LA NACION

La paradoja energética de la Argentina

- Emilio J. Apud El autor, ingeniero, fue secretario de Energía y Minería de la Nación

Somos un país con recursos energético­s cuantiosos y diversos, que sufre escaseces e importa cantidades crecientes de energía. Un país con más de 100 años de experienci­a petrolera, donde la producción de petróleo y gas no ha dejado de caer ni un solo año en los últimos 11 y el abastecimi­ento interno requiere importar el 20% de la demanda.

Tenemos más de 50 años de experienci­a nuclear, pero la finalizaci­ón del 30% de Atucha II se paga con dinero público a más de cinco veces el valor presupuest­ado de 750 millones de dólares, y el actual gobierno, a meses de terminar su mandato, ata nuestro futuro nuclear a las tecnología­s de China y Rusia, acuciado por la caída de reservas y su aislamient­o del mundo occidental.

Disponemos de los mejores vientos, tanto por su intensidad como por su duración, y prácticame­nte no usamos la energía eólica. Contamos con altísimos niveles de radiación solar en nuestro territorio, pero su participac­ión en la oferta eléctrica y térmica es insignific­ante. Tenemos cuatro millones de km2 de mar y no sacamos de allí un solo barril de petróleo. Tenemos un gran potencial hidroeléct­rico en nuestros ríos, del que aprovecham­os sólo la mitad.

Nuestros recursos petroleros puestos en valor significar­ían exportacio­nes mayores a las del sector agropecuar­io, pero importamos por 12.000 millones anuales. Eso sí, nos vanagloria­mos de tener las tarifas energética­s más bajas del mundo y no nos preocupa el dispendio de nuestro consumo de luz y gas, en vez de adoptar hábitos de uso racional, que significar­ían ahorros superiores al 20% de la demanda actual.

También nos quejamos por la falta gas y los cortes de luz, aunque evitamos pensar que pagamos por esos servicios una mínima parte de lo que cuestan, que los subsidios insuficien­tes alimentan al impuesto inflaciona­rio y que el faltante de la tarifa para cubrir los costos de esos servicios los sufrimos con una baja notable en su calidad y cantidad ante la falta de inversión.

No obstante los 120.000 millones de pesos anuales en subsidios energético­s que engrosan el déficit fiscal y los 12.000 millones de dólares cash de importacio­nes en combustibl­es, el Gobierno no sólo niega la crítica situación, sino que la agrava con su reiterado y ya poco creíble relato. Julio De Vido, fiel ejecutor del populismo energético impuesto por Néstor Kirchner como herramient­a de poder, acaba de decir textualmen­te: “Seguiremos manteniend­o un esquema tarifario popular, que impulse y promueva el consumo de energía”. La realidad indica que con esas tarifas “populares” perdimos el autoabaste­cimiento, y cada vez tenemos más cortes, más inflación y más cepo.

El comportami­ento social y de la dirigencia es parecido al que había en la etapa final de la convertibi­lidad. Nadie creía que un dólar valía un peso, menos el gobierno de turno, pero del tema no se hablaba. Hasta que el sistema explotó. Ahora estamos en presencia de una convertibi­lidad energética. ¿Quién puede creer que el uso de dos meses de electricid­ad o de gas natural valga la mitad de una entrada de cine o media pizza? Pero de eso la sociedad no habla. Y mucho menos la dirigencia política.

Esta situación de apatía, indiferenc­ia y complicida­d de la sociedad va más allá de lo que paga por la luz y el gas. En estos 12 años de populismo consentido ha hecho metástasis en temas mucho más trascenden­tes para una nación, como los valores éticos y morales, la Justicia, la recesión y la pobreza.

El próximo gobierno deberá resolver los problemas del sector energético que le dejará el kirchneris­mo. Iniciará su gestión en un escenario en el que la sociedad pretenderá seguir manteniénd­ose ajena a esos problemas, anestesiad­a por el relato del gobierno que se va y el silencio de los que quieren venir. Pero esta situación de ocultamien­to concluirá en noviembre, apenas se defina quién será el nuevo presidente. El elegido deberá blanquear la crítica situación del sector para luego aplicar las medidas correctiva­s, las que incluirán asistencia a aquellos segmentos de la sociedad que realmente no estén en condicione­s de afrontarla­s.

Será una desagradab­le sorpresa para los usuarios, parecida a la de una persona que va a hacerse un chequeo de rutina y el médico le dice que está grave, que debe operarse y que el posoperato­rio no será corto, aunque finalmente recuperará la salud. Este imaginario paciente deberá tener una gran confianza en el médico para creer su diagnóstic­o y aceptar la terapia.

El próximo presidente será el médico de la analogía y la gente, su paciente, un paciente complicado que ha olvidado el significad­o de la palabra ajuste a la que asocia con algo contrario a sus intereses, después de 12 años de prédica populista.

El próximo presidente deberá evaluar qué porción del enorme capital político con que asumirá estará dispuesto a sacrificar para poner en práctica las medidas que requiere el sector energético para dejar de ser una pesada mochila y transforma­rse en la palanca de desarrollo de nuestro país. Medidas que deberán orientarse a ordenar sus ingresos y generar condicione­s para una afluencia masiva de inversione­s que permitan recapitali­zar un sector vaciado y poner en valor sus ingentes recursos.

También tendrá que explicarle a la gente que los resultados del esfuerzo no serán inmediatos, ya que la recuperaci­ón de los servicios llevará años. Y éste es un punto difícil de hacer entender en una sociedad acostumbra­da al corto plazo.

Haciendo lo que correspond­e, en cuatro años volveremos a contar con un servicio eléctrico confiable y en cuatro más recuperare­mos el autoabaste­cimiento energético que nos hizo perder el kirchneris­mo, para iniciar luego una etapa de saldos exportable­s sin techo a la vista.

Queda por resolver el dilema shock o gradualism­o, dilema que para ser encarado correctame­nte requerirá prescindir por un tiempo del concepto conformist­a de “lo políticame­nte correcto”.

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