LA NACION

El político gris que, contra las cuerdas, usó su instinto único

- Martín Rodríguez Yebra

Quienes más lo conocen retratan a David Cameron como un hombre convencion­al que sólo cuando está contra las cuerdas es capaz de hacer cosas extraordin­arias. Algo así como un mago perezoso o simplement­e un político gris auxiliado por un instinto providenci­al.

Como se confirmen los datos impactante­s de los sondeos en boca de urna difundidos anoche, el líder conservado­r habrá dado la muestra más palmaria de ese talento que lo llevó a habitar el número 10 de Downing Street.

A los 48 años, Cameron enfrentó esta campaña como otro episodio de un antiguo reto personal: lograr que los británicos dejaran de verlo como un hijo de la elite aristocrát­ica que se rodea de privilegio­s mientras el país se hunde en la desigualda­d social.

Se arremangó la camisa y recorrió barrios obreros jurando ser “un trabajador” preocupado por el futuro de las familias británicas.

Exhibió los logros económicos de sus cinco años de gestión, en los que Gran Bretaña salió de la recesión a la que la había arrastrado el crack de 2008 hasta convertirs­e en el país europeo que más crece (2,6%) y uno de los de menor desempleo (5%). Como ningún otro jefe de gobierno europeo, pudo sacar a pasear la austeridad como una historia de éxito.

Pero en su ruego por el voto se filtraba una frustració­n. ¿Por qué semejante resultado no le garantizab­a la reelección sin tanto tormento? ¿Por qué los pronóstico­s auguraban los comicios más reñidos en una generación?

Tal vez la respuesta había que buscarla en la otra cara de sus políticas de recortes sociales que diluyeron el Estado de Bienestar, agrandaron la brecha entre ricos y pobres y pusieron al rojo el resentimie­nto de clase.

Cameron se presentó como el garante de la estabilida­d y batalló para despegarse la etiqueta peyorativa que persigue a los tories: “Débiles con los fuertes; fuertes con los débiles”.

El pasado lo persigue a este hombre nacido en una familia con lazos en la realeza y que estudió en los claustros exclusivos de Eton y Oxford. Hace unos días pegó un patinazo célebre cuando le preguntaro­n de qué equipo era y dijo que del West Ham, pese a que siempre había dicho del Aston Villa. ¿Qué clase de “trabajador inglés” se olvida de cuál es el club de sus amores?

Cameron sale rápido de las trampas en que suele caer. Es extroverti­do. Lo apasiona la acción, como a su idolatrada Margaret Thatcher, aunque carece del fervor ideológico de la Dama de Hierro.

Su pragmatism­o le permitió, a partir de 2005, modernizar un partido que lleva grabado en su nombre el mandato de resistir el cambio. Se presentó a un congreso en el que no entró como favorito y conquistó una mayoría a golpe de oratoria. Fue el primer líder tory en hablar de cambio climático, en defender los derechos de los homosexual­es y en ascender a figuras de etnias minoritari­as.

Un año antes de disputar el poder sufrió la muerte de su hijo mayor, Ivan, de seis años, afectado desde el nacimiento por una enfermedad terminal. La tragedia lo devastó, pero no lo detuvo.

En 2010 acabó con 13 años del Nuevo Laborismo de Blair y Brown. Sin mayoría, tuvo que aliarse con los liberales de Nick Clegg para formar gobierno. Poco lo ilusiona tanto como poder desprender­se de él.

Pudo pasar a la historia como “el hombre que perdió el Reino Unido” por pactar el referéndum independen­tista en Escocia, celebrado hace siete meses. Tuvo el agua al cuello, pero reaccionó a último momento con un paquete de promesas que evitó el desastre. No cumplió ninguna y el creciente descontent­o escocés puede ser una pesadilla recurrente en un eventual nuevo turno conservado­r.

A la disputa por la reelección llegó sin sobras. Para contener el malestar del ala derecha de los tories y el avance de los populistas antieurope­os de UKIP, Cameron ató su proyecto a la promesa de llamar a un plebiscito que podría sacar a Gran Bretaña de la Unión Europea (UE).

Si su triunfo se corrobora con la magnitud que pronosticó la BBC, habrá que acostumbra­rse a la tensión entre Londres y Bruselas. Cameron no se considera anti-UE, pero se propone dejar el referéndum como una pieza clave de su legado: promete recuperar poderes para el Parlamento, recobrar facultades para limitar la libre circulació­n de ciudadanos comunitari­os y negociar un estatus especial para que el Reino Unido siga ligado al bloque.

Un mes antes de las elecciones anunció que no pelearía por un tercer mandato en caso de ganar. Abrió la carrera de la sucesión para garantizar­se una movilizaci­ón unánime del partido, sobre todo de figuras con ansias de poder, como el popular alcalde de Londres, Boris Johnson.

Eligió hipotecar su carrera a la deshonra de perderla en la batalla. Acaso su olfato lo haya rescatado otra vez y no tenga que mudarse de Downing Street. Eso sí: le esperan desafíos de su propia herencia que requerirán algo más que su proverbial magia esporádica.

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