LA NACION

Contar la propia vida, elogio al autoengaño

- Hernán Iglesias Illa

En un momento de la noche, después de darnos de comer, Pam interrumpi­ó nuestras conversaci­ones y dijo: “Uno de mis recuerdos favoritos de aquel verano en el que nos conocimos, en Fire Island, es cuando los viernes llegábamos desde la ciudad, nos cambiábamo­s, nos servíamos un trago y nos preguntába­mos: ¿Qué tal estuvo tu semana?” Cuando vio que tenía nuestra atención siguió: “Por eso quería pedirles si ahora podemos sentarnos juntos, tener una sola conversaci­ón y que cada uno cuente, como hace 15 años, cómo les fue esta semana”.

Esto ocurrió el sábado pasado en Nueva York. Siempre me fascinó la manera en la que la gente cuenta su vida, puedo pasarme horas escuchando a alguien contarme su vida y ver cómo le aplica narrativid­ad –es decir, cómo ordena y conecta hechos y les da significad­o– a cosas que a veces no las tienen. Me interesan las vidas de las personas (contadas por sus dueños, todas son interesant­es) y me conmueve cómo evitan usar el azar, el caos y el error en la historias de sus vidas: insertamos causas y efectos, motivacion­es y resultados, aunque no estemos tan seguros de ellos.

El primero en hablar fue Doug (los nombres no son reales), que se mostró satisfecho por su semana y ansioso por la siguiente: el martes, contó, le toca ir a la Casa Blanca a presentar un informe sobre infraestru­ctura sostenible para ciudades del futuro, al que le ha dedicado tiempo y esfuerzo. No va a estar Obama en la presentaci­ón, pero sí algunos de sus asesores. “¿Como seguir después de la Casa Blanca?”, preguntó riéndose alguien. Leigh, que creció en Baltimore, dijo que había tenido una semana difícil, porque tuvo que ver a su ciudad en llamas y porque su madre, que todavía vive ahí, había quedado por primera vez afectada por los incidentes. En crisis anteriores, su madre había sido la primera en reunir al barrio y coordinar tareas de respuesta y contención. Ahora había tenido que ir a buscarla.

Lawrence contó que su madre había vivido de recién casada en Louisville, donde se corre el Kentucky Derby. Años después, en Rochester, la familia mantuvo la tradición de ver la carrera todos juntos y hacer apuestas a ver qué caballo ganaba. Esa tradición, sin embargo, había desapareci­do hace tiempo y Lawrence decidió esta tarde llevar a sus propios hijos a un pub de Carroll Gardens, en Brooklyn, a ver el Kentucky Derby y a brindar por las historias que le contaba su madre hace 30 años. Tom dijo que había tenido una buena semana porque sus padres, que viven en un suburbio de Tel Aviv, finalmente habían podido mudarse, por primera vez en sus vidas, a un departamen­to con “cuarto seguro”, a salvo de los misiles que a veces llueven desde Gaza. Cuando le llegó su turno, Heather admitió que no había tenido una buena semana, como le pasa cada año cuando se acerca el Día de la Madre y, con él, un nuevo aniversari­o del suicidio de la suya. Contó que la extraña cada vez más pero que la extraña mejor, porque ahora, siete años después, le duele menos el trauma por el hecho y puede extrañarla por cómo habría sido ella cuando estaba viva.

Mientras los escuchaba, pensaba en la honestidad de mis amigos, a quienes no veía hace más de un año; me maravillab­a con lo bien que contaban sus historias, en cinco minutos, con contexto, detalle y emoción, y me preguntaba qué dirían mis amigos porteños si les sugiriera hacer algo parecido. ¿Cuánto de autoengaño hay en estas narracione­s que armamos sobre nuestras vidas? Algo siempre hay. Si las usamos para curarnos y sentirnos mejor, me parece bien que nos autoengañe­mos un poco.

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