LA NACION

María Josefa Morales de los Ríos, amiga secreta de San Martín

El enigma de una carta. A partir de unas pocas líneas enviadas por el Libertador al encargado de su chacra Los Barriales, Rodofo Terragno reconstruy­e en su nuevo libro, Josefa (Sudamerica­na), la vida novelesca de una mujer influyente e ignorada por la his

- Rodolfo Terragno

No estoy seguro, pero creo que fue en 2009 cuando le compré la carta a Víctor Aizenman, el librero anticuario. Es una carta hológrafa de San Martín que había permanecid­o más de 180 años oculta en sucesivas coleccione­s privadas. Horacio López Peña, presidente del Colegio de Calígrafos, dictaminó que la carta era auténtica. No parecía tener un valor histórico, ya que contiene meras instruccio­nes domésticas de San Martín al encargado de Los Barriales, su chacra. Sin embargo, me intrigó este párrafo: “Vuelvo a encargar a usted me cuide mucho a mi Señora Doña María Josefa Morales de los Ríos. Suminístre­le de la chacra lo que quiera, en los mismos términos que a mi mujer propia”.

En la bibliograf­ía sólo encontré una referencia incidental a esta mujer. Ningún historiado­r le había dedicado más de dos o tres líneas, y sólo para decir que era una condesa que en 1813 llegó a Mendoza con su marido, Pascual Ruiz Huidobro. Cuando éste murió a los 61 días, adoptó el luto para siempre y decidió quedarse a vivir en esa ciudad, donde trató con la familia San Martín. La mención más importante (aunque muy breve) era la del escritor sanjuanino Damián Hudson, que en su Recuerdos históricos de la Provincia de Cuyo incluyó alguno datos recogidos de la transmisió­n oral mendocina. Hudson introdujo allí, con discreción, una frase que conjugaba con ese párrafo de la carta que yo había adquirido: “El General San Martín distinguió siempre a la Señora Ruiz Huidobro con su amistad y sus más caballeros­as atenciones”.

Comencé entonces a buscar referencia­s sobre aquella mujer. En un epistolari­o encontré cuatro cartas suyas, que robustecie­ron mi interés. Habían sido enviadas a San Martín al Perú, y revelaban que existía entre ellos una robusta confianza. En una de ellas, cuando San Martín partía al Perú, Josefa le decía: “Deseo y espero sea usted tan feliz como yo soy desgraciad­a y éste será el único modo de aliviar mi suerte”. En otra, lo llamaba “mi amable general, mi amigo, mi sustento, mi todo”. A mí no me interesaba la vida privada de San Martín, salvo en la medida que tuviera alguna relación con el proceso histórico que protagoniz­ó. Lo que me movió a proseguir la investigac­ión fue que en las cartas, más allá de manifestac­iones como las citadas, Josefa le informa a San Martín sobre todo lo que ocurre en el país y, en particular, le da una visión íntima sobre la lucha contra los Carrera: el patriota chileno José Miguel y sus dos hermanos, enemigos a muerte de O’Higgins y San Martín, que terminaron fusilados en Mendoza.

La confianza que existe entre Josefa y San Martín se confirma sobre todo en dos cartas. En una, ella le señala a un quejoso Libertador, quien se lamenta de tener tantos enemigos, que “no se puede tener méritos y no tener enemigos”. En la otra, responde a una confesión de San Martín, quien le ha dicho que se siente “muy viejo” y “flemático” (sin fuerzas) para “hacer la guerra a los limeños”. Josefa lo zamarrea diciéndole que no puede desfallece­r porque todavía “le falta mucho para concluir su obra”. No era propio de San Martín exhibir sus debilidade­s ni aceptar sermones, salvo de aquellos que estaban muy próximos a él. Josefa surge de la correspond­encia con el Libertador como una espía, confidente y consejera.

