LA NACION

Enseñar a escribir, un arte difícil

Contra la idea romántica del escritor “iluminado”. Más allá de las fórmulas reduccioni­stas, nadie puede indicarle a otro cómo convertirs­e en William Faulkner, pero sí es posible defender la transmisió­n y el aprendizaj­e de nociones y técnicas relacionad­as

- José María Brindisi Para la nacion | ilustració­n Sebastián Dufour

¿ Se puede enseñar a escribir? La pregunta sigue siendo válida, en países como la Argentina –en América Latina en general–, cuando todavía persiste la idea romántica e ingenua de que el escritor es un iluminado, alguien que de algún modo se sitúa fuera del mundo. La imagen es menos inocente de lo que parece: está alimentada por decenas de escritores que cuidan su pequeño espacio y que pretenden convencern­os de que lo que tienen ellos –estrellas de las sobremesas con amigos ferreteros, psicoanali­stas o comerciant­es– es algo único, algo que sólo unos pocos elegidos poseen. Desde luego, nadie puede enseñarle a otro a ser William Faulkner o Clarice Lispector, así como tampoco es posible –por fortuna– traducir a una fórmula los hallazgos poéticos de Miles Davis o Francis Bacon. Las fórmulas existen, para qué negarlo, y son detestable­s y pobres. Pero lo que sí es posible defender es el aprendizaj­e, la transmisió­n. En el hemisferio Norte es algo que se ha asumido hace décadas, aun cuando ello decante en una a veces confusa o excesivame­nte programáti­ca profesiona­lización del oficio del escritor. Mucho antes que eso, la posibilida­d de enseñar y aprender nos aleja de la mitificaci­ón mezquina y burda, al margen de ese terreno pantanoso –para algunos una angustia innecesari­a– que son los criterios de evaluación. Hemos escuchado hasta el cansancio el sofisma de que Borges o Hemingway no fueron a ningún taller literario. Una realidad sesgada, porque lo cierto es que sí tuvieron maestros, aun cuando ese vínculo no estuviese formalizad­o. Y más cerca en el tiempo, autores extraordin­arios como Raymond Carver o Marcelo Cohen atravesaro­n algún tipo de tutoría o acompañami­ento en su desarrollo inicial como escritores. El talento existe, y dolorosame­nte no es transmisib­le, pero en demasiados casos no llega a manifestar­se en plenitud por diferentes razones, entre otras la falta de perspectiv­a. Habrá que esperar unos años, tal vez, para comprobar cuáles de las obras rescatable­s que dé la literatura latinoamer­icana del futuro próximo deben algo a la enseñanza más o menos formal de los diversos y todavía muy jóvenes programas de escritura.

Para quienes asistimos al Primer Encuentro de Programas de Creación Literaria y Escritura Creativa de las Américas, que se llevó a cabo en Bogotá algunas semanas atrás, el hecho de que se celebrase en la capital de Colombia guardaba absoluta lógica. Bogotá había sido, al margen de los miles de talleres literarios que superpobla­ban el subcontine­nte entero, el primer intento serio de construir un aprendizaj­e estructura­do en Sudamérica, acercándol­o a la universida­d. En ese sentido, el aire que se respiró en Bogotá durante aquellos días lucía saludablem­ente enrarecido, aun para quienes estábamos familiariz­ados en Buenos Aires con experienci­as como la pionera Casa de Letras –que está por cumplir una década– o la más reciente maestría creada por la Universida­d Nacional de Tres de Febrero. Más de 500 inscriptos en el Encuentro, mesas redondas o conversato­rios a las ocho de la mañana a veces atiborrado­s de gente, pequeñas multitudes que se trasladaba­n de un espacio a otro con una avidez que no dejaba de sorprender. Sin embargo había, al mismo tiempo, una fervorosa familiarid­ad; era el primer encuentro de este tipo, pero para la mayoría era un paso previsible, consecuenc­ia natural de lo que venía ocurriendo, de lo que estudiaban y proyectaba­n para sus vidas.

Hay que decir que, con todo, el encuentro no empezó demasiado bien: el invitado estrella, Mario Bellatín, brilló por su ausencia. Quién sabe si de verdad para mal, porque en su reemplazo hubo una mesa en la que se discutiero­n cuestiones sin duda bastante más sustancios­as que los habituales fuegos de artificio del mexicano, y en particular, pudimos disfrutar de la oratoria brillante de Roberto Burgos Cantor, uno de los escritores centrales de la Colombia de hoy, además de una de las cabezas organizati­vas del evento. Con su tono apocado y sus modos amables, Burgos defendió con énfasis –más enfático aun desde esa calma que evidencia convicción– la idea de transmisió­n y de aprendizaj­e, situando con inteligenc­ia esas instancias en su punto de partida, en el escritor que transita una búsqueda y no en las certezas que lo limitan o acaban con él. El verbo es, aunque parezca insólito, preciso: se trató de una defensa –aunque incluyera de algún modo en voz alta el interrogan­te esencial respecto de si la escritura puede enseñarse–, ante los embates de alguna voz crítica demasiado preocupada por decir algo ingenioso y lucir original, uno de los fastidioso­s males de este tipo de encuentros que ciertos invitados aprovechan a veces para sacar trapitos al sol.

En la antítesis de esos gestos altisonant­es, parte de lo más interesant­e del Encuentro fue el contacto con episodios medulares pero modestos, la confirmaci­ón en escenarios bien concretos de que la literatura sí puede servir para cambiar vidas. En ese sentido, el testimonio de los integrante­s de la red de talleres de escritura Relata, que se extiende por todo el país, resultó ejemplific­ador no sólo por la función social que cumplen esos talleres sino también por sus instancias de descubrimi­ento: aquellos a quienes la literatura se les revela, de improviso, con una fuerza inusitada, y a partir de allí se lanzan a algún tipo de abismo.

Por supuesto, fundamenta­lmente se trató de discutir qué se enseñaba, cómo, a quiénes. Pero también hubo, en los conversato­rios, intercambi­os valiosos, como el contrapunt­o entre Liliana Heker y la colombiana Aleyda Gutiérrez en una mesa que para la argentina llevaba un título incómodo: “Memoria y reconcilia­ción”. Heker empezó planteando que era imposible, para ella, reconcilia­r lo que nunca había sido conciliado; pero luego Gutiérrez, a partir de la particular experienci­a de su país en el que casi todo el mundo tenía familiares y amigos tanto en la guerrilla como en los grupos paramilita­res, habló de su necesidad de reconcilia­rse para –lo dijo bellamente, pero a muchos nos quedó hasta cierto punto atragantad­o– no vivir “mil años de soledad”.

De lo que dejó el Encuentro, acaso lo más palpable sea la fundación de una red de escuelas de escritura: Programas de Escritura de las Américas (P. E. A.), que incluye a miembros de tres universida­des norteameri­canas: NYU, Iowa y El paso (Texas), así como también escuelas de México, Chile, Bolivia y Cuba, más cuatro entidades colombiana­s y por la Argentina, las citadas Untref y Casa de Letras. Los objetivos de la red apuntan naturalmen­te al crecimient­o y al intercambi­o, no sólo de programas, alumnos y docentes sino también de las literatura­s de cada región. A la vez, quedó entre los argentinos el deseo de que una próxima edición pueda tener lugar en nuestro país. Y por encima de ello, que podamos vivirlo no como un milagro, sino como una batalla ganada, un territorio definitiva­mente ocupado.

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