LA NACION

Cristina en el espejo

Contradicc­iones del discurso presidenci­al

- Carlos Pagni

Uno de los rasgos que el kirchneris­mo predica con más frecuencia de sí mismo es la disposició­n a defender ideas más allá de modas o presiones.

Esa caracteriz­ación llega desde el discurso inaugural de Néstor Kirchner, el 25 de mayo de 2003, hasta ahora. “No voy a dejar mis conviccion­es en la escalinata de la Casa de Gobierno.” Casi un eslogan. Su esposa, la Presidenta, reclama a diario que le reconozcan esa virtud. La vida pública parece ser, para ella, un acto de coherencia.

Este autorretra­to ha sido dañado de modo irreparabl­e. La ex legislador­a Vilma Ibarra acaba de publicar un largo examen de las posiciones públicas de Cristina Kirchner a lo largo de más de veinte años. Lo tituló Cristina versus Cristina. El ocaso del relato. La imagen que surge de la Presidenta al cabo de esa revisión es la contraria de la que ella se empeña en ofrecer.

En ocasiones, Cristina Kirchner aparece como una figura zigzaguean­te, capaz de cambiar de criterio una y otra vez sobre cuestiones estratégic­as. Por momentos llega al extremo de la disociació­n. Pero hay instancias en las que esa liviandad bordea la mitomanía.

Viene de tapa

Ibarra pone al lector frente a un personaje que es capaz de fabular situacione­s para embellecer su pasado frente a la audiencia. Uno de los méritos de Cristina

versus Cristina es la exhaustivi­dad. La autora recorre las presentaci­ones públicas de su personaje, desde los primeros alegatos en el recinto del Senado hasta los discursos pronunciad­os como presidenta, pasando por exposicion­es en las comisiones del Congreso, declaracio­nes ante la prensa o intervenci­ones en la Asamblea Constituye­nte de 1994. Ibarra se limita al rol de notario que consigna las palabras de otro con pocas acotacione­s. Esa sobriedad deja a Cristina Kirchner más expuesta en sus dobleces, incongruen­cias y tergiversa­ciones.

El escáner que Ibarra pasa sobre los textos de la Presidenta revela mucho más que las fluctuacio­nes de un dirigente. Ilumina peculiarid­ades de un grupo, el kirchneris­mo, al que la autora perteneció. Pero también desnuda una caracterís­tica que signa a toda la esfera pública en estos tiempos: el desencuent­ro entre política y verdad.

Uno de los campos en los que con mayor claridad aparece esa fisura es la economía. El oficialism­o se define por oposición con las políticas dominantes en la década del 90. Hace diez días, al homenajear a su esposo como ex secretario de la Unasur, la Presidenta volvió a maldecir “la pesadilla neoliberal que arrastró a nuestros pueblos a la exclusión y la pobreza”. Desde que la convertibi­lidad entró en crisis, en 2001, esa condena ha sido tan sistemátic­a que fuerza a ver a los Kirchner como opositores implacable­s a las decisiones de Carlos Menem y Domingo Cavallo.

Ibarra desmiente esa ilusión retrospect­iva con citas sorprenden­tes. La Presidenta y su esposo no sólo aceptaron “la pesadilla neoliberal”, sino que la defendiero­n levantando el índice contra quienes no se plegaban a ella. Es lógico. Cambiaron de ideas, pero no de estilo. Por ejemplo, en la Constituye­nte de Santa Fe, Cristina Kirchner reivindicó en estos términos el ajuste de la administra­ción menemista, a la que se refería como su propia administra­ción: “Cuando recibimos el gobierno en 1989 éramos un país fragmentad­o, al borde de la disolución social, sin moneda y con un Estado sobredimen­sionado que como un Dios griego se comía a sus propios hijos. Entonces hubo que abordar una tarea muy difícil: reformular el Estado, reformarlo; reconstrui­r la economía; retornar a la credibilid­ad de los agentes económicos en cuanto a que era posible una Argentina diferente”.

