La prosa escueta de un escritor que acepta riesgos
Erri de Luca. Nieto de norteamericanos, el narrador, cineasta y alpinista nacido y criado en Nápoles fascina con una escritura cercana a la poesía. Su obra está marcada por la experiencias intensas de su vida y por una singular espiritualidad
C onocí a Erri de Luca en noviembre de 2011, en la Casa Italiana de la Universidad de Nueva York. Un periodista lo entrevistaba, a propósito de Di là del vetro (Detrás del vidrio), cortometraje escrito y protagonizado por él, que había ganado un galardón en Venecia. De Luca no me es desconocido: ya he leído varios de sus libros (Montedidio, Tres caballos, cuya trama ocurre en la Argentina de la dictadura, y El contrario de uno). Me he dejado fascinar por su prosa escueta que, sin embargo, secreta un vértigo rarísimo. Como si un aliento atravesara a oscuras la delgada capa argumental para adentrarse en zonas de alto riesgo, cercanas al desorden lúcido de la poesía.
El cortometraje tiene la duración y la sintaxis de un sueño. Ningún argumento, salvo la intimidad de un hombre. En la cocina austera de una casa austera, el autor conversa durante una larga noche con su madre muerta. Se diría que busca ajustar cuentas con su propia vida, reconciliarse con lo que ha sido y lo que no ha podido ser; perdonar y hacerse perdonar. Cierta lentitud en los planos, cierta insistencia en los claroscuros contribuyen a crear una atmósfera cargada de premoniciones, a condición de aclarar que se trata de premoniciones retrospectivas. Eso es todo. Como ocurre cuando se lee un poema, ninguna glosa es posible. Al terminar el film, De Luca permanece quieto. Es un hombre alto, rubio, de ojos claros, que no parece italiano y menos, de Nápoles. Como si adivinara, explica que sus abuelos paternos eran norteamericanos; su verdadero nombre es Harry: Erri es el modo en que los chicos napolitanos lo pronunciaban.
Después habla, con timidez, de los hitos –personales, históricos– que marcaron su vida. A los 18 años, abandonó el hogar familiar. De ese desgarramiento, dice, está hecha su literatura. Ya en Roma, a fines de los años 60, tiene el privilegio de ser parte de la “mejor juventud”. Al fervor estudiantil, siguen la militancia en Lotta Continua (que también apoyó Pasolini), la proletarización en Turín, el surgimiento de las Brigadas Rojas, y luego los años de represión y miedo, de los que provendrán la sensación de derrota y la ardua tarea de sobrevivir. La escritura llega más tarde, con la fuerza un poco agresiva de lo que debió postergarse. Se ve que ha vivido muchas cosas, todas intensas. Que no le interesa sostener una imagen, cualquiera sea, ni ante los demás ni ante él mismo.
Reconozco en el acto, en su derrotero, el rompecabezas político y vital de su generación. Lo escucho contar que fue operario, después albañil, que vivió en todas partes (incluso, en África, donde trabajó para una ONG), que durante un tiempo transportó en camiones ayuda humanitaria a Albania, que un buen día se construyó una casa en las afueras de Roma, en Casena –algo así como una madriguera– lejos de las miserias y equívocos del “mundo literario”, donde hoy por hoy se levanta cada mañana, muy temprano, a estudiar el hebreo para poder leer el Antiguo Testamento en lengua original. También a traducir algunos textos y así, tal vez, incluir su propia voz en la infinita malla de las traducciones humanas del Libro.
Cuenta estas cosas con calma, gesticulando apenas con el rostro arrasado por el sol y los años. No hay prepotencia en su voz, ni siquiera la menos dañina. Me entero de que es, también, un avezado alpinista. De hecho, acaba de escribir el guión de otro film, The Nightshift belongs
to the Stars, cuyos personajes, ambos sobrevivientes de cirugías cardíacas, deciden enfrentar los sótanos de su propia psiquis mientras escalan los Dálmatas. ¿Necesito aclarar que esa pasión no es, sólo, literal? ¿Qué las cumbres son también las altas preguntas del misterio? ¿Que no es cuestión aquí de desmesura (desmesura hay siempre en toda obra) sino de aceptación del ejercicio espiritual de la intemperie?
