La poesía cruel de Liddell
y como no se pudrió blancanieves. ★★★ buena. libro: Angélica Liddell. dirección: Paula Cancela. intérpretes: Manuela Fernández Vivian y Nicolás Barsoff. música: Tomás Gallego. escenografía: Bruno Petecca, Miranda Pauls y Sofía Sofovich. vestuario: Teresa Mir. iluminación: Facundo David. sala: El Camarín de las Musas. funciones: viernes, a las 23. duración: 40 minutos.
Exploradora lúcida y tenaz de abismos tenebrosos del alma humana, provocadora con muchas causas que la sublevan, Angélica Liddell (1966) –dramaturga, poeta, actriz, directora– es una figura descollante del teatro de España y del resto del mundo. Heredera reconocida de Artaud y Genet, con referentes que van de la Biblia a Shakespeare, de Bergman a Mishima, Liddell lleva dos décadas agitando avisperos relativos a deseos (y realizaciones) atroces de los humanos. Inconformista perenne, pesimista que reniega de la dictadura del “todo bien, todo tranquilo”, esta artista impar fue descubierta en Buenos Aires gracias a la hermosa puesta que Guillermo Cacace hizo de Todo cuanto hace es viento (en el Rojas, 2008), y un año después, ella misma participó del FIBA protagonizando la perturbadora Yo no soy bonita.
En sus más de 20 creaciones escénicas, Liddell ha evidenciado su vocación por los rituales de humillación y degradación, por lo freak y lo excesivo, por mitos y leyendas que han contribuido a modelar mentalidades. Los cuentos infantiles le inspiraron piezas como El síndrome de Wendy o Y como no se pudrió Blancanieves, reciente estreno local bajo la dirección de la muy joven Paula Cancela, a quien hay que reconocerle el mérito de haberse animado con una autora tan densa y compleja que, en este caso, dinamita el clásico relato recopilado por los hermanos Grimm. La idea es hablar de la pérdida a la inocencia y el brutal pasaje a la adultez de la heroína del célebre film de animación de Disney (citado en el vestuario), en un mundo signado por la violencia. Siete cuadros donde la niña es arrasada en el bosque ancestral, contaminada con la sangre de las víctimas y la crueldad de los verdugos de unos de los tantos conflictos bélicos que asuelan regularmente el mundo. Y que bien podría ser la guerra de Bosnia (1992-1995), considerando que se mencionan mujeres colgadas de los árboles (en esas fechas, muchas musulmanas violadas por combatientes serbios se suicidaron de esta manera).
Esta Blancanieves abusada, corrompida, es narrada por un soldado y por ella misma, que se hace preguntas (¿se puede convertir a un hombre en un hombre mejor?, ¿qué es peor: recibir o cometer injusticia?). Con apabullante condensación poética, el texto remite a los niños soldados, a la esclavización sexual de las mujeres como botín, a la guerra como legitimación del “inmenso placer que a los hombres les procura el ejercicio de la crueldad”.
Aunque por sus rasgos físicos, su calidad de actriz y ese ángel que la distingue, Manuela Fernández Vivian resulta la intérprete ideal de Blancanieves; hay que deplorar que en algunas instancias apele al grito enfático y a superfluos desplazamientos en un apropiado espacio escénico (con un contenedor en el centro, que podría ser un basurero, representando el cuartel militar). Acaso la directora creyó que Liddell necesitaba subrayados explicativos (como esa mochila redundante, cuando bastaba el evocativo vestidito raído) o vociferantes. Quizá tendría que escuchar a Liddell cuando declara: “La palabra tiene que convertirse en emoción agónica en el cuerpo”.