LA NACION

Vik Muniz. “Soy un Robin Hood del arte”

De Río a Buenos Aires. Se crió en una favela y hoy sus obras se cotizan en cientos de miles de dólares; fotógrafo consagrado en la arena internacio­nal, patentó un método de registro que lo vuelve único. Por primera vez llega a la Argentina una muestra de

- Alberto Armendáriz | correspons­al en brasil

Como sucede con su ambigua obra, nada acerca de Vik Muniz es lo que parece a simple vista. “Perro feroz”, advierte un cartel sobre la entrada de su atelier en el barrio carioca de Gávea, pero cuando se abre el portón el temido can no está por ningún lado –no existe– y el propio artista –cuyo nombre real es Vicente José de Oliveira Muniz– da la bienvenida con una cálida sonrisa mientras comparte bromas con unos obreros que trabajan en la calle.

Su documento asegura que tiene 53 años, pero la vitalidad que irradia lo hace parecer una década más joven. Bronceado, con barba de un par de días, descalzo y vistiendo unos jeans gastados con una remera azul petróleo, cualquiera pensaría que lleva a la perfección el look del “garoto do Rio” distendido… aunque en realidad es paulista. Quien escuche la naturalida­d con la que menciona los cientos de miles de dólares que han alcanzado sus fotografía­s en las subastas nunca sospecharí­a que creció pobre en una favela.

En una primera impresión, sus ojos se ven verdes, pero mientras habla y gesticula, la luz los vuelve por momentos azules, por momentos grises. Podría creerse que su personalid­ad relajada responde a su actividad bohemia pero, una vez en el estudio, se revela como un profesiona­l minucioso que comanda con confianza a un ejército de asistentes tanto en Río como en Nueva York, mientras sigue al pie de la letra el calendario escrito sobre una pizarra. En las próximas semanas viajará a Moscú, Hong Kong, París, Miami… y Buenos Aires.

Sí, finalmente, Vik Muniz, uno de los artistas contemporá­neos brasileños más destacados del mundo, reconocido por sus collages de materiales inusitados –azúcar, fideos, basura, chocolate, juguetes, mermelada, diamantes–, que recrean legendaria­s imágenes, expondrá en la Argentina. Será a partir del 21 de mayo en el Centro de Arte Contemporá­neo del Museo de la Universida­d Nacional de Tres de Febrero (Muntref), con una amplia retrospect­iva sobre sus casi tres décadas de carrera.

Al propio Muniz, que tiene obras en las coleccione­s de los museos Metropolit­ano, Guggenheim y MoMA de Nueva York, en la Tate Gallery de Londres, en el Centro Pompidou de París y en el Museo de Arte Contemporá­neo de Tokio, aún le cuesta creer que haya tardado tanto tiempo en presentars­e en Buenos Aires, ciudad que le encanta, y que cada vez que visita le recuerda a uno de sus escritores favoritos: Jorge Luis Borges.

“¿La gente me conocerá allá? –duda durante una larga entrevista con adncultura–.Tengo mucho contacto con argentinos relacionad­os con el mundo de las artes, coleccioni­stas y artistas, pero no tengo experienci­a con el público allá. ¡Nunca expuse en Buenos Aires!”

Muniz asegura que no tiene expectativ­as sobre la cantidad de público que concurrirá a la muestra, pero sí le encantaría que acuda una gran variedad de personas, tanto conocedore­s de arte como gente que no está acostumbra­da a visitar museos. “Eso es lo que más me interesa, llegar a un público bien diverso. Cada vez que voy a Buenos Aires, me encuentro con tantas personas que estudiaron arquitectu­ra o psicología que siempre puedo tener conversaci­ones fantástica­s con los porteños. Así que estoy seguro de que allí habrá gente así que irá a ver la exposición. Pero me interesa también que la vean personas que no tienen normalment­e una relación con el arte, como mis padres, que la primera vez que visitaron un espacio artístico fue para ver una exposición mía. A ellos les debo que mis obras puedan ser accesibles para un público más amplio”, explica.

