LA NACION

Un alquimista de la belleza

- Por Loreley Gaffoglio

Mi infancia en el bulevar Olleros, sembrado por una doble hilera de indómitas tipas cuyos troncos negruscos, espectrale­s como gigantes, me remitían a los bosques encantados de los cuentos de hadas, prenunció la curiosidad y la admiración por la figura de Carlos Thays. Los árboles fueron los juguetes naturales de mi niñez, pero aquellas tipas misteriosa­s eran para mí algo más: no se las podía trepar y, dada su anatomía delgada y sinuosa, tampoco servían para jugar con mis hermanas a las escondidas. Las pasiones suelen forjarse durante la infancia. Ahora, cuando acabo de regresar a Belgrano, no encuentro otra razón para explicar el amor que me une a los árboles.

Es un tipo de devoción que se acrecienta cada noviembre en Buenos Aires, cuando el estruendo azul violáceo de los jacarandás sucede al rosáceo exultante de los lapachos, florecidos un mes antes. Ya no está Félix Luna para alertarnos, como solía hacerlo, sobre el momento exacto en que el frondoso lapacho de Martín Ezcurra (en Mariscal Castilla y Figueroa Alcorta) despliega su copa soberbia y cambia de coloración. Pero algo del espíritu de Thays, quizá los primeros bermellone­s de la flor baja del ceibo, nos advierta sobre el momento preciso en que esa magia arbórea comienza a colonizar la ciudad. En menos de un mes florecerán las tipas y las chicharras gotearán su espuma desde sus copas; en enero, otros tonos de amarillo, los del virá-pitá, servirán de preludio al blanco y al rosa impetuosos de los escultóric­os palos borrachos.

Allí está, otra vez, la palabra de Thays. Volvió a mí con Sonia Berjman, una de las mayores estudiosas de su legado, cuando le pedí que me explicara cómo un hombre pudo descifrar la alquimia de la belleza. “El hombre que trabaja –solía decir– necesita distracció­n. ¿Acaso hay algo más sano y más noble que la contemplac­ión de los árboles? El espíritu descansa, las penas se olvidan, momentánea­mente por lo menos, y el aspecto de lo bello, de lo puro, produce un efecto inmediato sobre el corazón.”

A Thays lo apodaron con justicia el “jardinero de la Nación”. Fue un francés ilustrado, alegre y desprendid­o, que a los 41 años desembarcó en un país con ansias de cambio. Era 1891 y, como discípulo de Édouard André, director de Parques y Paseos de París, planeaba concluir en dos años el encargo del trazado del parque Crisol, en Córdoba. Pero sucedió lo impensado: un titánico desafío como empleado municipal lo retendría por algún tiempo en la Argentina.

Su amor por una criolla, su pasión de naturalist­a y explorador y su apego por la vegetación que extrajo de los bosques nativos del Norte y que aclimató en Buenos Aires–entre ellos, tipas, lapachos, ceibos y palos borrachos– transforma­ron a la ciudad en su destino definitivo.

Cárlos Thays (así, con la a acentuada, en un intento de acriollar su nombre) fue un visionario: plantó 100.000 árboles y, con esa faena impar, jamás igualada, logró imponerle el verde clorofila a una ciudad por entonces gris, famélica de plazas y arboledas, producto de la herencia hispánica. Los 70 paseos públicos que instauró para la recreación y la contemplac­ión fueron un estímulo para todos, sin distinción de clases sociales. Fiel a su sabia creencia, solía decir que “la felicidad anida más en la nobleza de un bosque que en el lujo sin verde”.

Pero Thays quiso ir más allá de la mera refundació­n verde: como un pintor o un poeta inspirado, buscó colorear las copas recortadas en el cielo con esa sinfonía de tonalidade­s que deslumbran a porteños y extranjero­s. Su propósito de avanzada se orientó a imantar la melodía de las aves en una Buenos Aires siempre en flor.

“Fue Thays quien revalorizó y nos permitió redescubri­r nuestra flora, aun cuando los aires de modernidad abogaban por importar especies europeas que se aclimataba­n bien a la humedad de nuestro medio”, recuerda Berjman. Entre todas las especies, la tipa fue su árbol dilecto, que él quiso imponer como flor nacional, pero que perdió ante el ceibo, elegida por su floración más larga. Hoy puedo comprender aquel gesto poético de Jerónimo Melrinho, el abuelo de Saramago, quien cuando supo que iba a morir fue a su huerto a abrazar, uno por uno, sus árboles. “Era analfabeto –dijo el premio Nobel– y, sin embargo, demostró ser el hombre más sabio.”

Igual que Thays, aunque nunca sabremos si se despidió de sus tipas y jacarandás, de sus lapachos y ceibos.

En menos de un mes florecerán las tipas y las chicharras gotearán su espuma desde sus copas

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