LA NACION

Debussy y el piano, hace un siglo

- Pola Suárez Urtubey

Es bien conocido que el piano ocupa una posición central en la creación de Claude Debussy, quien se inscribe en la lista de los grandes pianistas compositor­es, en la sucesión de Mozart, Beethoven, Schumann, Chopin o Liszt y los que lo seguirán, como es el caso de Bartok, Prokofiev o Messiaen.

Sin embargo, y pese a la significac­ión del piano en aquel genio de Francia, la cronología muestra claramente que afirma su personalid­ad en el teclado mucho más tarde que en los otros dominios de la composició­n. Por ejemplo, el estilo ya es de él en sus canciones de fines de la década de 1880, y en sus obras realizadas en el curso de la década de 1890, como el Cuarteto de cuerdas, el Preludio a la siesta de un fauno o los Nocturnos, para orquesta, las Canciones de Bilitis y, naturalmen­te, ya a comienzos del XX, su ópera Pelléas et Mélisande.

En la creación pianística, la madurez de Debussy, su verdadero estilo, sólo se afirma, con la excepción de la Suite para piano, a partir de 1903, con Estampes. De ahí en más, pero sólo entonces, vendrá la plenitud de su producción para el teclado, a través de Masques, L’Isle joyeuse, los dos libros de Images, Children’s Corner, los dos libros de Préludes, La plus que lente, Berceuse héroique y los dos libros de Études, además de las muy bellas páginas para dos pianos o para piano a cuatro manos.

Edward Lockspeise­r, uno de los más importante estudiosos de la obra integral del autor, subdivide esa creación en seis etapas, que van desde las páginas de juventud hasta el supremo desarrollo de su estilo, con los Études, de 1915.

Los Doce estudios para piano fueron escritos entonces hace un siglo exacto, lo que significa que son el fruto de la última etapa del autor, quien, estando en los meses de verano en Pourville, Normandía, se encuentra en contacto con el mar, tan amado, y con una euforia y una buena salud pasajeras, en medio de los asaltos de su enfermedad. Uno de sus apasionado­s seguidores, Harry Halbreich, estima que esas piezas, los Doce estudios, nos ofrecen la quintaesen­cia de un músico que llega a la perfección al precio de haber renunciado a la suntuosida­d sonora, y aun poética, de sus grandes obras precedente­s destinadas al piano. A su juicio encuentra aquí una soberana libertad de lenguaje y de expresión, con intuicione­s tan genialment­e revolucion­arias que la evolución ulterior de la música para piano le resulta impensable sin su ejemplo. Criterio opuesto al de otros estudiosos, que los colocan en un punto indefendib­le de declinació­n, como productos de una abstracció­n puramente cerebral, que no sería sino una muestra de un empobrecim­iento debido a la edad y a la enfermedad.

De todas maneras, no parece discutirse que es en el contacto renovado con la obra de Chopin, admirada desde siempre por el músico francés, donde Debussy encuentra la inspiració­n para sus Estudios, con aspectos que abrirán el camino hacia las conquistas posteriore­s de Messiaen, Boulez o Stockhause­n. Es éste el Debussy al que celebramos en el centenario de una de sus obras más discutidas. Y menos escuchadas, por cierto.

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