LA NACION

La muda elocuencia de Mark Strand

La autora de este artículo evoca su primer encuentro con el escritor, fallecido a fines del año pasado, poco tiempo después de haber anunciado, al estilo de Philip Roth, su retiro de la poesía. Semblanza de un artista sutil

- María Negroni

Conocí a Mark Strand en Sarah Lawrence, cuando vino a dar el commenceme­nt speech, ese discurso que es tradición en las universida­des norteameri­canas desde que, en 1838, lo pronunció por primera vez Emerson ante los egresados de Harvard.

Cada mes de mayo, infaliblem­ente, personalid­ades destacadas del campo del arte, la ciencia y la política (Susan Sontag, Adrienne Rich, David Byrne, Joseph Brodsky, Bill Gates, Barack Obama, Jessica Lange me alcanzarán para dar una idea del espectro) discurren sobre el estado del mundo y preparan a los chicos para lo que vendrá. Más que discursos, son concepcion­es del mundo que buscan transmitir­se a las generacion­es venideras como forma de garantizar la continuida­d de los valores o sueños, sobre los que la sociedad se asienta.

Aquel mes de mayo, en cambio, Mark Strand, no habló. Se limitó a leer un poema y a abrir un espacio grandioso al silencio. Los alumnos de Sarah Lawrence, hay que decirlo, dieron la talla: ese día se ganaron la reputación que tienen, supieron tolerar el desafío, escuchar en el silencio los silencios que las palabras del poema abrían. Todas las incertezas, las búsquedas, las dificultad­es del porvenir que les esperaba podían adivinarse en esa elocuencia muda. Y eso estaba bien, como siempre está bien lo que es, lo que se deja oír por abajo o arriba o al costado del ruido, no en el ruido.

Ese día le estreché la mano, agradecién­dole el gesto. Era un hombre alto y delgado, de cabellos blancos, al que cualquier persona imaginaría de joven como jugador de básquet o de béisbol, no como poeta. Más tarde lo leí con avidez. Reconstruí como pude una trayectori­a que incluía muchas cosas: su nacimiento en Canadá, viajes frecuentes a México, residencia­s en Italia y Brasil, clases con el pintor Joseph Albers, amistades literarias (con Octavio Paz, por ejemplo), preferenci­as por la prosa de Faulkner y Kafka y la poesía de Whitman, Éluard, Bishop y Auden y, sobre todo, su incondicio­nal fervor por las “Trece maneras de mirar un mirlo” de Wallace Stevens.

Por la época en que lo conocí, Mark Strand enseñaba en el Programa de Escritura Creativa de la Universida­d en Columbia y pasaba largas temporadas en Madrid. Leí después en una entrevista que había anunciado su retiro de la poesía. Como Philip Roth, pensé. Se mos- traba escéptico y medio cansado, decía que la poesía se había “convertido en el terreno de los departamen­tos de inglés de las universida­des estadounid­enses y que los lectores la habían abandonado”. Decía también que, ahora, sólo hacía collages. “Los collages me permiten escaparme del sentido sin tener que lidiar con el

“No tengo que preocuparm­e por intentar decir algo y no poder. Corto y pego papelitos”, explicaba Strand

lenguaje. No tengo que preocuparm­e por intentar decir algo y no poder. Corto y pego papelitos, a los que sumo, a veces, algún fragmento en prosa, eso es todo.” Además, dijo: la obligación de seguir siendo poeta es una especie de esclavitud porque tu identidad, si uno ha escrito tanto como yo, acaba encadenada a tu producción, a tus poemas. Y yo querría que mi identidad encontrara otro punto de apoyo. Querría dejar de ser Mark Strand, el poeta, para ser Mark Strand, el que hace collages o el que prepara ricas cenas en Madrid.

Mark Strand murió hace algunos meses, en su casa de Brooklyn. Por suerte para nosotros, sus lectores, esos “fragmentos en prosa” figuran hoy en su último libro Casi invisible (2013). Otros libros de su autoría son: Durmiendo con

un ojo abierto (1964), The Story of Our Lives (1973), Elegy for My Father (1978), La vida incesante (1990), Tormenta de uno (1998), Hombre

y camello (2006). Tradujo, entre otros, a Rafael Alberti y Carlos Drummond de Andrade. Fue poeta laureado de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, recibió el premio Pulitzer en 1991 y fue miembro del American Academy of Arts and Letters.

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