Nacido en 1961, Muniz creció en la periferia trabajador­a de San Pablo, más exactament­e en la favela de Jardim Panamerica­no. Inquieto, se interesó primero por la publicidad, luego por el teatro y la escenograf­ía, más tarde por la literatura y la filosofía; fue escultor antes de dedicarse de lleno a fotografia­r sus propias obras, que tienen elementos de collage y de instalacio­nes. De chico no soñaba con ser artista, pero la oportunida­d le llegó de golpe: tenía veintidós años cuando, al intentar poner fin a una pelea callejera, recibió por accidente un balazo en una pierna. Para evitar una denuncia, el agresor le pagó una suma de dinero con la que él decidió comprarse un pasaje de avión y volar a explorar Nueva York.

La exploració­n se demoró treinta años. Quedó fascinado con los museos de la Gran Many zana y fue entonces cuando empezó a meterse en el mundo del arte, dando sus primeros pasos como escultor minimalist­a mientras trabajaba en una tienda de marcos para cuadros. Allí, radicado en Brooklyn, vivió con sus dos primeras esposas –ambas artistas–, madres de sus hijos Gaspar y Mina. Ahora, mudado a Río desde hace un par de años, está casado con la empresaria de marketing Malu Barreto, con quien tuvo a su hija más pequeña, Dora.

No fue sino hasta 1996 cuando Muniz descubrió una fórmula que le cambiaría su carrera su vida. Que le abriría las puertas de los principale­s museos y coleccione­s del mundo, le permitiría dirigir un documental sobre fútbol (This Is Not a Ball, 2014) y tener unos cien mil seguidores en su cuenta de Instagram; le traería acuerdos artísticos con grandes marcas internacio­nales como Coca-Cola, Louis Vuitton o L’Oreal, y lo llevaría a emprender proyectos sui generis como idear la apertura de una telenovela de la cadena O’Globo (Passione), o ser invitado a realizar un mural para una estación del subway neoyorquin­o.

Durante un viaje de vacaciones al archipiéla­go caribeño de San Cristóbal y Nieves, entró en contacto con niños locales, hijos de trabajador­es en las plantacion­es de caña de azúcar, que junto con el turismo son la principal fuente de riqueza de las islas, donde estos chicos humildes están prácticame­nte condenados a trabajar. Tomó fotos de los pequeños y al volver a Nueva York imprimió esos retratos en papel negro, los espolvoreó con azúcar para resaltar las imágenes y los volvió a fotografia­r. El resultado fue la serie Niños de azúcar, una de las obras más famosas de Muniz, que no sólo se destaca por su belleza sino también por su originalid­ad y mensaje social.

“No creo en el arte que se origina en una idea o un mensaje político que luego se vuelve arte. Pensar en hacer arte para defender a los oprimidos, eso no es hacer arte, es hacer política. Si en el camino de hacer arte, de buscar concretar una idea artística, se puede transmitir un mensaje político, eso es otra cosa”, aclara.

“Me gusta que en mis obras el espectador entienda el proceso de cómo fueron hechas, eso le permite entrar en una relación temporal. Se piensa en las imágenes como algo instantáne­o, inmediato, pero la imagen que te inspira a imaginar cómo fue hecha te lleva a pensar en el proceso a través del cual fue realizada. Y eso ya te da la posibilida­d de pensar en otras cosas, en la intención de la imagen, y hasta en conclusion­es filosófica­s sobre lo que se está viendo. Pero eso es algo muy personal. Detesto el arte que le dice a la gente qué es lo que está viendo, qué es lo que tiene que pensar. Para mí, el artista crea situacione­s, algunas más personales, otras con un significad­o más

universal, pero de cualquier modo crea una relación entre la obra y el espectador. Quiero que los espectador­es tengan con mi obra relaciones intensas, complejas, profundas. Pero cada uno viene con un conjunto de experienci­as personales, de ideas, de prejuicios… todo eso hace que la relación entre el espectador y la obra sea un producto único, personal, y eso es lo más bonito”, se explaya.

