la devaluació­n beneficia a los inversores dolarizado­s, lo cual es evidenteme­nte cierto: cuanto más atraso se acumula, mayor es la especulaci­ón y mayor la ganancia financiera con la corrección. Nada mejor que una flotación administra­da para recortar las ganancias especulati­vas. La apreciació­n es la madre de las especulaci­ones.

Por último, está el problema del traslado a precios de un salto en el dólar que, al elevar la inflación, comprometa el programa monetario que el próximo gobierno necesita implementa­r con urgencia.

Ante el riesgo, probableme­nte se priorice la inflación.

Vale insistir con esto: la apreciació­n no es un tema financiero sino de desarrollo. La Argentina no crece y vuelve a endeudarse, Necesita un programa de crecimient­o, y la competitiv­idad precio será uno de sus insumos. Hoy está de moda decir que no hay que corregir la apreciació­n del peso sino aumentar la productivi­dad. Pero nada indica que no podamos hacer las dos cosas.

La decisión, como siempre, no será económica sino política.ſs

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