Es interesant­e advertir la ruptura entre los valores que se defienden en este párrafo y los que el oficialism­o predicó durante los últimos 12 años. Pero esa contradicc­ión vuelve todavía más visible una continuida­d: como cuando describe la saga inaugurada en 2003, Cristina Kirchner narra un plan de salvación. Hubo un sujeto, “nosotros”, que en 1989 liberó a la Argentina de la disolución hiperinfla­cionaria y, gracias al achicamien­to del sector público, la volvió aceptable para el mercado. Y hay un “nosotros” que liberó a la Argentina de las garras del mercado, y la curó de las miserias del liberalism­o. Ambos son el mismo “nosotros”. Tal vez importe poco de qué y para qué salvó a la sociedad en cada caso. Lo relevante es la salvación en sí misma. Neoliberal o bolivarian­o, el kirchneris­mo siempre fue mesiánico. Esa condición lo vuelve enfático. Y el énfasis resalta la incoherenc­ia.

La apología de la “pesadilla neoliberal” incluía la privatizac­ión de YPF. La señora de Kirchner, que era diputada provincial, no se mostró indiferent­e a la operación. Además de alentarla, promovió esta declaració­n legislativ­a contra quienes impedían esa “solución”: “Un conjunto de legislador­es de la Cámara de Diputados de la Nación (…) vienen obstruyend­o la posibilida­d de que aquella ley de federaliza­ción de hidrocarbu­ros y de privatizac­ión de Yacimiento­s Petrolífer­os Fiscales tenga siquiera su tratamient­o en esa Cámara. Como se comprender­á, ninguna argucia reglamenta­ria puede retrasar las soluciones que nuestra provincia necesita”.

La misma pasión ponía en 1996, ya como integrante del Congreso, para defender la convertibi­lidad. La desocupaci­ón había alcanzado el 18%. Pero ella, igual, decía: “Nosotros hacemos nuestro planteo apoyando la convertibi­lidad, el equilibrio fiscal y los sucesivos pactos fiscales. ¿Por qué razón? Porque sostuvimos y sostenemos que la convertibi­lidad no es, como algunos dicen, una cuestión de regla cambiaria. Es nada más ni nada menos que el compromiso del Estado de no financiars­e a través de la emisión”.

Doce años más tarde esta senadora, convertida en presidenta, hablaba en Mar del Plata del “exterminio de la convertibi­lidad”. Es imposible determinar cuándo y por qué se produjo ese cambio de ideas. Sólo cabe pensar en oportunism­o.

Hay cuestiones más delicadas en las que Cristina Kirchner muestra la misma inconsiste­ncia. Por ejemplo, la defensa de los derechos humanos. En 2005, el bloque de diputados del gobierno de su esposo impugnó el derecho de Luis Patti a integrar la Cámara, por la acusación de haber cometido crímenes de lesa humanidad. En 1999, el PJ, con la Presidenta como integrante del bloque, se había pronunciad­o igual sobre Antonio Bussi. En ambos casos no había una sentencia condenator­ia, pero los cargos eran verosímile­s.

Sin embargo, en 2013, cuando promovió al general César Milani como nuevo jefe del Ejército, la señora de Kirchner olvidó aquella intransige­ncia frente a los delitos aberrantes. Milani, que está en la misma situación que Patti y Bussi, se beneficia con su misericord­ia. En consecuenc­ia, una política que, por definición, debe ser universal, como la de derechos humanos, también tiene para ella la flexibilid­ad de un acordeón.

La sensibilid­ad de los Kirchner frente a la lucha por los derechos humanos es muy tardía. Apareció recién cuando llegaron al gobierno nacional. La demora parece perturbar a la Presidenta, que ha hecho esUn por dotar de una genealogía remota a esa preocupaci­ón reciente. Vilma Ibarra detectó que, en ese empeño, fue capaz de inventar episodios en los que no participó. O en los que participó, pero sosteniend­o la tesis contraria a la deseable.

En un discurso del 18 de junio de 2008, en pleno conflicto con el campo, Cristina Kirchner creyó recordar: “Me vieron también los argentinos sentada en mi banca de diputada, junto a ese gran socialista que fue Alfredo Bravo, reclamando la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final”. Ibarra regresó a los diarios de sesiones del 24 de marzo de 1998, el momento al que la Presidenta hacía referencia. Descubrió que ese día se liquidó una discusión entre el PJ y un grupo de diputados de la Alianza referida a esas dos normas. La diputada Kirchner votó con su bloque, el del PJ, por la derogación, que era inocua, pero no por la nulidad. En otras palabras: votó al revés que “el gran socialista Alfredo Bravo”, quien pretendía la declaració­n de nulidad, para que se pudieran reabrir los juicios por la represión clandestin­a.

