La verdad según el kirchnerismo
El paso del kirchnerismo por el gobierno dejará varias secuelas persistentes. Una de ellas, acaso no la menos nociva, es el perjuicio que sufrió la noción clásica de verdad: la verdad como correspondencia. Esta teoría tuvo su formulación más prístina hace unos 2300, en la Metafísica de Aristóteles: “Verdad es decir de lo que es, que es, y de lo que no es, que no es”.
La noción correspondentista de la verdad establece una correlación entre oraciones o proposiciones y estados de cosas o hechos. Está ligada a la posibilidad de establecer criterios objetivos. Si una oración describe un estado de cosas existente, es verdadera. Si describe un estado de cosas no existente, es falsa. A modo de ejemplo: la oración “Juan fue ayer al cine” es verdadera si y sólo si Juan fue ayer al cine.
A lo largo de los siglos, esta teoría admitió objeciones y ocasionó polémicas. Son muchos los filósofos que la rechazaron y algunos con razones de peso. Sin embargo, la esencia de la formulación aristotélica venía perdurando en el uso cotidiano de la palabra “verdad”.
En los últimos años las cosas han cambiado. Con la irrupción del kirchnerismo, el menoscabo de la noción clásica de verdad ha trascendido el ámbito de la filosofía académica y se ha difundido a casi todos los órdenes de la vida. Ya no extraña que durante un almuerzo familiar, ante una opinión política, alguien conteste con una pregunta que se ha vuelto recurrente hasta el hartazgo: “¿Vos desde dónde lo decís?”
Esta aciaga interpelación significa que importa menos la correspondencia del discurso con los hechos que el lugar de la enunciación. o como sintetizaría un miembro del conspicuo colectivo Carta Abierta: la verdad es siempre un instrumento en las relaciones de poder.
El problema de esta postura es, justamente, su alcance. Enunciada en un congreso dedicado a la filosofía francesa del siglo XX, puede ser el punto de partida de una discusión prolífica acerca de los problemas de la objetividad. Enunciada en una sobremesa o en un programa de televisión abierta, sólo lleva a la relativización de todas las cosas. Cuando se cuestiona al enunciador, deja de importar si Boudou ha cometido un grave delito de corrupción desde el Estado; lo que importa es que quien lo dice es un diario crítico. Cuando se cuestiona al enunciador, deja de importar si los hechos denunciados por Nisman ocurrieron realmente; lo que importa es con quién veraneaba Nisman, quiénes eran sus colaboradores, quiénes sus amigos.
La máxima expresión de este desdén por la verdad como correspondencia es la completa adulteración de las estadísticas oficiales. Sin estadísticas oficiales precisas no es posible comprobar ninguna correlación entre lo que se dice y lo que es. ¿Cuántos pobres hay? No se sabe, no importa. Cualquier entidad no gubernamental que haga mediciones sufrirá de parte del Gobierno los mismos embates que los demás discursos ajenos. Si las cifras incomodan, se dirá que son la operación de algún poder oculto e insidioso. Si agradan, se dirá que son verdaderas. No importan los parámetros, no importan los criterios. Lo único que se juzga es quién lo dijo.
A lo largo de estos años, el kirchnerismo presentó siempre esta relativización de la verdad clásica como una lucha épica del Estado contra corporaciones poderosas y malignas. El hecho de que el propio kirchnerismo haya logrado conservar tantos años el poder del Estado debería alertarnos sobre el trasfondo paradójico de esta premisa: si las corporaciones no lograron imponer sus designios, probablemente no sean tan poderosas ni tan malignas.
La noción de verdad clásica ha funcionado tradicionalmente como un espejo. Quizás un espejo imperfecto, pero de su imperfección no se sigue que convenga su completo menoscabo. Aunque sea imperfecto, quizá sea el mejor espejo posible. El kirchnerismo ha socavado la noción de verdad clásica porque pretendió y sigue pretendiendo un país donde los espejos no sean espejos, sino cuadros pintados a voluntad. De eso se trata el relato.
Pero apuntar al relato kirchnerista por su capacidad destructiva de criterios objetivos ya resulta trivial. La pregunta a estas alturas tal vez debería ser otra: ¿por qué a tantos argentinos les molesta un criterio de verdad que busca la mera correspondencia de las proposiciones con los hechos? Como si mirarse en un espejo normal fuera algo condenable. o peor: como si el reflejo que allí aparece fuera algo monstruoso.