Los 90 años de un lúcido observador
Rubem Fonseca. El narrador brasileño no da entrevistas y casi no aparece en público pero continúa haciendo lo que ha hecho toda su vida: bucear en los secretos y en las contradicciones del alma humana y seguir escribiendo las duras ficciones que lo han co
N o da entrevistas. Casi no aparece en público. El brasileño Rubem Fonseca (Minas Gerais, 1925) sigue haciendo, a los 90 años –los cumplió el 11 de mayo–, lo que ha hecho toda la vida: observar a la gente, bucear en los secretos de sus almas y sus infalibles contradicciones, y escribir, seguir dándole curso a una obra que, aunque abunda en imitadores, resulta siempre irrepetible y lo ha transformado en uno de los nombres fundamentales de las últimas décadas en América Latina.
La distribución reciente de dos de sus obras mayores a cargo de la editorial chilena Tajamar –traducidas por John O’Kuinghttons– actualiza la relevancia de su producción y permite al lector argentino entreverarse una vez más con una voz singularísima, más bien un corpus de voces. Su imaginario remite al territorio del policial negro: la violencia en las grandes ciudades, el crimen, la prostitución, hombres y mujeres de moral confusa o episódica, el frágil orden de las cosas trastocado por el arrebato, la ira, la angustia, la venganza o la culpa.
Feliz Año Nuevo (1975), secuestrado por la policía, es el libro que instaló para siempre a Rubem Fonseca en el mapa literario de su país, aunque la novela El caso Morel, dos años antes, y el libro de cuentos Lucía Mc Cartney, de fines de los años 60, ya habían obligado a que se lo tomara en serio. Quizá se trate, Feliz Año Nuevo, del exponente más brillante de esa primera etapa, que continuó en relatos como el célebre y feroz “El cobrador” (1979) o la mayoría de los que integran Historias de amor (1997). Todos ellos trazan el mapa de un universo en el que la compasión está casi ausente y cuyos protagonistas le plantean al lector un desafío descomunal: empatizar con una crudeza que, a menudo, se traduce en crueldad.
“Feliz Año Nuevo”, cuento que da título al libro, es un ejemplo extraordinario de esa poética irrespirable, de esa transcripción de códigos intraducibles que Fonseca, con sabiduría, jamás intenta reducir ni explicar. Los protagonistas son un grupo de muchachos que viven en las peores condiciones, añorando entre otras cosas la posibilidad de utilizar un baño decente, y que de vez en cuando salen a robar bajo la tutela de otro hombre que los explota. La noche del 31 de diciembre tienen hambre y deciden hacer un poco de justicia. Terminan entrando a una casa de un barrio caro de Río de Janeiro, en la que se halla reunido un grupo grande de gente. El saldo es trágico: le vuelan los sesos a uno, violan a una mujer, otra muere de un ataque al corazón. El narrador no participa de ninguno de los hechos más brutales –incluso rehúsa violentar a una mujer que sabe que lo desprecia– pero no juzga a sus compañeros, apenas se diría que mantiene algo de distancia. Regresan a “casa”. Pero el clima no es festivo y hay algo en el ánimo de todos que acaso funcione como una silenciosa redención.
Bufo & Spallanzani, el segundo de los libros en cuestión, publicado once años más tarde y traducido como Pasado negro, es ya una obra maestra, el zenit de la producción de Fonseca junto con El gran arte (1983). Ambas novelas, a las que habría que sumar las otras de los años 80 (Vastas emociones y pensamientos imperfectos y Agosto, ésta sobre los últimos días de Getúlio Vargas) y algunos relatos largos como “El arte de caminar por las calles de Río de Janeiro”, prueban que Fonseca, en contra de la etiqueta de “cuentista” que suele colgársele quizá porque la sequedad de estilo se relaciona con lo breve, es ante todo un escritor expansivo, alguien cuya vocación está en perder en apariencia el rumbo para reencontrarlo fortalecido. El tronco de sus historias guarda un claro signo policial, pero si Fonseca se convirtió en un inmenso renovador del género es, entre otras cosas, por la capacidad con que suspende esa variante argumental –sin abandonarla casi nunca del todo– y se dedica a lo que más lo apasiona, tanto a él como a sus protagonistas: la literatura y, por encima de todo, las mujeres. La acusación de algunos de sus críticos de que coquetea con los temas y los intereses de una supuesta “cultura alta” es no sólo prejuiciosa sino errada. En ese tipo de entrecruzamiento es donde se cuece lo mejor de su pluma, que no desdeña ningún material sino que los reprocesa todos para lograr un lenguaje nuevo.
En esa dirección, Bufo & Spallanzani representa la consumación de un tono, que tiene como uno de sus pilares el humor pero también la melancolía, y más allá la tristeza, al mismo tiempo que una violencia que, lejos de sonar edulcorada, encuentra otros matices en los intersticios de la razón. La novela comienza con un monólogo en el que el protagonista/escritor relata a su amante, la mujer que hizo de él no sólo un libertino sino que lo devolvió a la vida, una pesadilla en la que Tolstoi, pluma en mano, le dice que para escribir Guerra y paz tuvo que mojarla en el tintero doscientas mil veces, y que ahora, simplemente, le toca a él: Me convertiste en un sátiro (y en un glotón), por eso quiero permanecer agarrado a tu espalda, como Bufo, y como él, podría quemarme la pierna sin perder esta obsesión. Pero tú, ahora que estás saciada, quieres que vuelva a hablar de Mme. X. Bueno, hablemos. Pero antes quiero contarte un sueño que he tenido últimamente.
Pronto comprendemos que es nada más que la punta del ovillo, que una pesadilla dialoga con otras, y el efecto Fonseca consiste en provocar risa y llanto a la vez, en volverse sensible al mismo tiempo que brutal, en el mestizaje entre lo lúcido y lo grotesco, en ridiculizar a Flaubert e insultar a Nabokov a sabiendas de que ambos son indestructibles, en un cóctel que sólo puede definirse en sus propios términos, mucho más que la suma de sus ingredientes.
Escritor tardío (publicó su primer libro a los 38 años), creador de por lo menos dos personajes inolvidables –Gustavo Flavio, el de B
&S, y un abogado al que llaman Mandrake y que protagoniza varios de sus libros–, abogado en su juventud y funcionario de la policía, amante de varias generaciones enteras de sus colegas brasileñas, misterioso amigo del todavía más misterioso Thomas Pynchon, Rubem Fonseca es una de las dos figuras tutelares de la literatura actual en su país (junto a Dalton Trevisan, que también cumple 90 por estos días). Alguien que ha ramificado su influencia en todas direcciones –aunque su discípula más visible, y una de las más notables, es la filosísima Patricia Melo–, al margen de la inconsistencia de sus últimos libros, demasiado sintéticos o concretos, todas esas pequeñas historias que empezó a publicar después de confesar que ya estaba viejo para el esfuerzo que implicaba una novela. Por fortuna, en el camino incumplió su promesa y escribió un texto de la contundencia de El seminarista. Todavía está ahí, agazapado, ajeno a lo que digan de él y al paso del tiempo. Y acaso todavía nos guarde alguna sorpresa.