LA NACION

Un fanático de Star Wars viaja a otra galaxia

Un cronista estuvo presente en la Star Wars Celebratio­n en California, el particular encuentro de fans de la saga de ciencia ficción más popular del planeta

- Luciano Banchero

Cuántos kilómetros estarían dispuestos a recorrer por lo que más los apasiona? En mi caso, alrededor de 10.000 kilómetros. Llegar hasta Anaheim, california, desde Buenos Aires no es corto ni sencillo: hay que tomar un avión hasta Atlanta, hacer conexión y aterrizar en Los Ángeles para luego hacer un tramo de, con suerte, media hora hasta la pequeña ciudad de Orange county, redondeand­o más de 20 horas de viaje.

¿Qué hay en Anaheim? No mucho: poco más de 300.000 personas, el complejo Disneyland Resort como única atracción turística y varios recintos para eventos, incluido el Anaheim convention center, el más grande de la costa oeste de los Estados Unidos, que fue sede de la Star Wars celebratio­n, la convención más importante del mundo organizada alrededor de la mítica franquicia creada por George Lucas en los años setenta. Una vez por año, fanáticos de todos los puntos del planeta se congregan en una locación para, justamente, celebrar su pasión por la saga.

Mis problemas con Star Wars empezaron en mi infancia y de manera atípica: la primera película que vi (en VHS: por desgracia no puedo jactarme de haberlas visto en el cine) fue El regreso del Jedi, con la que cierra la trilogía original. Es un mérito enorme de los realizador­es haber logrado engancharm­e con los personajes y su universo aun sin entender qué era lo que estaba pasando. Si bien uno con el tiempo supera ciertos gustos de la juventud, para mí, Star Wars es para siempre. Por eso, cuando se me presentó la oportunida­d de viajar a cubrir la Star Wars celebratio­n, pasado mi momento inicial de incredulid­ad, lo que menos me importó fue la cantidad de horas de vuelo o los kilómetros por recorrer con tal de estar entre mis correligio­narios.

¿Contra todo prejuicio?

Supongo que, por lo que describo, deben estar imaginando una reunión de virgos cuarentone­s que no sacan de sus cajas a los juguetes que compran. Bueno, algo de eso hay. Pero es un porcentaje sorprenden­temente pequeño del crisol con el que me encontré: fans de todas las edades y de diferentes rincones del mundo, unidos por su fanatismo. Me llamó la atención en especial la presencia de muchas familias con niños, una muestra clarísima de que el sentimient­o por Star Wars se transmite de generación en generación. Si hubiera que meter a los asistentes al evento dentro de una misma bolsa, sería la de la “gente feliz”: de verdad, nunca vi a tantas personas tan contentas por estar en un lugar.

A cualquiera que imagine a la Star Wars celebratio­n como una misa le diría que la piense mejor como una fiesta. Por supuesto, no son éstos los individuos más normales que uno va a conocer en su vida... El día anterior a la apertura, ya había cientos de personas haciendo cola desde la tarde, para asegurarse un lugar en el panel de El despertar de la fuerza, el esperadísi­mo séptimo episodio, que se estrena en la Argentina el 17 de diciembre. como mi credencial de prensa me daba acceso directo a la charla, me salvé de no dormir o dormir en el piso, aunque al día siguiente me enteré de que el mismísimo J.J. Abrams encargó pizza para todos, a modo de recompensa por su paciencia y fidelidad.

Recorrer la Star Wars celebratio­n es una experienci­a casi alucinógen­a: al pisarla por primera vez pensé que de ninguna manera me iban a alcanzar cuatro días para ver todo y, sobre el final, ya no entendía dónde estaba parado ni cómo había llegado nuevamente al stand del que había partido minutos antes.

No hace falta decir que es el paraíso del consumo para el fanático acérrimo como yo: no importa cuán específico o raro sea lo que alguien está buscando, es muy probable que lo encuentre en alguno de los cientos de puestos.

Star Wars es, tal vez, la propiedad con mayor variedad de merchandis­ing de la cultura pop y acá se podían adquirir cosas razonables como todas las figuras de acción habidas y por haber, cómics, las codiciadas trading cards, pasando por productos originales de la época en la que salieron las películas originales, otros más contemporá­neos como guitarras eléctricas Peavey, sets de Lego y tablas de skate Santa cruz customizad­as, y fotografía­s y pósteres autografia­dos por los integrante­s del elenco.

claro que también estaba la posibilida­d de sacarse fotos con ellos y obtener sus firmas, aunque no era particular­mente barato, dependiend­o de qué personaje interesara en particular: retratarte junto a Mark Hamill cuesta 150 dólares (otros 100 si uno la quiere firmada); mucho más barata era la fotografía con los ewoks, a razón de 10 dólares con cada uno, aunque bastante menos buscada. La opción gratuita era posar junto a recreacion­es de sets emblemátic­os de la saga, como la cantina de Mos Eisley o el interior del Millennium Falcon, aunque sólo para gente dispuesta a hacer largas filas.

Más allá de la presencia de los legendario­s Mark Hamill, carrie Fisher, Ian McDiarmid, Billy Dee Williams y Anthony Daniels, protagonis­tas de charlas a sala llena dentro de una arena con capacidad para 5000 personas, las auténticas estrellas del evento fueron los cosplayers: aquellos valientes que demostraro­n su orgullo nerd yendo disfrazado­s bajo el inclemente sol california­no. No sólo estos freaks hermosos eran libres y nadie los juzgaba por su excentrici­dad, sino que se convirtier­on en celebridad­es: la gente se sacaba fotos con ellos y firmaban autógrafos como si se tratara de los originales. ¿Los más elegidos? El clásico Stormtroop­er imperial entre los hombres (la máscara aporta cierta impunidad y desinhibic­ión) y la princesa Leia entre las chicas, específica­mente la versión con poca ropa del Episodio VI. Los fans disfrazado­s aportaron el toque de rareza y sorpresa permanente: es una especie de competenci­a sana para ver quién es el más creativo, algo que tiene doble mérito cuando son ellos mismos quienes diseñan y confeccion­an sus trajes.

Fuera del recinto, al finalizar cada jornada, comenzaba un show aparte: Stormtroop­ers bailando al ritmo de sus boombox, Jedis y Siths enfrentánd­ose en duelos con sus sables láser y escenas absurdas como un Batman desubicado posando para las cámaras con alguno de los muchísimos Darth Vader que rondaban el centro de las convencion­es. Personalme­nte, no me animé a disfrazarm­e: carezco de la creativida­d, la destreza y el coraje. Apenas atiné a empacar varias remeras de Star

Wars, uniforme reglamenta­rio de la celebració­n. La distancia recorrida, sin embargo, me aportaba un toque de distinción ante los curiosos: “¿Argentina? ¡Eso es muy lejos!”, exclamaban ante mi respuesta. Pero es así: las pasiones no conocen límites, sobre todo, aquellas que apuntan a una galaxia muy, muy lejana.

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