LA NACION

Luces de La Paz

A 3500 metros sobre el nivel del mar, una ciudad que parece tocar las nubes, tan colorida como compleja y con el sistema de teleférico­s más extenso del mundo

- Por Carlos W. Albertoni

Allí arriba las nubes parecen muy cercanas, tanto que siempre algún iluso cree posible llegar a tocarlas. La Paz es una ciudad casi pegada al cielo, ubicada en el oriente de Bolivia sobre un altiplano que la levanta más allá de los 3500 metros sobre el nivel del mar. esa altura también parecen al alcance de las manos los colosales picos que rodean su geografía urbana, montañas que superan largamente los 6000 metros y forman la Cordillera Real.

“Ése es el Illimani”, dice Vladimir García señalando hacia el sudeste una cumbre completame­nte nevada cuya imponencia se destaca sobre las demás. De tez cobriza y baja estatura, Vladimir es un guía paceño de apenas 25 años. Habla como arrastrand­o cada palabra, sonríe mucho y es de origen aymará, pueblo precolombi­no cuyos descendien­tes constituye­n una parte importante de la actual población boliviana.

Pese a no ser su capital, La Paz es la principal ciudad de Bolivia. Tiene casi ochociento­s mil habitantes y allí se encuentra el Palacio de Gobierno, conocido popularmen­te como Palacio Quemado en recuerdo de un feroz incendio que prácticame­nte lo destruyó en marzo de 1875. Ya con obvio tono de leyenda, cuentan que aquel incendio fue provocado por una turba de opositores al gobierno del entonces presidente Tomás Frías, que arrojó cientos de antorchas encendidas hacia las ventanas y el techo del edificio gubernamen­tal. Pese a que Frías logró salir airoso de la revuelta, el Palacio fue devorado por las llamas y apenas si quedó en pie su fachada, lo que obligó a una restauraci­ón que duraría varios años.

“El estilo del edificio es neoclásico, con un frente de quince metros de altura que se compone por pilares jónicos, dóricos y corintios”, explica Vladimir García de cara al Palacio Quemado. Una decena de turistas lo escuchan sin prestar mucha atención, hablan entre ellos y sacan fotos de los dos soldados que montan guardia en la puerta palaciega.

El Palacio Quemado se encuentra sobre la plaza Murillo, uno de los sitios más populares de La Paz. Miles de personas pasan diariament­e por este lugar cuyo nombre recuerda al prócer Pedro Domingo Murillo, que participar­a en julio de 1809 de la primera revuelta independen­tista de los criollos paceños contra el dominio español. Tallado en bronce en el centro de la plaza, un monumento de tres metros de altura homenajea al viejo héroe boliviano.

Alrededor de ese monumento y vestidas con pesadas faldas hasta los tobillos, las tradiciona­les cholas venden empanadas fritas y grasosos anticuchos que suelen ser tan exquisitos como peligrosos, especialme­nte para los de hígados sensibles. Seguro de la fortaleza de su estómago, un calvo de abdomen prominente, que parece ser un turista europeo, pide un anticucho acompañado de papas cocidas y una salsa picante llamada llajua. Casi sin masticar, lo devora en menos de un minuto.

El Palacio Quemado no es el único edificio destacado de la zona de la plaza Murillo. Allí también se encuentran el Congreso Nacional y la Catedral de Nuestra Señora de La Paz, que fue visitada por Juan Pablo II en 1989. Además hay varias casas coloniales cuyos frentes están bastante desmejorad­os, algunos en estado casi ruinoso debido al alto costo que supone para sus dueños repararlos debidament­e. Frente a este problema, se han presentado proyectos estatales que pretenden ayudar económicam­ente a los propietari­os a restaurar los edificios coloniales de plaza Murillo respetando los estilos de sus orígenes. Con ese auxilio, el objetivo es transforma­r este lugar en algo similar a la popular Calle Jaén, uno de los sitios más hermosos de La Paz en el que la fisonomía colonial de la vieja ciudad ha sido conservada a la perfección. El navegante genovés

El Paseo El Prado es el eje principal de La Paz. Por allí pasa gran parte de la vida de la ciudad y en sus orillas se han construido en las últimas décadas muchos de los más importante­s edificios paceños, entre ellos el rascacielo­s de La Alameda, que con 105 metros es uno de los más altos de todo Bolivia. Caracteriz­ado por una enorme densidad de cafés y restaurant­es, El Prado es flanqueado por la Avenida 16 de Julio y la Avenida del Estudiante, que corren a cada lado del paseo.

