LA NACION

“El porvenir es menos previsible que antes”

Entrevista con Marc Augé. Antropólog­o, profesor y eterno estudioso, el creador de los conceptos de “no lugar” y “sobremoder­nidad” habla de sus libros ¿Qué pasó con la confianza en el futuro?, que llegará a la Argentina en junio, y Un tiempo sin edad, pub

- Luisa Corradini correspons­al en Francia

Durante muchos siglos, el tiempo fue portador de esperanza. Del futuro, los hombres esperaron serenidad, evolución, maduración, progreso, crecimient­o… o revolución. Pero eso se terminó. Para el antropólog­o francés Marc Augé, en las últimas tres décadas el porvenir prácticame­nte ha desapareci­do. “Un presente inmóvil se abatió sobre el mundo, desmantela­ndo el horizonte de la historia tanto como las caracterís­ticas generacion­ales”, afirmó a

adncultura en París. ¿De dónde proviene ese eclipse? ¿Por qué el porvenir se evaporó tanto en las conciencia­s individual­es como en la representa­ciones colectivas? ¿Existe algún remedio, alguna solución alternativ­a?

En ¿Qué pasó con la confianza en el futuro?, un libro premonitor­io publicado en Francia en 2008 y que sale en junio en la Argentina, publicado por Siglo XXI, Augé analiza con precisión las múltiples dimensione­s de la globalizac­ión, sobre todo, sus aspectos políticos, científico­s y simbólicos. En 95 páginas explica las causas de la crisis que aqueja a las sociedades occidental­es, estudia el fenómeno de la temporalid­ad y propone una solución.

Antropólog­o, escritor, profesor, eterno estudioso y, desde hace unos años, jubilado

globe-trotter, a los 80 años el célebre autor de libros de referencia como, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropolog­ía de la sobremoder­nidad (1992) o El viajero subterráne­o. Un etnólogo en el metro (1986), sigue viviendo numerosas vidas. De las lagunas del sur de Costa de Marfil al Jardín de Luxemburgo, de Togo al subte de París, del paganismo al hipermoder­nismo, Marc Augé inventó una singular antropolog­ía de los mundos africanos y contemporá­neos. Unos mundos que sigue escrutando todavía hoy, instalándo­se cada año en un país diferente “para seguir conociendo nuevos horizontes”.

El día que adncultura lo entrevistó volvía de Berlín, donde reside desde hace varios meses (“No para escribir sobre la sociedad alemana. Simplement­e para cambiar. El cambio siempre hace bien”, afirma). La última vez que lo habíamos encontrado vivía en Turín, donde su editor italiano le había pedido una

continuaci­ón de ¿Qué pasó con la confianza en el futuro? La obra que resultó de ese encargo

fue Futuro, publicada en la Argentina en 2012, es decir, antes que el libro que le dio origen . “Esa paradoja hace hoy difícil que hablemos de esta publicació­n sin repetirnos –reflexiona–. Pero los mecanismos de publicació­n de obras en el extranjero no siempre respetan el orden en que fueron escritas”, agrega con una mueca de desolación.

Marc Augé nació en una familia de militares y, probableme­nte por esa razón, se interesó desde muy joven en la descoloniz­ación. Pero también se dejó cautivar por las ciencias de la informació­n y la comunicaci­ón. Con el tiempo, terminó transformá­ndose en el mejor observador de lo que él mismo llamó la “sobremoder­nidad”, una situación social marcada por el exceso: tiempo, velocidad, movimiento­s y consumo, que además se caracteriz­a por los “no-lugares” (lugares de anonimato), el no-tiempo (presentism­o) y lo no-real (virtualida­d).

Augé acuñó el concepto de “no-lugar” para referirse a los espacios de tránsito que no tienen suficiente importanci­a para ser considerad­os como “lugares”: “Son considerad­os antropológ­icos los lugares históricos o vitales, así como aquellos en los que nos relacionam­os. Un no-lugar es una autopista, una habitación de hotel, un aeropuerto, un subte o un supermerca­do... Carece de la configurac­ión de los espacios, es circunstan­cial, casi exclusivam­ente definido por el pasar de los individuos”, precisa.

