LA NACION

El país necesita intelectua­les optimistas

Tras una década de antagonism­os, la política debe ser pensada mirando no al pasado, sino al futuro, para construir la agenda de lo posible desde la empatía y la propuesta superadora

- Iván Petrella

José Pablo Feinmann publicó en 2008 La filosofía y el barro de la historia, un libro que, desde el título, intentaba mostrar a los intelectua­les en relación directa con su propio tiempo y contexto. El tema, abordado por un pensador cercano al gobierno nacional, sonaba como una invitación a sumarse a los procesos políticos y como una reivindica­ción del papel que muchos intelectua­les argentinos tenían en la discusión pública del país. Hoy, varios años después, se viven tiempos de cambio. Un largo ciclo llega a su fin y, como en todo momento de transición, se vuelve necesario reflexiona­r sobre el camino recorrido y el futuro por venir. ¿Qué balance podemos hacer sobre los intelectua­les y la política durante la década kirchneris­ta?

A grandes rasgos, hoy los intelectua­les que participan en política se dividen en dos grupos. En un grupo, están los pensadores que son defensores explícitos del Gobierno y que suelen trabajar directa o indirectam­ente para él. Muchos fueron cercanos a la política oficialist­a desde el comienzo, y aportaron gran parte del discurso y de los conceptos que están en la base misma del proyecto kirchneris­ta. Esto no es una sorpresa: como el primer gran actor político emergente tras la crisis de 2001, el kirchneris­mo necesitaba desarrolla­r un lenguaje propio e interpreta­ciones que lo explicaran para dentroy para fuera, yesa función fue cumplida por sus intelectua­les.

A medida que realizaban la tarea, sin embargo, estos pensadores se en contraron con una barrera: su cercanía con el Gobierno se tradujo en una incapacida­d para la crítica y la autocrític­a. Poco a poco, su actividad fue mutando, y lo que había empezado como construcci­ón se convirtió en una apología y una justificac­ión constante de los actos de gobierno. La pérdida de honestidad intelectua­l llevó a un resultado predecible: muchas de estas personalid­ades quedaron impugnadas y perdieron su credibilid­ad en el debate público.

El otro grupo de intelectua­les, que incluye a algunos de los nombres más resonantes de la intelectua­lidad argentina, se configuró en una posición diametralm­ente opuesta. Estos pensadores se mostraron desde un principio como independie­ntes del Gobierno y, por lo tanto, capaces de ofrecer una verdadera crítica de sus medidas. Así, haciendo de la honestidad de su opinión una bandera, se convirtier­on en los representa­ntes ideológico­s más fuertes detrás de la mayoría de las posturas antikirchn­eristas. Sus disensos, sin embargo, no pasaban tanto por el contenido de las políticas del gobierno, sino por cuestiones relacionad­as con las denuncias de corrupción y la creciente falta de institucio­nalidad.

Algunos de estos intelectua­les también sufren a veces de cierta falta de honestidad o apertura. Se evidencia en la manera en que se aferran a dicotomías simplistas y no representa­tivas para la ciudadanía, en la resistenci­a que expresan hacia el desarrollo de nuevos conceptos, en la añoranza con la que miran configurac­iones políticas del pasado y en la persistenc­ia con la que sostienen categorías de análisis anticuadas. Si el intelectua­l kirchneris­ta se caracteriz­ó por forzar la realidad para ajustarla a su relato, algunos intelectua­les antikirchn­eristas a veces alejaron la vista de la realidad para no tener que reformular sus ideas y categorías.

Tras una década de antagonism­os, quizá sea tiempo de invocar un modo de intervenci­ón diferente. En una entrevista reciente, Axel Honneth, actual director de la Escuela de Frankfurt, decía que el pesimismo metodológi­co de los primeros pensadores de la teoría crítica dejó su lugar a una visión distinta de los intelectua­les y de su relación con la sociedad. El autor marca un camino por seguir cuando dice que hoy “una de las tareas de los intelectua­les es hacer lo que podamos para aumentar la confianza de la gente en su capacidad de cambio”. Desde su punto de vista, los intelectua­les tienen “la obligación moral de no ser pesimistas”, pues va contra la democracia describir la realidad de tal manera que parezca que no tenemos capacidad para mejorar.

Honneth explica de manera muy sencilla esta transforma­ción del pesimismo de la época de Adorno y Horkheimer al optimismo actual: los nuevos pensadores crecieron inmersos en la democracia, a diferencia de los fascismos en los que vivieron sus predecesor­es. Y a tiempos distintos correspond­en espíritus distintos e intelectua­les diferentes. Un análisis similar se puede aplicara la situación argentina. La mayoría de los intelectua­les, tanto los kirchneris­tas como los antikirchn­eristas, se formaron políticame­nte durante gobiernos de facto y en el contexto ideológico de la Guerra Fría.

Tal vez en nuestro país también exista la oportunida­d para la aparición de una nueva generación de pensadores, probableme­nte más joven, formada en tiempos de gobiernos democrátic­os y que no se siente contenida por ninguno de los dos grupos presentado­s antes. Serán intelectua­les con otra visión de la política, del país y del contexto internacio­nal. Estarán más interesado­s en imaginar el futuro que en interpreta­r el pasado y verán al mundo no como una amenaza, sino como una oportunida­d para crecer como país y como personas. Su primera reacción ante los problemas y los desacuerdo­s no será la crítica, sino la empatía, y su segunda reacción será la propuesta superadora. Estos intelectua­les tendrán un optimismo contagioso y serán capaces de plantear, concentrar­se y privilegia­r la agenda de lo posible por sobre la agenda de lo que ya pasó, buscando sacar lo mejor de cada ciudadano en vez de intentar separar quién es bueno de quién es malo.

Sobre las espaldas de estos intelectua­les, se apoya una tarea importantí­sima: terminar con las viejas divisiones y dicotomías que marcan la Argentina de los últimos 50 años para profundiza­r en serio la democracia y no permitir que la ciudadanía caiga, desanimada, en la idea de que no tiene la capacidad para cambiar las cosas.

Un país que está terminando un ciclo necesita una intelectua­lidad dispuesta a interpreta­r los tiempos y los cambios sin tantos condiciona­ntes políticos y sin tanto miedo a abandonar las viejas miradas; una intelectua­lidad dispuesta a innovar tanto en sus marcos conceptual­es como en sus simpatías políticas. En suma, una intelectua­lidad que esté dispuesta, todos los días y en todas las conversaci­ones, a predicar la democracia no sólo como un mecanismo electoral, sino como un modo de vida y una posibilida­d real de transforma­ción social. Tal vez esos intelectua­les ya están entre nosotros e intentan hacer valer su voz en medio de las divisiones encarnizad­as que debemos, entre todos, superar.

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