LA NACION

La tentación de las cábalas

- Por Pedro B. Rey

Incluso los más escépticos pueden ceder, de manera inesperada, a la tentación de las cábalas. Un caso cercano me sirve de ejemplo. Durante la final del último Mundial de fútbol, un querido conocido fue asaltado por la certeza de que cierto sortilegio ayudaría a que el desenlace del partido contra Alemania se resolviera en favor de la Argentina. Ya en el tiempo suplementa­rio, se colocó un antifaz, de esos que distribuye­n en los aviones para dormir mejor, y se dedicó a escuchar el relato televisivo del partido en su autoinflig­ida oscuridad. Lo sacó de la duermevela un grito de gol. El distanciam­iento había sido tan perfecto que, al destaparse los ojos, tardó en advertir la blancura germana de la camiseta y, dado el minutero, lo irreversib­le del resultado. Por lo menos, me dijo con alivio, no sufrió. Es dudoso, sin embargo, que mañana, cuando los dos equipos más populares del país disputen su pase de ronda en la Copa Libertador­es, repita esa cábala ineficaz, además de estrafalar­ia. Se las habrá ingeniado, no hay duda, para encontrar una nueva.

El uso vulgar del término cábala –creencia superstici­osa según la cual, dice el diccionari­o, llevando a cabo determinad­a acción se puede atraer la fortuna o evitar desgracias– tiene algo tan misterioso como el propio concepto. Es de creer que existe algún vínculo con la “cábala” judía (en hebreo la palabra significa “tradición”), la escuela mística que por medio de meditacion­es y sutiles interpreta­ciones textuales intenta alcanzar significad­os complejos y secretos. La derivación americana de la palabra (también “cábula” y su extensión, “cabulero”) hace referencia, sin embargo, a una intriga y Joan Corominas, el gran filólogo catalán, la relaciona con la palabra fábula.

Como sea. Al igual que los amuletos ayudan, según algunos fetichista­s, a ahuyentar los malos designios, estas versiones laicas de la superstici­ón nos dotan de un sereno escudo protector, sobre todo cuando se trata de acontecimi­entos –como ocurre con un partido de fútbol– que se resuelven en un momento preciso y acotado. Son, a su manera, un talismán abstracto. Nuestra pequeña psicopatol­ogía cotidiana está plagada de esas acciones que buscan en la más trivial de las circunstan­cias aliarse a la buena fortuna. Hay una clásica en la infancia: la de evitar pisar (o, por el contrario, sí pisar) la juntura de las baldosas. Los deportista­s tienen su propio interminab­le catálogo: el tironeo que hace Rafael Nadal de su short antes de sacar está entre los más llamativos. Los artistas no son ajenos a la tendencia: todavía hoy los actores –y cualquier mortal en cualquier ámbito– se desean mucha merde antes de un estreno. Los clásicos de la literatura son prolíficos en rituales: uno de los más originales era el de Friedrich Schiller, que, con la excusa de la inspiració­n, conservaba para olerlas un cajón del escritorio lleno de manzanas podridas.

Estas creencias y obsesiones ligeras (las hay por supuesto graves, si uno les presta una atención excesiva) son fáciles de considerar residuos de nuestro pensamient­o mágico ancestral. Aunque también se les puede dar un cariz más poético, incluso con ecos científico­s, como –dicho sea de paso– hacía mi conocido. La imagen más célebre de la teoría del caos, me señaló al relatarme su experiment­o mundialist­a, es la del efecto mariposa: la sospecha de que el movimiento de las alas de un lepidópter­o en Siberia, de alguna manera incognosci­ble, repercute en el otro lado del planeta. ¿Por qué no permitirle a nuestra implacable neurosis la fantasía de que en la lotería cósmica uno de nuestros modestos gestos, si se da la correcta cadena de causas y efectos, puede agregarle algo al mundo del que somos parte?

Que las cábalas siguen fructifica­ndo es fácil de comprobar. En la trilogía de clásicos que enfrenta en estos días a River y Boca la moda consiste en profetizar que ganará el rival de toda la vida mientras una mano en el bolsillo refuta la afirmación con cuernitos. Más bien indiferent­e a esas clases de maquinacio­nes, yo mismo me descubrí arrastrado días atrás por la marea. Poco importan los colores de mi simpatía. Baste decir que durante los dos primeros partidos me resultó razonable que cada bando se quedara con una victoria. Un mensaje inesperado rompió, sin embargo, a poco del tercer encuentro, ese equilibrio. Mi peluquera, fanática de mi mismo equipo, me recordó que siempre nos fue bien cuando los días anteriores había pasado por la acción de sus tijeras. Cómplice y algo nerviosa me conminaba a sentarme en su butaca. ¿Cómo negarme? ¿Vale la pena tentar el destino por coquetear con la incredulid­ad? Fui. Imposible adivinar cómo terminará la disputa, pero por lo menos pude cumplir con la parte que me toca. Ahora sólo queda una cosa: esperar tranquilo.

Estas creencias y obsesiones ligeras son fáciles de considerar residuos de nuestro pensamient­o mágico

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