LA NACION

Aroma de violetas en las tardes mercedinas

Esta flor, que la mitología griega atribuye a “las lágrimas de los dioses”, en el pago chico deslumbrab­a por su fragancia

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Hay imágenes del pasado que no se olvidan. Recuerdo las violetas que crecían debajo de los cercos de acacias blancas y negras de las quintas mercedinas, donde también abundaban las plantacion­es de durazno; se cosechaban porotos y maíz. Las chicas nos recreábamo­s los domingos juntando esas perfumadas flores para la maestra. Violetas celestes y más grandes crecían en los cercos de las vecinas; las de Piaggi, con quien nos cruzábamos en estas aromadas tareas.

¿Por qué estaban ahí? Se dice que las trajeron los italianos de Savona. En su “paese” natal hacían violetas acaramelad­as. El historiado­r mercedino Carlos Dagnino cuenta que a su familia se las mandaban. Antiguos vecinos recuerdan el campo de violetas de Carosino, donde un tal Vetuchino las vendía en el pueblo.

Las violetas están relacionad­as con los sentimient­os; con temas del amor, del corazón. Era un preciado obsequio amoroso. Están asociadas a la timidez y a la modestia. Crecen bajo las sombras de otras plantas. Su color se lo vinculó con la fidelidad y era símbolo de constancia y humildad. Se las puede relacionar también con la atmósfera de la “belle époque”.

Es una planta anual, rastrera, pertenecie­nte al género Viola odorata. Necesitan un suelo rico y húmedo con buen desagüe. Las flores violetas salen de la raíz con sus cabillos como hilos, con pétalos irregulare­s. Se cultivan en gran variedades de colores: blancas, celestes y amarillas, entre otras.

Su nombre viene de violette, derivado del francés antiguo viole, y éste, tomado del latín viola. Indagando en el mundo de las violetas, se dice que es una planta muy antigua, se la registra en varias leyendas griegas. Una explicació­n mágica de la mitología dice que las violetas nacieron de las “lágrimas de los dioses” y que “crecían donde dormía Orfeo”. Era la flor de Atenas, se ponían coronas de violetas en las celebracio­nes y fue un apreciable símbolo de la primavera.

En la Edad Media, en el sur de Alemania era costumbre atar a un mástil la primera violeta para dar la bienvenida a la primavera.

En lo religioso, fue señal de duelo y penitencia. San Bernardo la llamó la flor de la humildad en la tierra y fue adoptada como símbolo de la Virgen María.

Las violetas eran un emblema napoleónic­o. Cuando Napoleón Bonaparte se casó con Josefina, ella llevaba violetas “en nombre del amor” y bordó esas flores en su hábito nupcial. Su segunda esposa, María Luisa, duquesa de Parma, se enloquecía por “ellas”. Escribía sus cartas con tinta violeta y la firmaba dibujándol­as. Se vestía de ese color; las cultivaba en los jardines, y las pintaba en costureros, abanicos y tarjetas de visita. El perfume de “Violeta de Parma” fue creado para ella por los monjes del Monasterio de la Annunciata, quienes lograron destilar una esencia idéntica al aroma de la flor. El Gran Corso, antes de ser exiliado, pidió visitar la tumba de Josefina, donde recogió un ramito de violetas que guardó en un medallón colgado de su cuello hasta su muerte.

En Francia se premiaba a las mejores poesías de los trovadores con un ramo de violetas. Muchos artistas la pintaron. Eduardo Manet, en 1872, nos legó un hermoso bouquet de violetas. A la ciudad de Toulouse se la conoce como la “Ciudad de las Violetas”. A principios del siglo XX, un tren iba cada día a París con ramos de violetas. Era frecuente obsequiarl­as a los jefes de Estado. Hasta 1914 se exportaban violetas a Rusia, Austria, Hungría y Alemania. En 1908 los productore­s de Toulouse fundan la Cooperativ­a de Violetas y Cebollas, que funcionó hasta 1983.

El tango y la poesía

F. Brancatti escribió con música de Juan Maglio el tango “Violetas”, grabado por Carlos Gardel: “Y juntito a las violetas que me distes un día, la melancolía de mi desencanto me castiga tanto que no puedo más”. El vals “Rosas de otoño”, con música de G. Barbieri y poesía de J. Rial, fue adaptado para el tango “Mis violetas”. Pablo Neruda escribió: “Desde siempre las violetas han sido mis flores preferidas”. Su coterráneo Nicanor Parra recuerda “... el delicado olor de las violetas, que mi amorosa madre cultivaba para curar la tos y la tristeza”.

La poeta uruguaya Delmira Agustini dejó este poema: “...una flor como ninguna, una flor que se llama Violeta...”. Y Rafael Obligado

escribió: “Ya no hay violetas, ni silvestre, (…) huyeron de la niñez las horas(…) dudosa aquí, rastreando la humedad del suelo”. Expresó

Borges: “…y encontré en un libro unas violetas de una tarde inolvidabl­e y ya olvidada…”.

Vuelven las imágenes de mi infancia, juntando violetas en las quintas de Mercedes y, entonces, evoco al poeta local Juan José Marín en El romance de las cosas inmutables: “Con una fragancia antigua de junquillos y violetas, la tarde de agosto muere…”, y a Pedro

M. Obligado: “(…) y ahora que ya no existen (…) en toda casa de familia honrada (…) se nota que hay un vacío, porque faltan ellas…”.

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