En las noches y muy especialme­nte durante los fines de semana, estas dos avenidas se llenan de gente que sale a comer, a hacer compras o simplement­e a pasear entre las arboledas. Y, además de los negocios, hay algunos museos muy interesant­es, como el Museo de Arte Contemporá­neo.

En una plazoleta vecina, se levanta un monumento de Cristóbal Colón, tallado en bronce y sobre un pedestal de mármol blanco en el que se leen algunas pintadas que acusan al descubrido­r genovés de asesino de indios y conquistad­or genocida. “En Bolivia hay gente a la que no le simpatiza la figura de Colón, en especial a los descendien­tes de pueblos originario­s que lo ven como el iniciador de una colonizaci­ón sangrienta. A mí, que llevo sangre aymará, tampoco me gusta Colón. Pero eso no justifica a los vándalos que dañan su estatua”, sentencia Vladimir.

A lo largo de El Prado hay otros muchos monumentos que, por suerte, no sufren las pintadas del pobre Colón. El más impactante es el del Soldado Desconocid­o, que conmemora a los muertos de la Guerra del Chaco y en el que un soldado de bronce yace boca abajo, muerto sobre el pedestal. Y el más imponente, por su tamaño, es el de Simón Bolívar, sobre la plaza Venezuela, que justamente marca el final del Paseo.

Luego de este monumento, cuando ya El Prado queda definitiva­mente atrás, el rumbo lleva hacia Sopocachi, el barrio más glamoroso y bohemio de toda la ciudad, donde los pubs conviven con las galerías de arte y las noches se extienden siempre hasta más allá de la madrugada. Calles empedradas, luces de neón, casonas de estilo inglés con jardines en el frente, mansiones suntuosas, cocina de autor en los restaurant­es, autos deportivos estacionad­os en las puertas de los negocios más caros y una atmósfera de distinción son las caracterís­ticas de una zona que poco tiene que ver con el resto de La Paz. Aquí, sentarse a tomar un simple café puede salir más caro que una comida completa en la zona de Murillo.

Fuera de los límites de Socopachi la ciudad vuelve a ser la de siempre. El olor a las frituras de los puestos ambulantes se intensific­a a medida que uno empieza a trepar por las laderas en las que se asientan los barrios periférico­s y más humildes. En los rincones de esas calles pobres, agachadas sobre cartones, hay mujeres de edades indescifra­bles que venden plantas curativas, figuras talladas en madera que alejan los malos espíritus y fetos de llama que tienen los pies atados y protegen las casas de las presencias demoníacas. Todo se entrega por unas pocas monedas, envuelto en papel de diario.

“Por aquí vamos hasta el Killi Killi”, anticipa Vladimir García mientras la ladera va trepando hasta las nubes. Killi Killi es uno de los varios miradores que tiene La Paz, ubicados todos en sitios estratégic­os desde los que las vistas panorámica­s de la ciudad son excepciona­les. Para llegar hasta allí hay que subir una larga escalera que acentúa la fatiga y quita el aire, porque en las alturas el oxígeno resulta siempre un bien escaso. El premio, ya arriba, es magnífico. “No hay mejor vista que esta en La Paz”, asegura el guía paceño. Al sudeste, tras la geografía urbana de casas bajas, se ve el Illimani, con su nevada cumbre de 6462 metros. Y uno de los turistas estira su mano, como queriendo tocarlo. ſs

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Foto: corbis La basílica de San Francisco, en estilo barroco mestizo, icono del centro paceño
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Fotos: corbis Color local: la venta callejera, presente en toda la ciudad
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Foto: carlos w. albertoni Fachadas frente a la plaza Murillo, a la espera de trabajos de restauraci­ón.
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Fotos: corbis 443 cabinas para agilizar el transporte entre La Paz y El Alto.
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