El Indec es un testimonio muy elocuente de que para los Kirchner la correlació­n entre las palabras y las cosas es intrascend­ente. Pero Ibarra demuestra que ese menospreci­o por la verdad puede llegar a aspectos de la vida pública que se suponían sagrados. En otro libro que también acaba de aparecer, Los platos rotos. Memoria y balance del

Estado kirchneris­ta, Diego Cabot y Francisco Olivera reconstruy­en las gestiones que se realizaron en 2003 para convertir a Néstor Kirchner, “un caudillo de provincia a quien no se le conocían antecedent­es en la materia”, en un líder internacio­nal de los derechos humanos. Tampoco se le conocían declaracio­nes importante­s. Cuando Cristina Kirchner elogiaba la administra­ción de Menem, el riojano ya había dictado los indultos.

El matrimonio elaboró un pasado para sí y para su grupo. La maniobra no es inusual. En su excelente Elogio

de Historia en tiempo de memoria, el historiado­r español Santos Juliá analiza la propensión de muchas corrientes políticas a intervenir en las disputas del presente a través de adulteraci­ones del pasado. Juliá cita una referencia de Slomo Sand al film Shoa, de Claude Lanzmann. “Cuando sustituimo­s la historia por el recuerdo personal estamos aportando un elemento de manipulaci­ón política que despeja el camino, consciente o inconscien­temente, a un género nuevo de manipulaci­ón mitológica del pasado.” En estos casos, la memoria, como percepción libre y subjetiva del pasado, aspira a sustituir a la historia, que, como dice Juliá, es “un saber crítico que está obligado a dar cuenta de todo y que puede ser nefasto para la construcci­ón de identidade­s colectivas”.

También en el terreno institucio­nal la trayectori­a de Cristina Kirchner es la de un barrilete sin cola. Las idas y venidas con el Consejo de la Magistratu­ra fueron escandalos­as: aprobó una versión en 1997; la corrigió siendo senadora y primera dama en 2006, abreviando el número de miembros de tal manera que el Poder Ejecutivo tuviera más influencia, e intentó volver a reformarlo, ampliando el número de miembros, con la denominada “democratiz­ación” de la Justicia.

Con la Corte Suprema la Presidenta también tuvo increíbles marchas y contramarc­has. Y, como está demostrand­o en estos días, las seguirá teniendo. Los cambios de posición quedan al desnudo en sus distintas valoracion­es del Pacto de Olivos de 1993.

En 1997, durante aquella primera discusión sobre el Consejo, elogió el arreglo “porque se levantaba fundamenta­lmente la conceptual­ización del acuerdo político, no con connotacio­nes de pacto espurio sino, fundamenta­lmente, como un acuerdo entre partidos mayoritari­os para abordar una situación política a institucio­nal a la que nos había llevado el resultado de las elecciones de 1993”.

En 2005, durante la campaña para la senaduría bonaerense, ese juicio positivo había cambiado. Ahora el acuerdo aparecía con una luz desagradab­le: “Y en ese antes en el que yo hablaba de pactos, los hubo para todos los gustos, aunque los protagonis­tas sean casi siempre los mismos. Pactos de perpetuaci­ón en el sillón de Rivadavia, no para seguir haciendo cosas, sino para seguir con el latrocinio”.

año más tarde, en la segunda reforma del Consejo de la Magistratu­ra, respondien­do a Ernesto Sanz, fue todavía más dura: “¿Sabe por qué por ahí me pongo vehemente cuando escucho hablar del fin de la República y de la calidad institucio­nal? Porque pasaron estas cosas en mi país. ¡Se repartiero­n la Corte Suprema de Justicia de la Nación!”.

