Inesperado cambio en el Colón
Lo que dejó la gestión de García Caffi; expectativas por la temporada
Como ajeno a las denuncias, agitaciones, operaciones e inquietudes profundas que atravesaron la vida argentina en este último tiempo, el mundo de la música clásica estaba ocioso e impertérrito, transcurriendo el silencio propio del receso veraniego. Hasta que, de repente, como para ponerse a tono de los grandes sacudones, desde la Secretaría de Medios del gobierno de la ciudad se informó que Pedro Pablo García Caffi presentó su renuncia a la dirección del Teatro Colón y que, para sucederlo, fue nombrado Darío Lopérfido.
Como novedades en sí mismas, ambas son tan sorprendentes como inesperadas. Por un lado, García Caffi se manejaba con muchísima seguridad en su cargo, proyectando temporadas y actividades a futuro. La presentación de la temporada 2015, sobre fin de año, podía ser tomada, incluso, como un nuevo testimonio de la ratificación de sus tendencias y sus modalidades. Nada hacía prever su alejamiento. Por el otro, la designación de Lopérfido no deja de ser inesperada, ya que el antiguo funcionario radical y aliancista, esencialmente un político, llevó adelante diversas tareas vinculadas con la gestión cultural, pero sin ningún antecedente conocido en el comando de un teatro lírico que, por lo demás –y no es poca cosa– es el Colón con todo lo de complejo y simbólico que eso significa. Ante esta doble primicia, corresponde resumir la actuación del renunciante y comentar algo sobre las expectativas o misterios que rodean al nuevo director.
Es indudable que la dirección de García Caffi en el teatro de la calle Libertad quedará bien prendida en la memoria por aciertos y concreciones importantes como también por concepciones y lineamientos largamente opinables. Pedro Pablo es conocido por su determinación e inflexibilidad en el momento de tomar decisiones. Después de la indolencia, la pasividad y la nada misma que fue la ¿gestión? de Horacio Sanguinetti al frente del Colón, su nombramiento pasó a ser sinónimo de la esperanza para acabar con un Colón cerrado y, prácticamente, sin actividad. Su primera tarea fue, así de sencillo, emprender los arreglos y la reapertura del Colón. Labor titánica que llevó adelante con firmeza, en tiempo y forma.
El día de la reapertura del Teatro Colón, exactamente con la celebración del Bicentenario, no sonaron obras de compositores argentinos sino de Tchaikovsky y de Puccini, toda una definición. Además, de esa función fastuosa y deslumbrante convocada por rigurosas invitaciones quedaron excluidos sus habitantes consuetudinarios o quienes pudieran sentir que ese teatro era suyo.
Para esa primera temporada, abreviada por cuestiones de almanaque, García Caffi ya dejó en claro que el Colón se iba a apartar de las modalidades de apertura hacia otros públicos, política que habían caracterizado a las gestiones más importantes que lo habían antecedido, en especial las de Luis Ovsejevich y la de la dupla Leandro Iglesias-Marcelo Lombardero. Al lado de la temporada lírica, cada vez con menos títulos y con la reaparición de la obligatoriedad de la etiqueta para las funciones del Gran Abono, y de un ciclo cada vez más breve de la Filarmónica de Buenos Aires, apareció la gran y simbólica novedad, el Abono del Bicentenario: opulento, carísimo. Para poder disfrutar de artistas de la valía de Yevgeny Kissin, René Fleming, Maxim Vengerov, András Schiff, Mariss Jansons, Martha Argerich o Daniel Barenboim, entre algunos más, había que pagar entradas a precios que excedían ampliamente a los que antes estos mismos artistas se abonan en los teatros del hemisferio norte.
Por fuera de los consabidos títulos líricos, hubo óperas disruptivas y al- gunas, muy pocas, con realizaciones brillantes. La cada vez más exigua cantidad de óperas –este año sólo habrá ocho– hizo que primaran, en general, la insatisfacción y la sensación de escasez, de falta de variedad y amplitud.
En los dos primeros años, para tocar con la Filarmónica, llegaron algunos nombres rutilantes para luego casi desaparecer. Que el abono 2015 de la orquesta porteña sume sólo catorce conciertos es un verdadero despropósito. En contraposición, el CETC y el Colón Contemporáneo fueron una suma de movidas interesantes, en su gran mayoría plenamente justificadas. Con todo, si hubo un espectáculo que puede resumir la megalomanía y una concepción cuanto menos discutible de lo que debería ser un teatro público, fue el fiasco del Colón Ring , esa reducción de la gran tetralogía de Wagner a lo largo de una larga única jornada, un espectáculo supuestamente magnificente con catering de lujo incluido y que concluyó por ser un fracaso artístico, de costo desmedido y de convocatoria mínima. Por lo demás, su autocontratación como régisseur en la temporada lírica, sin antecedentes ni talentos especiales, configuró una conducta altamente reprobable.
Su estilo confrontativo no atenido a diálogos generó varios conflictos tal como fue señalado en la edición de ayer. Pero esa distancia y el destrato con el que se relacionó con los músicos, cantantes y bailarines de los cuerpos estables concluyeron por resentir la disposición hacia mejores realizaciones y, por ende, se tradujo en un nivel artístico y musical que no fue el óptimo. En sus últimas funciones del año pasado, silenciosos y desde sus lugares en el escenario o en el foso, los músicos de la Filarmónica y de la Estable optaron por exhibir letreros en los que decían “Basta de maltrato”. Y más allá de la mejor profesionalidad, es raro que quien se sienta agraviado pueda ofrecer lo mejor de sí.
Si bien puede exhibir mucha actividad en el ámbito de la gestión cultural, Darío Lopérfido es un político que ha arribado a la dirección del Colón. Con todo el crédito por delante, hombre de muchas ideas y de un perfil no confrontativo, es de esperar que a su amor o pasión por la música le sepa agregar el mejor asesoramiento para poder manejarse de la mejor manera en la conducción de un teatro lírico y sinfónico sumamente complejo.