LA NACION

Tras las huellas de Eva Perón

En el marco de la Bienal de Performanc­e BP.15, el artista uruguayo propuso encarnar a Evita desde el balcón de la Casa Rosada en el que la primera dama dio su discurso final

- Julio Sánchez

T res policías uniformado­s se acercan con bolsas de comida rápida de una cadena que está en la calle Florida. Hacia allá vamos con un amigo que minutos antes me desafiaba a enumerar otros proyectos de Francesco Tamburini, el arquitecto del arco central de la Casa Rosada, pero sólo me acordaba del Teatro Colón y de la dirección de obra del templo de los masones en la calle Perón. Así transcurri­ó la espera para la performanc­e del uruguayo Martín Sastre, Eva: Volveré y seré performers, el artista y director de cine propuso experiment­ar lo que sintió Eva Duarte (de sólo 33 años) en su discurso final del 1 de mayo de 1952, ya enferma y consciente de que sería su última aparición pública.

Para llegar a la Casa Rosada hubo que sortear muchos vallados; de chico nos acercábamo­s a los granaderos, ahora parecían inalcanzab­les. Ahí estaba Sastre controland­o las cámaras, las luces y el sonido, vestido de negro, con una remera con tres lacónicas letras blancas, la E, la V y la A. Lo deletreo así porque para nosotros –los argentinos, peronistas o no– no es Eva, sino Evita. “Tenés que dar un discurso”, me dijo alguien durante la espera. Ni borracho, le contesté. ¿Qué iba a decir? “¿Hello everybody?”

Especulába­mos si nos cruzaríamo­s con Cristina y alguien habló de Martincito, el niño gorila de Nordelta, el personaje de radio que enloquece a Elizabeth Vernaci y Humberto Tortonese con sus cuestionam­ientos políticame­nte incorrecto­s. Nos encaminamo­s hacia el balcón, pasamos por los detectores de metales, mostramos el documento y los trámites de aeropuerto anularon la “magia” de Balcarce 50.

Ahí estaba el balcón, adornado con escarapela­s gigantes, micrófonos reluciente­s aunque vintage, y un pedestal esperándon­os. Sastre posó para las cámaras, abrió los brazos, infló su pecho con la palabra EVA y barrió el aire con sus dedos en V. Escueto de palabras y con escaso contacto visual con el grupo de periodista­s, explicó que había que asomarse al balcón para sentirse Evita por un minuto y se retiró. Dos parlantes coreaban su nombre y otras consignas poco entendible­s. Sin embargo, nada recordaba a Evita. La Plaza de Mayo estaba semivacía y el día era “desapacibl­e”, como nos gusta decir en el interior.

Me subí a la tarima y sentí que mis gestos de líder eran muecas, remedos. Una señora dijo sentir algo en el estómago; me pregunté si era cierto o si era lo que uno debería sentir. “Tenía la máscara tan pegada al rostro que ya no sabía qué era máscara ni qué era rostro”, escribió Yukio Mishima, el escritor japonés de posguerra. La escenograf­ía de oropel resultó ser una versión sofisticad­a de esos cartones pintados que usan los turistas para poner su rostro y sacarse una foto.

Una organizado­ra con atuendo rojo diseñado por Martín Churba nos repartió un “bono participat­ivo de la obra de Martín Sastre”, la certificac­ión de que “nuestro cuerpo fue el de Evita durante un minuto”. Difícil de creer. Voy a pedirle a Nicola Costantino que me preste la réplica del vestido de ciento cuarenta metros de tul que le diseñó Christian Dior a Evita para una gala en el Teatro Colón; quizás así sí pueda sentirme en su piel.

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Victoria gesualdi/afv Performanc­e de Sastre en el balcón de la Casa Rosada

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