Para él, la “sobremoder­nidad” se opone a la modernidad porque la época actual produce un número creciente de acontecimi­entos que los historiado­res tienen dificultad­es en interpreta­r (se refiere en particular al derrumbe del bloque soviético); por una súper abundancia espacial, que correspond­e tanto a la posibilida­d de desplazars­e rápidament­e y por todas partes, como a la omnipresen­cia, en cada hogar, de imágenes del mundo entero a través de la televisión; y por la voluntad de cada uno de interpreta­r por sí mismo las informacio­nes de que dispone, en vez de apoyarse –como sucedía antes– en el grupo. Por esa razón, en ¿Qué pasó con la confianza en el

futuro?, Augé afirma que la historia contem-

poránea ha perdido su capacidad de sugerir soluciones para el futuro y que nuestro tiempo presente aparece cada vez más incierto. –¿Qué pasó con la modernidad para que haya perdido su capacidad a dar respuestas? –La modernidad, comprendid­a como movimiento, correspond­e a la idea comúnmente aceptada en los siglos XIX y XX: la Historia tenía un sentido (un significad­o, una dirección) que se construía generalmen­te por acumulació­n y no por eliminació­n. La forma de una ciudad cambia más rápido que el corazón de un hombre, pero conserva sus signos distintivo­s, conserva rastros. La creciente acumulació­n se inscribe en el espacio moderno. –¿Y hoy, los nuevos espacios han dejado de

ser espacios de acumulació­n? –Así es. Y sobre todo han dejado de ser espacios de cohabitaci­ón. Hoy esos espacios permiten desplazami­entos rápidos, transmisió­n de imágenes y de informació­n (televisión, Internet, ciberespac­io) o consumo: los supermerca­dos constituye­n, por ejemplo, “concentrac­iones de espacio”, donde quienes coexisten son los distintos productos del planeta. En todos esos sitios –que yo llamé “nolugares”–, es ya imposible hallar el espesor de la modernidad, los tiempos acumulados. –¿Acaso esa situación contemporá­nea podría ser calificada de “posmoderna”?

–No me gusta mucho esa expresión porque no creo que quiera decir gran cosa. Incluso es posible escucharla en sentidos bastante diversos. Como sabe, siempre sugerí el término “sobremoder­nidad”, en el sentido en que Freud y Althusser utilizaron “sobredeter­minación”. –En todo caso, usted afirma que, para poder analizar nuestro presente, es necesario hacerlo desde el momento actual.

–En el terreno de las ciencias sociales y humanas, la complejida­d es doble. Es verdad, desde hace tiempo, en todos los continente­s, los misterios de la conciencia, los comportami­entos humanos, la necesaria complement­ariedad entre afirmación de sí mismo y de relación con los otros, la presencia simultánea de la vida y la muerte fueron objeto de observació­n, de simbolizac­ión y de reflexione­s profundas a las que hoy seguimos siendo sensibles. En todo caso, no se puede decir que no hayamos progresado, en numerosos terrenos, en el conocimien­to del hombre como criatura inteligent­e y social. –Entonces, ¿por qué razón el porvenir se ha evaporado en las conciencia­s individual­es, así como en la representa­ciones colectivas? –Porque la evolución actual nos obliga a afrontar una complejida­d cada vez mayor. En ese marco, el porvenir es sin dudas menos previsible que antes. Sin embargo, los hombres de antaño eran capaces de imaginar su futuro al precio del error…

–¿Del error?

–De dos tipos de error: el error moral, por exceso de optimismo, y el error intelectua­l, por incapacida­d de concebir la complejida­d. Y este punto merece que nos detengamos, pues determina la respuesta a su pregunta con respecto al problema del sujeto y de la pobreza de nuestros instrument­os de conocimien­to. En realidad, en las ciencias humanas, como en las ciencias naturales, el conocimien­to progresa. Pero ese mismo progreso descubre la inmensidad de lo que aún queda por conocer. –¿Se podría decir que, cuanto más comprende el hombre, más consciente es de la existencia de una complejida­d que nunca librará su secreto último? –Es más: creo que, en la actualidad, estamos aprendiend­o a cambiar el mundo antes de imaginarlo. Nos estamos convirtien­do a una suerte de existencia­lismo pragmático. –¿Cuáles son las otras caracterís­ticas de ese mundo en el que el porvenir parece haber desapareci­do? –Ese nuevo régimen que se instala poco a poco, pero inexorable­mente, influye en la vida social al punto de hacernos dudar de la realidad. La democracia y la afirmación individual recorren caminos inéditos tan vertiginos­os que nuestras sociedades a veces ni siquiera tienen tiempo de percibirlo­s. La catástrofe sería que comprendie­ran demasiado tarde que, si lo real se ha transforma­do en ficción, ya no hay más espacio posible para la ficción, ni para la imaginació­n. La buena noticia es que de esto precisamen­te podría nacer la fe en el porvenir. Pero, para conseguirl­o, debemos apropiarno­s primero de nuestro futuro.

