LA NACION

El lado B de los estereotip­os

- Por Nora Bär

El último fin de semana, en la entrega del premio Ciencia que Ladra, Editorial Siglo XXI-La Nacion, volví a comprobar hasta qué punto, a diferencia de la imagen social prevalecie­nte, los científico­s son “gente como uno”. Entre los presentes en la sala Juan Rulfo de la Feria del Libro, Diego Golombek, neurobiólo­go y director de la colección, acababa de suspender su tarea en la cocina (estaba haciendo una torta con forma de submarino amarillo para el cumpleaños de su hijo) para estar en el encuentro; Ernesto Blanco, físico y autor de Los Beatles y

la ciencia, cargaba con su guitarra para cantar temas de la banda inglesa, de la que es fan, y Valeria Edelsztein, doctora en química de la UBA y autora de Científica­s. Cocinan, limpian y ganan el premio Nobel (y nadie se entera), estaba exultante por su reciente maternidad. Adorables.

Es probable que parte de la idea de que los científico­s son necesariam­ente “raros” y “obsesivos” (aunque los hay) se origine en el cine de Hollywood, siempre tan convincent­e a la hora de sugerir modelos culturales. Después de haber visto Amadeus, de Milos Forman, con guión de Peter Schaffer, a uno se le hace imposible imaginar al genial músico diferente de Tom Hulce, el protagonis­ta, y a Salieri, menos consumido por la envidia que Murray Abraham.

En los films e historieta­s abundan los científico­s que son genios locos (como John Nash, el matemático que lucha contra los fantasmas de la esquizofre­nia en Una mente brillante), esotéricos ineptos (como Doc Brown en Volver al futuro) o perversos que sólo quieren destruir a la humanidad (como Green Goblin, el supervilla­no de El hombre araña). Inclusive las nuevas series de TV frecuentan esa veta. Los protagonis­tas de

The Big Bang Theory ganaron millones de dólares haciendo reír con las situacione­s ridículas que provocan por su despiste.

La verdad, por supuesto, es bastante diferente. Tal como Ingres alcanzó el virtuosism­o en la pintura y se destacó en la ejecución del violín (de allí, la frase “violín de Ingres” para referirse a una destreza alejada de aquella que otorga la celebridad), son muchos los científico­s que cultivan múltiples talentos e intereses. Y viceversa: hay artistas, incluso del espectácul­o, atraídos por la ciencia.

Cualquiera sabe que Leonardo fue un compendio en sí mismo, un superdotad­o al que nada de lo humano le fue ajeno. Pero hay otros ejemplos. Samuel Morse, célebre por haber creado el telégrafo y el código que lleva su nombre, también era un retratista tan apreciado que en un momento dudó entre seguir el camino de la ciencia o del arte. Goethe, figura cumbre de la literatura alemana, fue creador de una teoría de los colores y se interesó por la geología, la química y la medicina. Fermat, uno de los principale­s matemático­s del siglo XVII, al que se debe el célebre teorema cuya demostraci­ón llevó 350 años, era juez. Y Einstein nunca dejó de tocar el violín, ni siquiera en las épocas en que estaba más sumergido en el desarrollo de sus teorías.

Por otro lado, Hedy Lamarr, que en un tiempo fue considerad­a una de las mujeres más bellas del mundo, fue actriz e ingeniera en telecomuni­caciones, además de inventora de un sistema de … ¡guía de torpedos! Otra belleza, pero actual, Natalie Portman, ganadora de un Oscar por su papel en El cisne negro, llegó a las semifinale­s del Intel Science Talent Search, conocida por ser la antesala de “genios” científico­s: siete de sus ganadores o finalistas obtuvieron luego el Premio Nobel; dos, la medalla Fields; media docena, la medalla nacional de ciencias de los Estados Unidos, y varios otros, la beca Mac Arthur. Portman, además de graduarse en Harvard, estudió francés, japonés, alemán, árabe y castellano.

Y Brian May, el guitarrist­a de Queen, se licenció en física y astronomía en 1968 en el Imperial College de Londres, y se doctoró en astrofísic­a en 2007, a los 62 años y con una tesis sobre vientos interestel­ares. Actualment­e es rector honoris

causa de la Universida­d John Moores, de Liverpool...

Lo más admirable es cuando la modestia extrema envuelve a vidas extraordin­arias como la de Santiago Ramón y Cajal, eximio dibujante de las neuronas que “veía” a través del microscopi­o a fines del siglo XIX. A él se le atribuye haber escrito que “como todo, mi insignific­ante personalid­ad será olvidada en poco tiempo”…

Son muchos los científico­s que cultivan múltiples talentos e intereses. Y viceversa

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