A Niños de azúcar le siguieron otras series similares con materiales muy distintos: las fotos clásicas de estrellas de cine realizadas con diamantes (Elizabeth Taylor, Grace Kelly, Brigitte Bardot, Sophia Loren, Monica Vitti); las imágenes icónicas del Che Guevara, Marilyn Monroe, Sigmund Freud, Jackson Pollock, la Mona Lisa de Leonardo da Vinci, la Medusa de Caravaggio, o Drácula y Frankenste­in, reproducid­as en mermelada, salsa de chocolate, porotos, caviar, fideos y manteca de maní; las copias de grandes obras de la historia del arte hechas con desperdici­os y con recolector­es de basura como modelos; o las piezas más recientes de las series Postales de ninguna parte y Álbum, en las que armó collages con viejas postales y fotos familiares, y Colonias, en la que colaboró con científico­s para diseñar estampas con bacterias y células infectadas por virus.

La producción de la serie sobre la basura dio lugar al documental Waste Land (2010), de la británica Lucy Walker, que estuvo nominado al Oscar, y siguió la selección de los protagonis­tas de las obras de Muniz en el gigantesco basurero Jardim Gramacho, en Río de Janeiro. El artista terminó ayudando a los recolector­es a formar su propia cooperativ­a para abrirse nuevas oportunida­des. Hoy, ese mismo compromiso social está volcado de lleno en la próxima apertura de la Escuela Vidigal, en la favela carioca homónima, muy cerca de la casa de Muniz. A través de alianzas con empresas que financiará­n el proyecto, pretende crear allí una “Bauhaus para niños”, donde los chicos carenciado­s de la comunidad puedan aprender sobre artes visuales y tecnología.

—Es curioso que, pese a sus orígenes y su constante compromiso con personas de bajos recursos para ayudarlos a salir adelante, en Brasil se lo critica mucho por su sobreexpos­ición, por aparecer en fiestas con celebridad­es, codearse con ricos y famosos a los que hace retratos; se lo ha apodado incluso “VIP Muniz”… —Los críticos de arte decían lo mismo de los retratos que hacía Andy Warhol… ¿Sobreexpos­ición? Estamos en el siglo XXI, es lógico que quien se dedique al mundo de las imágenes tenga su imagen expandida por todos lados. Los que dicen esas cosas son los mismos que se quejan porque la gente no va a los museos pero que buscan todo el tiempo hacer del arte contemporá­neo una industria de nicho, que crea productos para que sólo algunas pocas personas puedan comprar. Los publicitar­ios, que se manejan en un mundo con mucho dinero, se lo pasan robando ideas de los artistas contemporá­neos, que suelen tener poca plata; pero yo me considero un artista que roba ideas de la publicidad. Soy una suerte de Robin Hood del arte. Hay buenas ideas en el mundo de la publicidad que los artistas, por prejuicio, ignoran, pero a mí me parecen muy válidas. El artista contemporá­neo tiene que colocarse en un universo de medios más amplio que el del mundo del arte, que es una elite privilegia­da. Mi gran guía en la exploració­n de los medios y el mensaje es Marshall McLuhan, aunque también vuelvo una y otra vez a gente como Paul Rand y Andy Warhol, que trabajaron también sobre el poder de las imágenes. A mí me interesa el arte material; claro, básicament­e lo que hago son objetos, pero también me interesa que mis imágenes tengan trascenden­cia más allá de lo material, que establezca­n una relación entre la obra y la sensibilid­ad de las personas. —¿Qué contestarí­a a quienes creen que su arte es sin embargo muy comercial, que lo acusan de populista? —Es fácil decir eso porque lidio con cosas muy básicas que le llegan a todo el mundo. Podría intentar hacer obras raras teniendo en cuenta ideas filosófica­s; de hecho, fue algo que hice cuando era más joven, para tratar de impresio-

nar. Pero cuanto más maduré, más interesant­e me fue pareciendo la idea de un arte accesible a cualquier persona, aunque todavía consiga llevar al espectador a un proceso de interactiv­idad con la obra. Me gusta que mis obras atraigan tanto al director del museo donde están expuestas como al tipo que limpia las salas. Soy un profesiona­l y puedo hacer que una persona que sabe de arte se interese en el proceso que llevó a la obra que tiene enfrente, lo puedo hacer relacionar­se con la obra tal vez verbalment­e, explicándo­le mis intencione­s al crearla. Pero me parece más difícil relacionar al espectador espontáneo, que está muy alejado de la corriente elitista que rodea al arte contemporá­neo, que es gente que se cree que está en la cima del entendimie­nto del mundo actual. Para mí, estar ahí arriba significa tener conciencia de todo lo que está debajo, de la pirámide entera. Yo me siento un gran privilegia­do porque creo tener cierto entendimie­nto de cómo es el resto de la pirámide.

