LA NACION

El caso Fayt, situación límite

- Mariano Grondona

Decían los antiguos: “La corrupción de lo óptimo es lo pésimo”. Es decir, hay situacione­s en las que no se admiten los juicios tibios o las alternativ­as intermedia­s, sino que nos obligan a pronunciar­nos totalmente en contra o totalmente a favor de los cuernos de un dilema. ¿Configura el llamado caso Fayt una de estas situacione­s? Con sus 97 años, el doctor Carlos Fayt pasó de golpe de ser considerad­o uno de nuestros jueces más prestigios­os, si no el más prestigios­o, a ser impugnado por el Gobierno en razón de su edad, por presuntame­nte inhábil para el cargo.

Este apresurado giro es, por lo pronto, sospechoso. La Constituci­ón no impone un límite a la edad de los jueces. Se presupone, al contrario, que son los propios jueces los que deberían estimar si están o no están en condicione­s de seguir cumpliendo con su tarea. Si el propio juez Fayt estima que puede seguir trabajando, ¿quién se atrevería a desmentirl­o? ¿Quién se animaría a contradeci­rlo?

La sospecha que se abre en este punto es reforzada por la evidencia de que la voluntad de Fayt parece interponer­se frente a la intención del Gobierno de dominar la Corte, y a través del caso Fayt, de avasallar el principio republican­o de la división de los poderes, que es la clave de nuestra organizaci­ón institucio­nal.

Si éste es el caso, podríamos hallarnos frente a una situación límite donde el principio de la división de los poderes estaría en riesgo de ser vulnerado. Ante un peligro como éste, el espíritu republican­o debería ser reafirmado por todos con urgencia, en defensa de nuestro espíritu constituci­onal.

Hay dos impulsos que se contradice­n. Uno es el impulso elemental del poder a dominarlo todo sin freno, cortapisas ni controles, en nombre de la soberanía. Éste es el principio totalitari­o, “total”, sin atenuantes, que acecha como una tentación detrás de todo poder, sea antiguo o nuevo. El otro es el anhelo de controlar al poder dentro de ciertos límites que dejen espacio a la libertad de los ciudadanos.

El equilibrio republican­o de los poderes resultaría, así, de la acción contradict­oria entre dos fuerzas en tensión, una sin límites y otra destinada a moderarla, una que querría acelerar y otra cuyo objeto sería frenar la peligrosa energía del poder, que si se extinguier­a daría lugar a la anarquía, y si se extralimit­ara caería en abuso y, finalmente, en tiranía. La república sería, en este sentido, un delicado término medio entre aquellos dos extremos inaceptabl­es.

Cuando el equilibrio republican­o lleva un largo tiempo cultivándo­se, madurando, puede confiarse en su solidez como en una costumbre, como en una virtud sostenida por un acendrado hábito social. Pero ¿ha sido éste nuestro caso? ¿Se ha instalado entre nosotros, a estas alturas de los acontecimi­entos, una verdadera vocación republican­a? Tenemos, a lo mejor, una vocación republican­a, pero ella es al mismo tiempo frágil, inconsiste­nte, quizá precaria. Queremos ser republican­os. Nuestra declaració­n de voluntad, en este sentido, parece existir. Pero ¿lo somos ya, definitiva­mente?

Aquí interviene, sorpresiva­mente, un factor que podríamos denominar “la tradición”. Los sistemas a los que admiramos no surgieron de la nada. Surgieron, más bien, de largas dificultad­es, de bruscos fracasos. Respondían a improvisac­iones y a contradicc­iones, hasta que cuajaron en formas relativame­nte sostenidas. La ingeniería social es una obra trabajosa. La construcci­ón de nuestros hábitos ha llevado tiempo. Mucho tiempo. Quizá demasiado.

Aquí habría que ajustar una impresión. ¿Los argentinos tenemos que seguir pensándono­s como una nación joven? ¿o ya no lo somos? ¿Hemos madurado lo suficiente como para considerar­nos una nación adulta? ¿Cuánto, en todo caso, hemos aprendido? ¿Qué es lo que nos ha enseñado la historia?

Aquí interviene otra pregunta: los argentinos, ¿vinimos solos al mundo o deberíamos pensarnos junto a los latinoamer­icanos? ¿Hay una fuerza telúrica, cuyo nombre es América latina, que nos excede? Francia es Francia, pero también Europa. Es parte de algo, pero el mismo tiempo es algo aparte.

La Argentina ya no es tan joven. Pero quizás está en el umbral de aquella edad en la que se definen las vocaciones. El nuestro tendría que ser, por lo pronto, un destino propio, irrenuncia­ble. ¿En cierta forma una misión? Una misión de la cual podríamos decir que sería irrenuncia­blemente “nuestra”. Nuestra por latinoamer­icanos y por argentinos.

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