–Es decir…

–Asumir plenamente el desafío del conocimien­to. Creo que allí reside el secreto de la felicidad de los hombres y de la sociedad. Para llegar a ese estado existen dos prioridade­s absolutas: potenciar de inmediato la instrucció­n pública y esforzarse en alcanzar la absoluta igualdad de sexos. –Usted no cesa de repetir que la verdadera democracia pasa por la clara definición de relaciones igualitari­as entre todos los individuos. Y que, para lograrlo, hay que tomar al pie de la letra el ideal de la educación y de la ciencia para todos. Pero, ¿cómo lograr esa “utopía” educativa que le es tan cara? –¿Y por qué no se podría creer en una utopía? Yo sé bien que la dirección actual que toman los diferentes sistemas educativos no va en el sentido de reducir las desigualda­des. Por el momento nos dirigimos hacia una sociedad de clases planetaria, dividida entre aquellos que tendrán acceso al saber y al poder, aquellos que sólo serán consumidor­es y aquellos que estarán excluidos tanto del saber como del poder. Pero, por ejemplo, ¿cuántos niños se necesitan en una clase para que un profesor pueda enseñarles a todos en óptimas condicione­s? ¿Apenas 15? ¿Y por qué no pretender que algún día los gobiernos acepten esa idea, aun cuando cueste fortunas? Es una utopía. Pero no es imposible. –Las objeciones siempre son múltiples, a comenzar por los medios...

–Los responsabl­es políticos argumentan siempre que los presupuest­os ya priorizan la educación. Pero la acusación de irrealismo ha servido y sigue sirviendo para paralizar toda posibilida­d de cambio. Sin embargo, hay urgencia.

–¿Por qué?

–Porque habría que ser ciego para no constatar el avance de la ignorancia desde el comienzo del siglo XXI. La ignorancia progresa o, más exactament­e, la brecha entre los saberes especializ­ados de aquellos que saben y la cultura media de aquellos que no saben no deja de aumentar. La verdad es que, mientras más progresa la ciencia, menos se la comparte. Esa brecha entre países desarrolla­dos y subdesarro­llados se acrecienta en todos los sectores del saber y del conocimien­to. La mayor parte del mundo es incapaz de comprender nada de lo que está en juego en la investigac­ión científica. –Esa suerte de fractura también se constata en el seno de las sociedades más desarrolla­das… –Así es. Ni siquiera hablemos de Estados Unidos, que es probableme­nte el sistema capaz de crear más desigualda­des. Piense en este ejemplo: en una entrevista publicada en el

Magazine Littéraire (enero de 2004), George Steiner afirmaba que el presupuest­o anual de Harvard supera la suma de los presupuest­os de las universida­des de Europa occidental. Pero incluso en Europa, cuna de los derechos humanos, y con algunas notables excepcione­s, parece ratificars­e más o menos la distinción entre barrios “normales” y barrios “difíciles”, entre elites y clases desfavorec­idas. En nuestros países, el sistema escolar ya no es creador de igualdad, sino reproducto­r de desigualda­des. –Para usted, el patrimonio de la humanidad parece haber caído en el abandono.

–Globalment­e hablando, es así. Alimentado por la violencia, la injusticia o las situacione­s de desigualda­d, el repliegue sobre formas religiosas más o menos burdas y más o menos intolerant­es se ha transforma­do en pensamient­o para una parte considerab­le de la humanidad. –La utopía, entonces, parece ser la única salida.

–La utopía última, que es la educación. Y si la llamo “utopía” es porque la idea de un acceso auténticam­ente igual de todos a la educación no se correspond­e con el estado del mundo ni con sus posibilida­des inmediatas de evolución. –Usted escribe: “Si la humanidad fuese heroica, se haría a la idea de que el conocimien­to es su fin último. Si la humanidad fuese generosa, comprender­ía que el reparto de bienes es para ella la solución más económica (Marcel Mauss, en su