El periodista insiste. Va de la vida a la obra o busca aquellos puntos ciegos de la vida como obra y la obra como vida, para intentar mostrar que subir, para este escritor, es el reverso de una expresa vocación a la catábasis. El deber de la luz, yo agregaría, es en De Luca filoso contrapunto de un escrutinio existencial.
La noche de Manhattan, impertérrita afuera, entre el frío y la euforia. El público en la sala no se mueve. Tampoco yo, que estoy alerta a los resabios de esa vida escrita, a la espera de algo que, por el momento, se me escapa. Como si hubiera en ella alguna pieza del rompecabezas que no cierra. ¿Dónde se vio a un escritor que construya su mundo sobre tres patas tan disímiles: el alpinismo, la izquierda militante y los textos sagrados? Pasa un silencio sonoro. No sería descabellado pensar que en ese mismo instante estoy leyendo, con avidez y uno tras otro, Non ora, non qui (1989),Alzaia(1997),
Tu, mio (1998), I pesci non chiudono gli occhi (2011), Il giorno prima della felicità (2009).
Separo de la lista Nel nome della Madre (2007) que encontré mucho más tarde, prodigiosamente, en Nápoles. Un libro alucinante. Dividido en tres estrofas y una coda, narra el gran misterio de la anunciación a María, desde el punto de vista de la muchacha elegida. Que yo sepa, nunca antes esa historia milenaria (que es también una historia de amor) había sido enunciada por María. Aquí, es ella quien habla del principio al fin (que es otro principio), quien urde, con delicadísima aguja emocional, una tela donde conviven la fe y el asombro, la obediencia y el temor, la perplejidad y la ternura, la gratitud e, incluso, la renuncia a entender. Habría que decir, mejor: habla su cuerpo que, por definición, no tiene centro y está hecho de ritmos, de ciclos de sangre, de simientes.
También es ella, la que montada sobre un asno y a pesar de su embarazo, indiferente a las burlas de la comunidad, sorda a la amenaza de los soldados romanos y alumbrada por un cometa que le muestra la eterna condición de exilio de los hombres, conduce a José por el desierto –los grandes paisajes del Libro– para dar a luz, literalmente, a lo inaudito.
Parirá sola, sin más calor que el que emana de los animales de un establo improvisado, sin más ayuda de José que una tinaja de agua y un cuchillo afilado, “porque a los hombres les está prohibido asistir a los partos”. Don y falta, María será una calle de dirección única, a la que el hijo podrá siempre regresar en sueños. Ella misma se lo anuncia, al momento de extraerlo de su propio vientre cuando comprende, de pronto, la soledad esencial que tal separación instaura: Afuera están los padres, las leyes, los ejércitos de ocupación, los campamentos de hombres, el olor del vino, la circuncisión que te dará la pertenencia a un pueblo. Pero aquí esta noche, mientras dure, estamos tú y yo solos. Duerme, sueña que estás todavía adentro mío, que tu vida tiene aún mi dirección, que aún no has visto la primera luz, la primera sombra. En sueños, podrás volver siempre. Mañana voy a presentarte el mundo.
Y luego reza, eleva una plegaria infinita para que Dios le conceda, aunque sea a regañadientes, lo imposible: que su hijo no sea un “elegido”, que crezca como un niño cualquiera.
A los hombres –según el Libro– les está prohibido asistir a los partos. De Luca no infringe la regla, la vuelve, si cabe, más recóndita. Escribe ese parto (que es todos los partos) para parir un libro. Y su voz toca, con cautela finísima, con cuidado extremo, el acto femenino por excelencia, el más íntimo, el más inexplicable.
Partir. Partorire, dice el texto en italiano. La raíz es la misma. Partir. Parir. Comienza un viaje: la vida. La tentativa de explicarse la vida. La inmensa inmensidad de remontarse al desierto. De habituarse al desierto. De ser ese desierto en la noche del sueño donde el hijo podrá volver a conversar con su madre en la cocina austera de una casa austera, a rendir cuentas de sus actos, a sopesar sus fracasos, a ratificar su única, inextirpable pasión de ser, todavía, un hijo.