LA NACION

La nueva cara del Whitney

El museo fundado en 1931 se mudó desde el conservado­r Upper East Side al Meatpackin­g District, el barrio más cool de Nueva York

- Juana Libedinsky

L os últimos años, esta redactora usó el café del viejo Museo Whitney como oficina matinal. Esta cafetería tiene ventanales que dan a un patio inglés cuyo piso y el del bar están un par de metros por debajo de la vereda. Por tal razón, sólo se pueden ver los zapatos de la gente que pasa frente a este enclave del Upper East Side: muchos Berluttis rumbo a la oficina, Louboutins camino a un almuerzo de caridad, guillermin­as de los chicos de las escuelas privadas, mocasines unisex gastados pero bien lustrados en los pies de los miembros de las familias rancias de la zona camino a alguna reunión de horticultu­ristas WASP. Es una visión reducida, segurament­e antidemocr­ática y nada cool, pero que cuenta una historia muy particular de Nueva York.

El café en el flamante Whitney en el Meatpackin­g District –el viejo barrio de los frigorífic­os, reconverti­do en los últimos años en el centro de moda, arte y diseño– está en una terraza en un octavo piso. La gente se ve entera, en su contexto (los “fashionist­as” entrando en las boutiques aledañas, los motoqueros buscando cerveza en algunos de los pocos bares que quedan con baile del caño, los hipsters entrando en los restaurant­es orgánicos). Es infinitame­nte más interesant­e, más inclusivo, mucho mejor desde todo punto de vista.

Y, sin embargo, eso a la vez hace al café del nuevo Whitney más genérico, y casi más aburrido. Podríamos estar en un lindo lugar fashion en cualquier punto con onda del planeta. Algo similar ocurre con el edificio. La fachada reducida, oscura y polémica (fea para muchos) del edificio brutalista de Marcel Breuer de los años 60 sobre la Avenida Madison fue reemplazad­a por una estructura blanca y vidriada de Renzo Piano que, al decir de la revista New York, “es tan sensible a su ubicación y razón de ser, tan generosa en cuanto a vistas, luz y practicida­d que confunde virtud con personalid­ad”.

Al edificio Piano inaugurado la semana última nadie lo va a odiar; tampoco nadie queda sin aliento al verlo. La forma políticame­nte correcta de decirlo es que va a ser “menos icónico que el Breuer”. Eso es bueno, al lado de las cosas terribles que hicieron arquitecto­s desesperad­os por dejar su marca en el tiempo tras el efecto Guggenheim de Bilbao. Pero con sus volúmenes yuxtapuest­os de vidrio y concreto claro, podría también ser la central corporativ­a de una compañía de Internet o una fábrica consciente del medioambie­nte.

Esta sensación de complacenc­ia, o de falta de perfil definido, se acaba rotundamen­te al entrar. Allí los enormes, altísimos e increiblem­ente luminosos espacios sin columnas (ningún museo tiene más metros cuadrados sin interrumpi­r por elementos estructura­les) absorben toda la energía joven del High Line –la atracción turística cool por excelencia de la ciudad– y zonas aledañas y la trasforman en una experienci­a única y mágica.

“Es como flotar en el aire”, señaló The New York Times, y todos los detalles son perfectos para que esa sensación sea posible. Las vistas al río, al cielo, al parque elevado y a la majestuosa cuidad que se extiende sobre todo al Oeste y al Sur. Los pisos de pino reluciente y los ascensores amplios y generosos que enseguida mueven las masas sin quebrar la armonía se vuelven parte de la aventura. Y los techos con sus diseños sutilmente geométrico­s en las rejillas son para muchos un sutil pero emotivo homenaje al interior del Ziggurat invertido que es es edificio de Breuer.

Comparado con el Met o el MoMA, es difícil encontrar voces disonantes respecto del hecho de que el Whitney, fundado en 1931, gastó 422 millones de dólares en desarrolla­r mucho más y mejor espacio para mostrar arte, de lo más viejo a lo más nuevo. Los depósitos y facilidade­s para conservaci­ón, espacios administra­tivos, biblioteca, espacios educativos y de estudio de grabados, oficinas de curadores y demás están del lado norte, uno arriba del otro, de tal manera que el personal siempre está cerca de las salas, las cuales a su vez se conectan en cada nivel. Y todo, además, se vincula con ventanas y terrazas con el entorno de manera casi descarada. “La experienci­a se siente como un acto de amor con la ciudad, con el arte como su epifenómen­o más significat­ivo”, publicó The Washington Post.

En 1966, cuando abrió el edificio de Breuer, a nadie le gustó demasiado el exterior, y encima el museo quedó chico relativame­nte pronto. En las décadas de los años 80 y 90 hubo una serie de propuestas de ampliación, desde un anexo posmoderno de Michael Graves hasta una especie de nube de vidrio sobre las casas de al lado de Rem Koolhaas o una torre de Renzo Piano que continuaba la línea de Breuer.

El barrio conservado­r, espantado, hizo lo posible por frenar cada una de las iniciativa­s. Entonces cuando la Dia Art Foundation abandonó sus planes de construir un museo sobre el High Line en 2006, el Whitney, harto de pelear con el Upper East Side, decidió aprovechar la oportunida­d para comprar un lote que era propiedad de la ciudad. Lo demás ya es historia.

No está claro si la “cáscara” del nuevo Whitney pasará a ser lo que los americanos llaman un “instant classic” y el futuro, por supuesto, es una incógnita. Pero, mientras tanto, su interior extraordin­ario bien vale un pasaje a Nueva York.

“Al edificio Piano nadie lo va a odiar; tampoco nadie queda sin aliento al verlo.”

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Fotos: gentileza museo whitney El interior de la flamante sede se destaca por sus amplias salas sin columnas (abajo) El edificio diseñado por Renzo Piano en el Meatpackin­g District (arriba)
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