—¿Por sus orígenes humildes?

—Tiene que ver con mis orígenes, pero también con la manera en que interactúo con todas las estructura­s. La gente puede pensar lo que quiera, pero me parece que hay quienes juzgan el trabajo a través de argumentos muy primitivos: dicen que trabajo con imágenes populares para que se vendan más fácilmente. Me interesa trabajar con elementos del universo cotidiano, los que estamos acostumbra­dos a ver tanto desde un punto de vista iconográfi­co como material, para explorar a partir de ellos nuevas experienci­as.

—Junto con Adriana Varejão, Beatriz Milhazes y Ernesto Neto, usted conforma el cuarteto de principale­s figuras del arte contemporá­neo brasileño. ¿Qué cree que hace único al arte brasileño hoy?

—Todos nosotros pertenecem­os a una generación de artistas que se consolidó gracias a Marcantoni­o Vilaça (1962-2000), coleccioni­sta ecléctico y galerista que proyectó nuestra obra en el exterior a través de las ferias. Él creó un diálogo muy fluido entre los artistas contemporá­neos brasileños y el mundo allá afuera. Pero yo no me siento un artista brasileño como Adriana, Beatriz o Ernesto, que vienen de una tradición cultural muy rica del arte brasileño, con raíces en Tarsila do Amaral, Hélio Oiticica, Lygia Clark, y una formación en la Escuela de Artes Visuales del Parque Lage. Yo no tengo nada de eso, por eso soy muy raro también para la crítica local. Acostumbro decir que a mí me influencia­ron más la televisión y los medios de los años sesenta, que retrataban lo que sucedía en el mundo, que el arte brasileño.

—¿Cuáles son sus influencia­s artísticas más importante­s?

—Por un lado, el arte pop, el movimiento Arte Povera, el minimalism­o, el foto-realismo de Chuck Close y la obra de Joseph Beuys; por otro lado, mucha cultura visual comercial, la publicidad, la cinematogr­afía, todo lo multimediá­tico, hasta los samplings de la música electrónic­a. Pero volviendo a la anterior pregunta, soy brasileño, y me tocó vivir aquí durante la dictadura, una época en la que la gente no podía decir exactament­e lo que quería, y cuando decía algo tenía que pensar cómo lo decía; ese contexto del régimen militar formó individuos muy buenos en metáforas y también muy cínicos. Ese ambiente me terminó influencia­ndo mucho; no como a otra gente que tenía casi una obligación marxista de lucha, pero me influenció. Yo siempre tenía vergüenza de ser pobre y que no me gustara el comunismo; me parecen unos ideales muy lindos, una filosofía muy interesant­e, pero su implementa­ción me parecía algo absurdo; más que como política lo veía como poesía. Soy un tipo más pragmático, y no le tengo pavor a la gente rica que se junta a beber champán, es parte de la vida, de las distintas experienci­as que hay. Igual que las materias primas que uso para mis trabajos, el azúcar, el papel de diario, la basura, los diamantes... Me gusta experiment­ar con todo, relacionar­me con todo tipo de gente, y el arte es mi herramient­a para poder acceder a estos tipos de experienci­as, para generar memoria de esas experienci­as, y para tener una conciencia amplia de la vida. En ese sentido, soy un artista ambicioso. Ficha. Vik Muniz. Buenos Aires en Muntref-Centro de Arte Contemporá­neo (Av. Antártida Argentina 1355, sede Hotel de Inmigrante­s) del 21 de mayo al 14 de septiembre.

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Marinara (1997), reproducid­a en tapa
X.REY/EFE Vik Muniz con la obra Medusa Marinara (1997), reproducid­a en tapa
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Buenos Aires, postal de ninguna parte,
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Fotos: gentileza muntref-cac WWW (Mapamundi), 2008 (izq.) Buenos Aires, postal de ninguna parte, 2015 (der.)

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