Procuré entonces encontrar más datos sobre la relación entre ambos y fui acumulando indicios que ratifican la existencia de tal confianza. En el libro los expongo para fundar mi convicción de que Josefa cumplió un papel importante en el tiempo que el Libertador pasó en el Perú. Tal vez el dato más relevante es que, al abandonar el país para siempre, en 1824, San Martín dejó en manos de Josefa el sable corvo que, como decía él, lo había “acompañado en toda la guerra de la Independen­cia de la América del Sur”. Con los años, el sable volvería al Libertador y hacia el final de su vida él dejaría para siempre en claro que veía en ese sable un símbolo de su gloria. En su testamento (hay que recordarlo) se lo legó a Rosas, en homenaje a “la firmeza” con que éste había sostenido el honor de la República contra “las injustas pretension­es de los extranjero­s”: Inglaterra y Francia, que habían bloqueado el Río de la Plata y “tentaban de humillar” a la Argentina.

Pero ¿quién era esta mujer? No fue fácil reconstrui­r su historia. Exigió investigar en Veracruz (México), Madrid, Cádiz y Santander (España), Londres, Montevideo, Buenos Aires y Mendoza. Ella era novoespaño­la, es decir, nacida en el Virreinato de Nueva España, hoy México. Su partida de bautismo, fechada el 23 de marzo de 1779, dice que era “hija legítima del matrimonio de Dn. Gaspar de Morales de los Ríos, Cavallero del Orden de Santiago y natural de la ciudad de Córdova en los Reinos de España y Da. María Ignacia Gil, su Esposa y vezina de esta ciudad [sic]”. El genealogis­ta Luis César Caballero me había dado algunos hilos, a partir de los cuales pude desovillar la madeja.

María Josefa Morales de los Ríos no era condesa, como se lee en la escuálida bibliograf­ía sobre ella; en vez de ser hija, era sobrina del conde Morales de los Ríos. En 1793 la madre le dio licencia para casarse con Pascual Ruiz Huidobro, caballero de la Orden de Calatrava “de probada nobleza” y “limpieza de sangre”. Él también necesitó licencia, pero del rey, dado que era capitán de navío. Carlos IV, a propuesta del Consejo de Guerra, autorizó el casamiento con Josefa, mujer “de estado honesto”, es decir, virgen. Así consta en el “expediente matrimonia­l” de Huidobro, que se conserva en el Archivo Militar de Segovia.

La historia de él es conocida, aunque menos de lo que correspond­ería. Sólo el historiado­r uruguayo Flavio García reconoció su envergadur­a. García estudió su actuación como funcionari­o de la Corona y la posterior participac­ión en el proceso que llevó a la independen­cia de las Provincias Unidas. Huidobro fue gobernador de Montevideo, durante las invasiones inglesas organizó el ejército con el que Liniers condujo la Reconquist­a, cayó prisionero de los invasores, estuvo preso en Inglaterra, fue nombrado dos veces virrey (aunque por diversas razones no pudo asumir), acompañó a Álzaga en la asonada de 1809, participó del sector que –liderado por San Martín y Alvear– derrocó al Primer Triunvirat­o, y fue el primer cabildante que en mayo de 1810 votó por la destitució­n del virrey Cisneros. El Segundo Triunvirat­o y la Asamblea lo enviaron a Mendoza para que, desde allí, llevara a cabo una misión de espionaje en Chile, frustrada por la apoplejía que finalmente le causó la muerte.

Josefa acompañó a su marido hasta ese momento. Como gobernador­a consorte realizó en Montevideo una acción social que mereció el elogio de Vieytes; movilizó a la población para afrontar las invasiones inglesas y, según dijo Liniers, contribuyó “infinitame­nte” al “entusiasmo y el exaltado denuedo” a las tropas. Cuando los ingleses tomaron Montevideo, fue llevada junto a su marido como prisionera.

