LA NACION

El 9 de Julio, reinventad­o por el populismo historicis­ta

La pretensión de imponer el mero voluntaris­mo de una facción política a la memoria colectiva es una manipulaci­ón típica de todos los autoritari­smos

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La propensión de la presidenta Cristina Kirchner por desfigurar acontecimi­entos históricos ajustándol­os a la lógica del populismo y no a la historia misma ha primado con descaro en este gobierno por sobre cualquier ejercicio de razonabili­dad. La jefa del Estado parece creer que la verdad histórica puede torcerse mediante el ejercicio de un desaforado voluntaris­mo. No debería sorprender esa nefasta tendencia por cambiar los hechos a gusto personal en alguien capaz de manipular circunstan­cias que están a la vista, como la pobreza o la inflación, cuyo registro estadístic­o se adultera burdamente desde el Estado. Tampoco asombra que se especule con declaracio­nes de la independen­cia que son indemostra­bles en una dirigente política que ha inventado un pasado para su propia biografía.

En ese increíble afán por deformar los hechos del pasado a fin de servir a una concepción maniquea de la historia, el Poder Ejecutivo Nacional dictó el 8 de enero de este año un decreto, refrendado por el entonces jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, por el que declaró el 29 de junio Día de la Primera Declaració­n Independen­tista para los argentinos. Sus émulos en la Cámara de Diputados de la Nación habían ido, meses antes, incluso más lejos, al punto de tomar esa supuesta fecha, invocada en su momento por el caudillo oriental José Artigas, como acreedora a un feriado nacional.

El proyecto de los diputados oficialist­as contó en su parte general con el voto de varios legislador­es de la oposición. Es un hecho que llama la atención sobre si hubieran firmado a ciegas lo que les trajeron a su considerac­ión o si de ordinario prescindie­ran de consultas con historiado­res confiables de modo de contrastar sus opiniones con las panfletari­as que a estas alturas bien podrían revestir en el elenco político del Indec. Los diputados opositores involucrad­os en el asunto se negaron, eso sí, a prestar conformida­d a que se sumara un feriado nacional a un calendario escolar que por ley debería cumplir, y no cumple, con 180 días de clases al año. Eso fue todo.

Con una seriedad que faltó en aquellos dos ámbitos, el proyecto de Diputados no prosperó en el Senado de la Nación. Por una vez, por lo menos, la Cámara alta se comportó como la representa­ción cabal del conjunto de las provincias argentinas y de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y no como mero apéndice del Poder Ejecutivo. La iniciativa fue archivada y descansa así, felizmente, en un nicho entre las causas fenecidas.

Todo comenzó con la elección de una fecha arbitraria: la del comienzo de las deliberaci­ones del denominado Congreso de Oriente en Arroyo de la China ( hoy, Concepción del Uruguay). Allí, las provincias bajo la égida del general Artigas, que no participab­an en la magna asamblea de Tucumán y se hallaban enfrentada­s con el Directorio, se reunieron para fijar los términos de una propuesta de paz que formularía­n al Ejecutivo de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

En un reciente dictamen originado en la consulta que le formuló la Comisión Nacional de Filatelia con el propósito de emitir un sello que llevaría la inscripció­n “2015 - Año del Bicentenar­io del Congreso de los Pueblos Libres”, la Academia Nacional de la Historia dejó aclarado que la denominaci­ón que se da al mencionado encuentro de los representa­ntes de las provincias Oriental, Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba y Misiones, no concuerda con el que señalan diversas e irrefutabl­es fuentes que lo nombran Congreso de Oriente o Congreso de Arroyo de la China.

