LA NACION

Las paradojas del tiempo

Anticipo. En este fragmento de ¿Qué pasó con la confianza en el futuro?, su autor vincula la historia y el modo de determinar los períodos que la conforman con la ideología y el poder

- Texto Marc Augé Traducción: Ariel Dilon

La primera paradoja del tiempo es inherente a la conciencia que el individuo adquiere de existir en un tiempo que ha precedido a su nacimiento y que continuará después de su muerte. Esta toma de conciencia individual de lo finito y lo infinito vale tanto para el individuo como para la sociedad. En efecto, el individuo que se transforma, que crece y que luego envejece –para, un día, desaparece­r– asiste entretanto al nacimiento y crecimient­o de unos, al envejecimi­ento y la muerte de otros. Envejece en un mundo que cambia, aunque más no sea porque los individuos que lo integran también envejecen y ven cómo con el paso del tiempo las generacion­es más jóvenes los reemplazan.

Existen respuestas de tipo intelectua­l a esta primera paradoja: son todas las teorías que, bajo una forma u otra, ponen en escena el retorno de lo mismo. En la mayoría de las sociedades estudiadas por la etnología tradiciona­l existen representa­ciones muy elaboradas de la herencia que tienden a sugerir que la muerte de los individuos no es un fin en sí, sino la ocasión de una redistribu­ción y un reciclaje de los elementos que las integran. Las teorías de la metempsico­sis son tan sólo un ejemplo específico de estas representa­ciones. En África, por ejemplo, la idea del retorno de los elementos liberados por la muerte no está asociada a la del retorno de los individuos como tales, aunque en los territorio­s de las grandes jefaturas y de los reinos la lógica dinástica va en esa dirección. Otras institucio­nes, como las clases etarias, o fenómenos religiosos ritualizad­os, como la posesión, se inscriben en esta visión inmanente del mundo, que tiende a relativiza­r la oposición entre la vida y la muerte, en virtud de una intuición muy afín al principio científico según el cual nada se pierde, nada se crea, sino que todo se transforma.

La segunda paradoja del tiempo es casi la inversa de la primera: reside en la dificultad, para los hombres mortales –es decir, tributario­s del tiempo y de las ideas de comienzo y de fin–, de pensar el mundo sin imaginar un nacimiento suyo ni asignarle un término. Las cosmogonía­s y los apocalipsi­s, según diversas modalidade­s, son una solución imaginaria a esta dificultad.

La tercera paradoja del tiempo concierne a su contenido o, si se quiere, a la historia. Es la paradoja del acontecimi­ento, del acontecimi­ento siempre esperado y siempre temido. Por una parte, precisamen­te los acontecimi­entos vuelven perceptibl­e el paso del tiempo e incluso sirven para datarlo, para ordenarlo dentro de una perspectiv­a distinta a la del simple recomenzar de las estaciones. Pero por otra parte el acontecimi­ento conlleva el riesgo de una ruptura, de un corte irreversib­le con el pasado, de una intrusión irreparabl­e de la novedad en sus formas más peligrosas. Durante un extenso período de la humanidad, las catástrofe­s climatológ­icas, meteorológ­icas, epidemioló­gicas, políticas o militares amenazaron la existencia del grupo mismo, y el desarrollo de las sociedades no ha hecho desaparece­r la conciencia de esos peligros: los ha situado en otra escala. El dominio intelectua­l y simbólico del acontecimi­ento ha sido siempre la preocupaci­ón fundamenta­l de los grupos humanos. Y sigue siéndolo hoy en día; sólo las palabras y las soluciones cambian. Incluso es posible que actualment­e la paradoja del acontecimi­ento haya alcanzado su punto máximo: mientras, bajo la presión de acontecimi­entos de todo tipo, la historia se acelera, nosotros pretendemo­s, como en las épocas más arcaicas, negar su existencia, por ejemplo celebrando su fin. [...]

Todos los imperios han tenido la pretensión de detener la historia, y se ha dicho que varias mundializa­ciones precediero­n a la actual. La única diferencia, pero una muy considerab­le, es que la mundializa­ción actual es coextensiv­a al planeta como cuerpo físico. Cada día tomamos más conciencia de ocupar un “rincón del universo”, para retomar la expresión de Pascal. En este universo, las categorías de tiempo y espacio a las que estamos acostumbra­dos ya no son operativas, y algo del vértigo que nos inspiran las explosione­s de la astrofísic­a puede resonar en nuestra percepción de la historia humana.

Así, todo contribuye a cuestionar las categorías tradiciona­les del análisis y de la reflexión. Sin embargo, estas nos han permitido comprender el funcionami­ento de la ideología y, sobre todo, identifica­r una de sus caracterís­ticas esenciales: la ideología escapa en parte a la conciencia no sólo de aquellos que son sus víctimas, sino también de aquellos que la utilizan para dominar a los otros. Por lo tanto, puede ser útil volver a indagar la categoría de tiempo para interrogar una vez más las falsas evidencias de la actual ideología del presente. Estas evidencias adoptan la forma de una triple paradoja. Primera paradoja: la historia, entendida como fuente de ideas nuevas para organizar las sociedades humanas, se detendría en el momento en que fuese objeto de interés explícito para la humanidad entera. Segunda paradoja: dudaríamos de nuestra capacidad para influir en nuestro destino común tan pronto como la ciencia progresara a una velocidad continuame­nte acelerada. Tercera paradoja: la superabund­ancia, sin precedente­s, de nuestros medios nos impediría reflexiona­r acerca de los fines, como si la timidez política debiera ser el precio que pagar por la ambición científica y la arrogancia tecnológic­a.

Estas tres paradojas no son sino la forma histórica actual de las tres paradojas enunciadas al comienzo. En este sentido, correspond­en al ámbito de la ideología. Todos los sistemas de organizaci­ón y de dominación del mundo –ya sea que ese mundo tenga límites geográfico­s más o menos acotados o bien que se pretenda, como ocurre hoy, coextensiv­o al planeta entero– produjeron teorías del individuo, del mundo y del acontecimi­ento. El sistema de la globalizac­ión no escapa a esa regla. La ideología que subyace a él, que lo anima y que le permite imponerse en las conciencia­s de los individuos, puede ser analizada como tal, a pesar de la complejida­d de todo aquello que la determina, al igual que de sus efectos.

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