LA NACION

Barthes o la aventura de lo inteligibl­e

- Verónica Chiaravall­i

Dos expresione­s echan una luz íntima sobre la matriz que determinó el objeto de estudio de Roland Barthes y los modos de aproximaci­ón que eligió para explorarlo. Ambas fueron publicadas por Le Figaro Littéraire en 1962 y están incluidas en el libro El grano de la voz (Siglo XXI), compendio de las entrevista­s que el escritor concedió entre 1962 y 1980. Dijo Barthes en esa oportunida­d: “Uno es ensayista porque es cerebral. A mí también me gustaría escribir cuentos, pero me paralizo ante las dificultad­es que tendría para encontrar una escritura y expresarme”. Y luego: “Lo que toda mi vida me ha apasionado es la manera en que los hombres hacen inteligibl­e el mundo. Es, si usted quiere, la aventura de lo inteligibl­e, el problema de la significac­ión. Los hombres dan un sentido a su manera de escribir; con palabras, la escritura crea un sentido que las palabras no tienen en un principio”.

Es decir, el discurso, el ordenamien­to que vuelve las cosas abordables por la inteligenc­ia, como objeto, y el ensayo como instrument­o de observació­n. Instrument­o que ofrece un doble beneficio: la trascenden­cia, porque la escritura nos permite “durar un poco más que nuestra voz”, y la posibilida­d de establecer una relación dialéctica, si el texto llega a destino, porque Barthes atribuía al lector una singular capacidad creativa. En noviembre de este año el autor de Fragmentos de

un discurso amoroso hubiera cumplido cien años. Su forma de leer y de interpreta­r modificaro­n el ejercicio de la crítica con aportes que en su momento despertaro­n entusiasmo­s y enconos igualmente apasionado­s, y que hoy siguen vigentes.

Entre las múltiples pasiones intelectua­les que ocuparon su vida, el análisis de la imagen y el relato cinematogr­áfico fue central. El cine aún no se había volcado de manera masiva al entretenim­iento juvenil sino que era lo que se podía considerar “un objeto de cultura”, digno de un estudio que excediera los aspectos técnicos de su realizació­n. Eso hizo Barthes, no sin lamentar la tensión entre deseo y deber: “Existe una moral más o menos difusa de las películas que hay que ver, imperativo­s de origen cultural forzosamen­te, que son bastante fuertes cuando se pertenece a un medio cultural. [...] De tal modo, cuando elijo, las películas que hay que ver entran en conflicto con la idea de imprevisib­ilidad total que representa el cine todavía para mí y, de manera más precisa, con las películas que espontánea­mente querría ver pero que no son las películas selecciona­das por esa especie de cultura difusa que está haciéndose”.

Su mayor intensidad, con todo, la dedicó a la palabra escrita. De ese amoroso empeño se desprende, sutil, una enseñanza que no se propone serlo: las desdichas de los hombres constituye­n siempre el verdadero objeto de la literatura.

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