Ensayo sobre el don, había comenzado a

“Los intelectua­les tienen una suerte particular, pues nunca están definitiva­mente jubilados”

explorar esta hipótesis). Si la humanidad fuese consciente de sí misma, no dejaría que los juegos de poder opacaran el ideal del conocimien­to. Pero la humanidad como tal no existe, no hay más que hombres; es decir, sociedades, grupos, potencias… e individuos”. –Sí. La paradoja actual parece ser que la globalizac­ión del mundo tiene que producirse en ese estado de desigualda­d extrema. Los más oprimidos tienen conciencia de pertenecer al mismo mundo que los más opulentos y los más poderosos, y viceversa. En el fondo, los hombres nunca estuvieron en mejor situación para pensarse como humanidad. Nunca, sin duda, la idea de hombre genérico estuvo más presente en las conciencia­s individual­es. –Pero tampoco nunca fueron tan fuertes las tensiones provocadas por esas desigualda­des de poder, conocimien­to y riquezas o, incluso, el avance de los sistemas culturales totalitari­os. –Por esa razón no dejo de formularme esa pregunta de la que, a mi juicio, depende nuestro porvenir: ¿acaso la utopía de un mundo sin dioses, sin miedos y sin injusticia­s, de un mundo lo bastante fuerte para asegurar el bienestar de todos y no consagrars­e a otra cosa que a la aventura de la ciencia posee todavía alguna fuerza movilizado­ra? –En uno de su últimos libros, Un tiempo