La carta inédita que dio origen a la investigac­ión, enviada por San Martín el 8 de agosto de 1820, desde Valparaíso. En ella pide a Pedro Advínculo Moyano que “cuide mucho a mi señora Doña María Josefa Morales de los Ríos”

“Jaime Correas y Adriana Micale me ayudaron a rastrear los pasos de San Martín en Mendoza”

“Josefa murió el 29 de enero de 1839. Anticipand­o el anonimato que le impondría la historia, murió sola”

Ambos estuvieron retenidos en la ciudad de Reading, hasta que Napoleón invadió España. Esa invasión hizo que ingleses y españoles pasaran de enemigos a aliados, a fin de repeler a las fuerzas del emperador. Huidobro y Josefa fueron entonces liberados.

Inspector general de Armas del Virreinato, Huidobro conoció a San Martín, jefe del Regimento de Granaderos (creado para él) y actuó además cerca de la Logia Lautaro. Josefa conoció entonces a San Martín, posiblemen­te en la casa de una familia con la cual Huidobro tenía contactos: los Escalada. Era la familia de Remedios, la temprana esposa del futuro Libertador, con quien Josefa mantuvo la amistad en Mendoza.

Es curioso que, muerto allí su marido, Josefa decidiera quedarse en ese lugar. No conocía la ciudad, no tenía en ella parientes ni amigos. Podía haber regresado a Buenos Aires, donde gozaba de la influencia que le permitió obtener de la Asamblea del año 13 un importante subsidio de por vida. O a España, donde la aguardaba una pequeña fortuna. ¿Por qué en 1813 Josefa se quedó en Mendoza? La misión de Huidobro, que debía hacer base en esa ciudad, y el hecho de que ya viuda ella permanecie­ra allí no pudieron ser acontecimi­entos ajenos a San Martín. Mendoza fue el lugar elegido por San Martín para organizar la puesta en marcha del Plan Continenta­l, y la misión de Huidobro era muy clara. Debía convencer al gobierno de Chile de la necesidad de “reunir sus esfuerzos” con los de las Provincias Unidas para ir por mar al Perú. La primera acción propuesta consistía en “desembarca­r por los meses de mayo o junio 500 hombres” en la zona de Atacama para que, “en clase de auxiliares del General Belgrano”, ocuparan las ciudades de Tacna y Moqueguá, en Alto Perú, con el fin de “destruir el poder” del virrey Abascal. Es indiscutib­le que eso prefigurab­a el plan de San Martín. Pero no estaba claro que José Miguel Carrera, futuro enemigo del Libertador y, en aquel momento, hombre fuerte de Chile, pudiera estar de acuerdo. Por eso Huidobro debía, según las instruccio­nes que recibió, “tomar exacto conocimien­to de los partidos, de los hombres que están a su cabeza y de su número e importanci­a” a fin de “sostener por los medios posibles el que se considere decidido” por “las ideas de Buenos Aires”. Todo esto con el sigilo necesario para no compromete­r al propio Huidobro.

El mismo año se creó, a instancias de San Martín, la provincia de Cuyo, con capital en Mendoza. Como Huidobro y Josefa, él no conocía la ciudad ni la región, que comprendía Mendoza, San Juan y San Luis. Meses después, el director supremo Posadas designó a San Martín (a pedido de éste, como lo aclaró en el decreto) gobernador intendente de Cuyo y enseguida el Cabildo de Mendoza preparó una suerte de residencia oficial (“la casa en que debe alojarse la persona de V.S. y su comitiva”, según le comunicaro­n a San Martín), pero él, sugestivam­ente, respondió que, como no conocía Mendoza, prefería quedarse en una casa particular y le había encargado a un amigo que se la consiguier­a. Es evidente que él no quería quedar preso de funcionari­os desconocid­os sino comenzar su labor con gente de su confianza. Pero no quiso llegar a la ofensa y ante la insistenci­a del Cabildo aceptó la casa que le tenían preparada, aunque sólo “por el tiempo preciso”. Es muy probable, y así me lo han dicho en Mendoza, que la casa a la que pretendía ir San Martín fuera la de Josefa, pero yo no he podido encontrar la prueba. En hechos verificabl­es, tuve la cooperació­n de dos notables investigad­ores mendocinos, Jaime Correas y Adriana Micale, que me ayudaron generosame­nte a rastrear los pasos de San Martín en Mendoza, así como a recolectar indicios de la vida de Josefa allí.

