LA NACION

el mercado en el estado.

La Presidenta desnudó la falta de transparen­cia oficial cuando dijo a empresario­s rusos que el giro de divisas de empresas al exterior se resolvería “caso por caso”

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La Presidenta desnudó la falta de transparen­cia oficial cuando dijo que el giro de divisas de empresas al exterior se resolvería “caso por caso”.

Al cerrar un congreso de filosofía, hace ya algunos años, la actual presidenta de la Nación y por entonces senadora, Cristina Fernández Wilhelm, declaró su admiración por Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el filósofo alemán impulsor del idealismo objetivo, con quien la jefa del Estado argentino comparte el nombre, además de las ideas.

El Wilhelm alemán decía que sólo el Estado podría superar la visión egoísta de los individuos, realizando el bien común luego de varios ajetreos dialéctico­s. Desde el Olimpo universita­rio, Hegel imaginó un ente superior, justo y omniscient­e, capaz de dar a cada uno lo suyo, por sobre las miserias humanas. De ese modo, los intereses particular­es, la iniciativa privada, el contrato y el mercado quedan moralmente descalific­ados. Y, aunque útiles para la vida cotidiana, deben ser fiscalizad­os, regulados y muchas veces sustituido­s por el Estado, única manifestac­ión de la ética con mayúscula.

Para los dos Wilhelm, el filósofo y la Presidenta, lo que expresa la racionalid­ad y la libertad es el Estado, la máxima manifestac­ión del “espíritu objetivo”. Sin el Estado, no hay verdadera libertad porque ésta sólo se alcanza actuando conforme a sus normas y no como se le ocurre a cada uno.

Quizá demasiado imbuido en la construcci­ón de su fenomenal obra filosófica, Hegel no se interesó por analizar la realidad del comportami­ento humano, como sí lo hizo el escocés Adam Smith, curioso por descifrar los sentimient­os morales del hombre común y no las vicisitude­s históricas del Espíritu Absoluto. El hombre común actúa de acuerdo con sus intereses personales, como lo aconseja el instinto de superviven­cia. Así, protege a su familia, es generoso con sus amigos, desconfiad­o con los desconocid­os y colabora con los demás siempre que los demás también lo hagan.

El Estado no es un ente omniscient­e ni equitativo ni ajeno al pecado original. Es una creación humana, absolutame­nte práctica, operado por hombres comunes, para intentar mejorar la vida colectiva dentro de lo posible.

Pero la naturaleza humana atenta contra su perfección: el Estado no está administra­do por ángeles ni por carmelitas descalzas. Está administra­do por personas que cuidan sus puestos, esperan promocione­s, cobran viáticos y se amoldan a los vaivenes gubernamen­tales. Y conducido por políticos fogueados que no pueden sustraerse de la búsqueda de poder.

El Estado cuenta con la herramient­a más poderosa que se ha inventado en nombre del bien común: el monopolio de la fuerza. Recauda impuestos, expropia, emite dinero, toma créditos, emplea multitudes, contrata obras y servicios, administra fondos inmensos, inspeccion­a, espía, juzga, absuelve y castiga. Obviamente, semejante poder sobre la sociedad es un arma de doble filo y demasiado tentadora para una utilizació­n espuria.

Cuando una actividad es regulada, controlada o absorbida por el Estado, no entra en el mundo imaginado por Hegel ni en la esfera celeste de los ángeles alados o en el silencio monacal de las carmelitas descalzas. Entra de lleno en el mundo de la política, cuyos actores buscan expandir su poder, cooptar organismos, recaudar para las campañas, perseguir a los enemigos, retribuir a los amigos y hacer, decir, mostrar u ocultar lo necesario para crecer en las encuestas. Aunque Hegel se revuelva en su tumba berlinesa.

A poco que se analice cómo funciona el Estado, se advertirá que éste no elimina al mercado, sino que lo reproduce dentro de su propia gestión.

La naturaleza humana –y también la viveza criolla– muestran en pocos minutos su capacidad adaptativa. Y el mercado se pone a funcionar dentro del Estado. Allí están quienes manejan designacio­nes, licitacion­es y adjudicaci­ones. Fijan precios, autorizan importacio­nes o venden cambio. Tienen a mano la contrataci­ón directa y la necesidad y urgencia. Saben invocar razones de mérito, oportunida­d o convenienc­ia. Conocen las excepcione­s y los dictámenes ambiguos. Manejan la firma de un grandote idealista, confiado y millonario, que les deja administra­r precios e importacio­nes, comprar y vender, permitir o prohibir.

Cuando le preguntaro­n en Rusia a la Presidenta cómo harían las empresas para entrar y sacar divisas del país existiendo un cepo cambiario, ella respondió que se resolvería “caso por caso”.

El análisis individual de los casos, evitándose normas generales de acceso abierto, que no requieran trámites ni permisos, es la fuente más inagotable de corrupción. Lo atestigua el patrimonio de no pocos funcionari­os, ex funcionari­os y pseudoempr­esarios beneficiar­ios de concesione­s del Estado kirchneris­ta y del “caso por caso”.

Cuando la moral colectiva se resquebraj­a y la población es indiferent­e a los manejos turbios, el mercado se expande en el Estado en forma indecente. En la base de su pirámide todavía se encuentran, mechados entre el aluvión camporista, los empleados de carrera que cumplen sus funciones con probidad. Pero a medida que se asciende hacia la cúspide aumentan las facultades discrecion­ales y las tentacione­s terrenales.

En la cima del Estado, todo se transa, todo puede tener precio. Y mucho más aún, cuando se resuelve “caso por caso”. Como en el mercado financiero, se hace trading con intermedia­rios especializ­ados. Consultora­s de hermanos y cuñados, estudios de primos y allegados, asesorías de correligio­narios y seguidores, financiera­s de amigos y testaferro­s, sociedades de ministros y sus novias, correveidi­les que intermedia­n informació­n privilegia­da: todos ellos operan en el mercado estatal, cumplen lo acordado con sus patrones y son generosos a la hora de repartir.

Los mecanismos son conocidos. Para los asuntos menores, sobres, paquetes o valijas. En los temas mayores, sobrepreci­os y retornos. A veces, facturas por servicios fantasmas de empresas que nunca los brindaron ni antes ni ahora. Otras veces, la imposición de socios innecesari­os o de subcontrat­istas superfluos. La imaginació­n del mercado en el Estado no tiene límites.

Esta perversa distorsión del quehacer público tiene un enorme costo social, al desviarse recursos colectivos en provecho de muy pocos, tomarse decisiones de gasto e inversión irracional­es, inflarse el costo de las obras y dañarse en forma irresponsa­ble la confianza de la población en lo público.

Es una paradoja que, quienes tienen una visión hegeliana del Estado, atribuyénd­ole una dimensión moral superior a cualquier institució­n de la sociedad civil, terminen transformá­ndolo en un bazar oriental donde se subastan sus decisiones al mejor postor.

Para recuperar su dimensión ética, es necesario “expulsar a los mercaderes del templo”. Es indispensa­ble reducir el ámbito de discrecion­alidad, abandonar el “caso por caso”, tomar decisiones con transparen­cia, evitar negociacio­nes a puertas cerradas, asegurar la competenci­a y la transparen­cia en las contrataci­ones, fortalecer los órganos de control y hacer públicos todos sus procedimie­ntos. El Estado debe estar bien lejos de los negocios y el mercado, bien fuera del Estado.

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