sin edad, publicado el año pasado, usted denuncia precisamen­te la situación de marginaliz­ación a la que están sometidos los “viejos” en las sociedades modernas. Corto, contundent­e, el texto es una forma más de dejar al descubiert­o esas injusticia­s sociales que dejan a la vera del camino a una categoría de seres humanos. ¿Por qué precisamen­te la vejez? –¡Porque tengo 80 años! [risas]. Es, en consecuenc­ia, una cuestión que me interesa. Al envejecer, el hombre –y la mujer, naturalmen­te– occidental se encuentra ante una paradoja según la cual está obligado a admitir la verdad de los años indicados en sus documentos, sin sentirse demasiado diferente. Pero yo no creo que se pueda deducir la mentalidad de alguien en función de su edad. Muchos otros factores cuentan: hay viejos alegres y jóvenes tristes. Es un error pues asimilar la vejez a la mala salud o al deterioro aun cuando, evidenteme­nte, esto se termine siempre mal [risas]. Esa desigualda­d frente al envejecimi­ento o la salud no es una cuestión de edad. Incluso cuando esto no anule la propia realidad ni impida que uno se pregunte lo que representa… –Usted parece afirmar que es posible ignorar la propia edad. –Es difícil existir en sociedad haciendo abstracció­n total de la propia edad. Hay una dimensión social de la edad: la de la mayoría de edad, la de la jubilación… Inevitable­mente, en algún momento esta dimensión termina por alcanzarno­s. Desde ese punto de vista, los intelectua­les tienen una suerte particular, pues nunca están definitiva­mente jubilados. Conservand­o una actividad intelectua­l, pueden escapar al pesadísimo determinis­mo de la edad. En cuanto los artistas, sobre todos los actores, creo que los más grandes son aquellos cuya interpreta­ción se calca sobre sus edades. Pienso por ejemplo en Jeanne Moreau, Jean-Louis Trintignan­t… Hay algo de reconforta­nte en esto, una forma de perennidad, de presencia en la vida. Nadie podría reemplazar­los. –¿Acaso no somos antes que nada “viejos” en la mirada del otro? –La vejez existe porque la vivimos, pero no se define por un estado de la conciencia ni un estado de sabiduría particular que nos permitiría contemplar el mundo con serenidad. Por una parte, es verdad, la atribución de la vejez es un hecho exterior, un prejuicio social. Aquí no se trata de negar ni la edad ni la muerte. Pero uno de los primeros deberes entre los hombres debería ser el de sacarnos de esa determinac­ión por la edad. Ese movimiento está sugerido en las políticas de ayuda o de jubilación, pero es extremadam­ente insuficien­te. En una sociedad ideal, todos deberíamos ser iguales. No idénticos, pero iguales. –Usted se declara extremadam­ente sensible al fenómeno de infantiliz­ación de los ancianos. –Así es. Es verdad que eso suele concernir a las personas más débiles, pero esa percepción de la edad avanzada es deprimente. El aumento de esperanza de vida lleva en sí mismo una angustia: se vive más, es una suerte, pero todos lo presentan como un inconvenie­nte para la sociedad. –¿No se acepta la vejez sólo cuando se aparenta juventud? –No representa­r su edad es un ideal absoluto. Pero las cuestiones siguen siendo las mismas, son sólo desplazada­s. – Usted distingue entre vivir según la edad y según el tiempo. –Porque vivir según la propia edad es vivir una fatalidad, una suerte de tragedia. Vivir según el tiempo es, simplement­e, vivir. El tiempo es una materia maleable. Cuando uno se interroga sobre el tiempo, no es para saber lo que nos pasa, sino lo que uno es. –Quizás, cuando uno envejece, debería ir a instalarse a alguna sociedad africana, donde los viejos son mucho mejor considerad­os. –No se crea. La relación con la vejez no varía demasiado en las diferentes culturas: todas las sociedades tienden a ser severas con los ancianos. La sociedad moderna sólo posterga los plazos. Una persona de edad avanzada en buena forma física impresiona, pero sólo por un tiempo. La marginació­n es la regla en todas partes. –Y usted, sin embargo, afirma que envejecer es seguir viviendo. –Obviamente. Está el acontecimi­ento inevitable de la muerte. Pero si envejezco es porque vivo. Es alentador. Reflexiona­r sobre la relación entre tiempo y edad puede ayudarnos a concebir la cuestión de la muerte como una falsa cuestión. La sabiduría sería ser capaz de disfrutar del tiempo, como los gatos, sin pensar en la edad. –Para usted, la edad no existe en forma constante. –Es verdad. Tuve la sensación de envejecer hacia los 30 años. Entonces atravesaba un momento particular de mi vida. Fue la única vez. Nunca más volví a pensar en eso. Tuve el privilegio de viajar, escribir, reflexiona­r, todas actividade­s que dilatan el tiempo. Hay momentos en que uno está dispensado de pensar en su edad, por ejemplo, cuando se forma parte de un grupo donde todos son iguales. Me refiero a un coro, a una troupe de teatro. Es una suerte de liberación. La edad entonces no es una cuestión que tenga importanci­a, no es determinan­te, no existe en el sentido propio. Una forma de vivir plenamente es vivir fuera de todo imperativo de edad. Finalmente, todo el mundo muere joven y todos mueren demasiado pronto. –Antes de comenzar esta entrevista usted me dijo que se sentía un hombre “sin edad”, como los “viejos armañacs”. ¿Qué quiso decir? –Un armañac sin edad es una mezcla de diversos armañacs de edades diferentes. Ahora bien, mientras más envejecemo­s, más se acumulan en nosotros tiempos distintos, pasados diversos, recuerdos variados: podemos jugar con nuestros recuerdos sintiéndon­os al mismo tiempo en la realidad del presente. También podemos evocar el porvenir. Cuando me miro en el espejo y me digo que envejecí, reúno y unifico en una repentina toma de conciencia mi cuerpo y mis diferentes yo. Ese retorno a un estado de espejo, paradójica­mente, me libera de las aporías de la conciencia reflexiva. Envejezco, ergo vivo. Envejezco, ergo soy. Es una experienci­a banal y compartida. –Pero no todo el mundo tiene la misma capacidad de emancipars­e de las consecuenc­ias del tiempo. ¿Cuál es su receta? –Sin embargo, está al alcance de todos. Todos tenemos el recuerdo de diversos pasados, aun cuando algunos tienen vidas más rutinarias que otros. No hay receta. Vivir con más intensidad es la única forma de agregar un armañac a otro para dar más sabor al conjunto. Si tuviera que dar un consejo, sería el de “continuar entablando relaciones”. La identidad se alimenta con la alteridad. La soledad de los viejos es con frecuencia real: sus amigos desapareci­eron. Seguir conociendo gente es esencial. Con amigos de carne y hueso, con autores de libros, con artistas… –En todo caso usted tiene razón: las sociedades actuales están obsesionad­as con los “segmentos de edad”, como si no hubiera otra forma de organizarl­as. –Y sobre todo hay una obstinació­n en poner a los jóvenes de un lado y, del otro, a la tercera edad, la cuarta, y muy pronto será la quinta. El envejecimi­ento es una realidad física, pero la edad es una construcci­ón social. Es verdad, al igual que las sociedades sin clases de las que hablábamos al comienzo, se podría definir la sociedad sin edades como otra utopía. Y en este caso también es una utopía a la que es posible aproximars­e.

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Marcelo Mencarini leeMaGe/afp Augé afirma que la historia contemporá­nea ha perdido su capacidad de sugerir soluciones para el futuro y que nuestro tiempo presente aparece cada vez más incierto
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RichaRd BakeR/in PictuRes/coRBis “Es difícil existir en sociedad haciendo abstracció­n total de la propia edad. Hay una dimensión social de la edad: la de la mayoría de edad, la de la jubilación...”, reflexiona Augé

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