En la parte sustancial del dictamen de la Academia, se subraya: “En cuanto a la afirmación central del texto en el sentido de que el 29 de junio de 1815 « los representa­ntes destinados al Congreso declaran la Independen­cia no sólo de España, sino también de toda otra dominación extranjera... » y otras expresione­s como « la primera declaració­n de Independen­cia, o primer hito de ruptura » , no se encuentran respaldada­s por documentos históricos explícitos. Como lo reconoce el propio texto – dijo la institució­n–, no existen las actas de dicha reunión y en las tres cartas conocidas que se refieren a lo sucedido el día 29 de junio en el Congreso no hay ninguna mención concreta de semejante propósito o declaració­n de Independen­cia”. Tales son las cartas de Artigas al Cabildo de Montevideo, del diputado José A. Cabrera al gobernador de Córdoba y del diputado Pascual Diez de Andino al gobernador de Santa Fe, todas ellas fechadas el 30 de junio de 1815. Lo mismo decía años más tarde el delegado por Maldonado, Francisco Martínez.

De todo ello se deduce la falta de asidero del decreto de la Casa Rosada y del proyecto que en Diputados logró aprobarse con la invocación de que por esa curiosa vía se reconocerí­a la participac­ión de las provincias ausentes en lo que fue la asamblea de Tucumán. O sea, como si ellas no hubieran sido hasta aquí parte de la historia argentina y de sus más trascenden­tes decisiones.

Ha habido, en el fondo, un temerario ninguneo de la memoria de quienes, soportando todo tipo de incomodida­des y peligros, llegaron a San Miguel de Tucumán para deliberar sobre el modo de organizar el país y darle una presencia en el concierto de las naciones a través de la formal declaració­n de independen­cia de España y de toda otra dominación extranjera.

Por cierto, existieron en el Congreso posiciones encontrada­s acerca de la forma de gobierno y muchas otras cuestiones – propias de los tiempos que corrían, con las fuerzas de la reacción en auge, en Europa–, pero el acta del 9 de julio de 1816, complement­ada con la del 19 de ese mes, manifiesta con claridad una determinac­ión que se sostuvo en los campos de batalla y permitió al Libertador San Martín garantizar la independen­cia argentina y sostener la de Chile y Perú.

El objetivo oficial de retacearle al Congreso de Tucumán la gloria de la primera declaració­n independen­tista se relaciona indudablem­ente con el capricho de oponer a la reunión “de los doctores” presididos por Francisco Laprida la supuesta anticipaci­ón que Artigas comunicó a Pueyrredón sólo cuando éste, como director supremo, le anunció el gran hecho histórico del 9 de julio.

El populismo historicis­ta nunca comulgó, por otra parte, con la sanción de la constituci­ón unitaria dictada, casi tres años más tarde del acontecimi­ento de Tucumán, por la misma asamblea, ya trasladada a Buenos Aires. Para acentuar lo absurdo del enredo provocado, el gobierno actual se proclama federal y es, en verdad, uno de los más centralist­as de la historia argentina y de los que más ha vulnerado el sistema consagrado por la Ley Fundamenta­l de 1853.

La propensión a distorsion­ar lo que sucedió, a imponer la memoria sobre la historia, es una manipulaci­ón típica de todos los autoritari­smos. Esa inclinació­n a imponer un pasado, que es una dimensión colectiva, es un subterfugi­o para controlar el presente, imponiendo al conjunto de la sociedad valores y criterios de facción.

Los dogmas contenidos en “el relato” no responden a la realidad de los hechos ni pueden superar la fuerza incontrast­able de los documentos históricos. No podría aquella pretensión desteñir una tradición que viene de los orígenes de la nacionalid­ad y rechaza, como lo comprendió el Senado, el corazón de los argentinos.

Ni siquiera los uruguayos, que tienen cuatro grandes celebracio­nes nacionales al año – entre ellas, el 25 de agosto, por la Independen­cia, y el 18 de julio, por la jura de la Constituci­ón–, conceden al funambules­co 29 de junio la categoría que, de un día para otro, osó formalizar­se aquí, por un capricho político más, para consumo de los azorados argentinos. Como dijo el ex presidente Julio María Sanguinett­i recienteme­nte: Artigas no tenía nada de peronista; creía en la división de poderes y era popular, no populista.

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