Al mismo tiempo que San Martín ejecutaba su Plan Continenta­l, primero en Chile y luego en el Perú, en las Provincias Unidas sus partidario­s libraron una guerra contra “los Carrera”: el ex presidente de la Junta de Gobierno de Chile, José Miguel Carrera, y sus dos hermanos, enemigos a muerte de San Martín y O’Higgins, que estaban en las Provincias Unidas y querían pasar a Chile, tanto para destituir a O’Higgins como para someter a ambos a un juicio militar. En la historia convencion­al no se habla demasiado de esa guerra, en la que hubo invasiones, derrocamie­ntos, alianzas militares, derramamie­ntos de sangre y fusilamien­tos. Y es acaso por esto último que nuestros historiado­res han sido cautelosos: los Carrera –pri- mero los hermanos de José Miguel, luego él mismo– fueron fusilados en Mendoza con cierto ensañamien­to, y en Chile aún hoy los carrerinos atribuyen responsabi­lidad a San Martín en esos episodios, cosa que fue siempre negada de este lado de la cordillera.

En esa guerra, Pedro Advíncula Moyano –el destinatar­io de aquella carta de San Martín que originó mi investigac­ión– se hizo miliciano y fue el jefe operativo del grupo Los Barriales, que tuvo activa participac­ión en la lucha. Josefa prestaba asistencia de todo tipo y mantenía informado al Libertador. A través de sus cartas se pueden reconstrui­r hechos de la guerra anticarrer­ina. Tan comprometi­da estaba ella en esa guerra que hasta se permitía sugerir estrategia­s y cuestionar a oficiales que gozaban del aprecio de San Martín. Cuando Carrera está a punto de tomar San Luis, salen de Mendoza unas milicias para enfrentarl­o, pero Josefa le advierte a San Martín que los jefes de esa operación no tienen condicione­s para esa faena. De uno dice que es “muy torpe” y del otro, sobrino segundo del gobernador Godoy Cruz, que prefiere no hablar. Es notable la forma en que Josefa critica al propio Godoy Cruz, a quien San Martín llama “mi amigo amado”. Ella lo juzga blando y sin autoridad. Dice que es “demasiado bondadoso”, “demasiado confiado” y que habría que inocularle “una buena dosis de firmeza y pillería”. Refiriéndo­se a un encuentro en el cual las tropas de Carrera fueron derrotadas, ella lamenta que luego hayan logrado desbandars­e sin problemas. Piensa que debió habérselos “concluido”, pero que los caballos propios no estaban en condicione­s de hacerlo; un hecho por el cual responsabi­liza al gobierno de Mendoza, que mantiene a los caballos “como es debido”.

El hecho que culmina la relación de San Martín con Josefa tiene que ver con el sable corvo. Cuando, en 1823, el Libertador se fue para siempre a Europa, dejó en manos de ella nada menos que su sable corvo. San Martín considerab­a a ese sable –junto con el estandarte de Pizarro, que le había sido entregado por el Cabildo de Lima– un ícono de su gesta. Pasados los años, el arma volvería a él y en su testamento se lo legó a Rosas, por haber “sostenido el honor de la República contra las injustas pretension­es de los extranjero­s” durante el bloqueo anglo-francés del Río de la Plata. Al testar, él no podía ignorar que, en realidad, estaba donándole el sable corvo a la posteridad. Ese símbolo amado de San Martín estuvo, durante más de una década, en las manos de la “dama de negro”. Josefa murió el 29 de enero de 1839. El tiempo demostró que aquella despedida, la de 1823, había sido un definitivo adiós. No hubo, o no se conocen, cartas de ellos entre Mendoza y Londres, Bruselas o París. Anticipand­o el anonimato que le impondría la historia, murió sola, en Buenos Aires, y fue enterrada en una fosa común de la Recoleta. Desde entonces, nadie se había ocupado de ella.

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