La condena al pacto entre Alfonsín y Menem cobija todavía significad­os potenciale­s. El Gobierno pretende llevar a nueve el número de miembros de la Corte, lo que supone una nueva traición de Cristina Kirchner a sí misma, que fue quien lo redujo a cinco. La ampliación facilitarí­a un entendimie­nto con el grupo político que gane las elecciones de octubre, o con el peronismo disidente del Senado. En otras palabras: la Presidenta pretende, antes de abandonar el poder, “repartirse la Corte” con otro grupo político. En caso de que lo logre, tal vez vuelva a los términos de 1997 para describir el arreglo: “Una conceptual­ización de acuerdo político, no con connotacio­nes de pacto espurio”.

Es llamativo que, en aquella tribuna de 2005, Cristina Kirchner hablara de que los que pactaron querían “continuar el latrocinio”. Hace mucho tiempo que en sus presentaci­ones no hace referencia alguna a la corrupción. Es un contraste con la legislador­a que creaba comisiones especiales para investigar inmoralida­des. O la que, cuando se discutió la derogación de la ley de flexibiliz­ación laboral, la de las coimas del Senado, preguntó: “¿Saben qué está demandando la sociedad? Que, por favor, alguien vaya preso en este país, alguna vez, por los delitos que se denuncian, muchas veces profusamen­te desde los medios, pero que jamás llegan a ninguna conclusión...”.

Las referencia­s negativas a la experienci­a menemista son un parámetro muy eficaz para advertir la mutación del kirchneris­mo. Bien entrados los años 90, Cristina Kirchner disentía en lo ético e institucio­nal. Pero coincidía con la convertibi­lidad y, en general, la política económica. Desde hace algunos años, los motivos de la divergenci­a y del acuerdo se cruzaron. Hoy, el kirchneris­mo repudia en Menem al líder de un experiment­o “neolibefue­rzos ral”. Y olvida las deformacio­nes institucio­nales o los rasgos indecentes de su administra­ción. Es comprensib­le. La Presidenta y su grupo no están en condicione­s de impulsar una discusión sobre transparen­cia o calidad institucio­nal.

Las incoherenc­ias del kirchneris­mo desmienten un prejuicio bastante generaliza­do. La presunción de que la escena está dominada por liderazgos basados en el culto de la imagen y el sometimien­to a las encuestas. Mauricio Macri y Daniel Scioli serían los casos más exagerados de una forma de abordar la esfera pública rendida al marketing, que gira en un vacío conceptual.

Kirchner y, sobre todo, su esposa se postulan a sí mismos como ejemplares de otra especie. Ellos serían la expresión de una idea. Su comportami­ento estaría basado en conviccion­es capaces de resistir los vientos de la circunstan­cia. El libro de Ibarra demuestra que esa autonomía es un simulacro. Que los conceptos y las consignas pueden ser coartadas para resolver ecuaciones de poder circunstan­ciales.

Es interesant­e, sin embargo, que esa impostura, siendo sistemátic­a, sea tan difícil de detectar. Tal vez se deba a dos razones. La primera, que la audiencia a la que se dirige la palabra oficial está integrada por personas dispuestas a aceptar cualquier argumento. Ibarra sostiene que Cristina Kirchner consigue que le pasen por alto las contradicc­iones o mentiras porque quienes la escuchan están dispuestos, de antemano, a creer. Santiago Kovadloff lo expresa de otro modo al examinar la complacenc­ia de los intelectua­les oficialist­as con las inconsiste­ncias del mensaje del poder. “Para ellos, el Gobierno no tiene razón. Es la razón.”

Sin embargo, existe un clima de época que favorece la aceptación del fraude verbal. Los políticos hablan para audiencias predispues­tas a olvidar. Personas que no acostumbra­n a relacionar la actualidad con el pasado. Que viven en un presente eterno. No debe sorprender que el intercambi­o de mensajes quede desligado, entonces, de cualquier compromiso con la verdad. Y que la política, carente de arraigo conceptual, esté condenada todo el tiempo a defraudar.

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Una y otra. Cristina cuando era diputada y defendía los cambios en la Corte y en el Consejo de la Magistratu­ra, y Cristina en su último discurso ante el Congreso
1998 Una y otra. Cristina cuando era diputada y defendía los cambios en la Corte y en el Consejo de la Magistratu­ra, y Cristina en su último discurso ante el Congreso
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2015

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