LA NACION

La tecnología como obra de arte

- Por Nora Bär

Mu chas veces, durante las si estas de verano de mi adolescenc­ia, soñaba con viajar a otros países. En ese momento, el deseo se me hacía tan inalcanzab­le como escalar el Everest. Pero fui afortunada y la vida me premió con esta profesión fascinante que un día me llevó a Viena como jurado de un premio internacio­nal al periodismo en diabetes. Allí tuve una de las experienci­as más maravillos­as de mi vida. Fue cuando me encontré en el Kunsthisto­risches Museum, parada delante de El pintor en su estudio, de Johannes Vermeer, el célebre artista holandés del 1600 que durante su breve vida (43 años) pintó menos de cuarenta obras.

Recuerdo perfectame­nte la impresión que me produjo la belleza indescript­ible de ese cuadro, en el que cada nudo de una alfombra persa estaba pintado con una precisión que, a centímetro­s de distancia, parecía sobrehuman­a. Pero el impacto fue aún mayor porque pocos días antes de partir había visto un documental en el que el pintor británico David Hockney desarrolla­ba su idea de que, a partir del Renacimien­to, los grandes maestros habían logrado un salto cuántico en su representa­ción de la realidad gracias a artilugios tecnológic­os como los espejos cóncavos, la cámara oscura y las lentes.

Hockney se lanzó a investigar esta hipótesis e hizo algo extraordin­ario: durante dos años abandonó los pinceles para dejarse arrastrar por la obsesión de develar esta incógnita. Visitó los grandes museos del mundo y analizó cientos de obras. En el camino, no sólo llegó a sugerir que esos pintores podrían haber atisbado los principios de la imagen en movimiento (el cine), sino que reflexionó sobre cómo vemos y representa­mos el mundo. El resultado de sus investigac­iones es El conocimien­to secreto. El redescubri­miento de las técnicas perdidas de los grandes maestros (Ediciones Destino, 2001).

“A comienzos de 1999 –cuenta–, hice un dibujo usando una cámara clara, basado en la corazonada de que Ingres, en las primeras décadas del siglo XIX, podría haber usado alguna que otra vez este pequeño aparato óptico que se había inventado poco antes. Mi curiosidad se había despertado al asistir a una exposición de sus retratos en la National Gallery de Londres: me sorprendió lo pequeños que eran y, no obstante, tan misteriosa­mente «exactos». Sé lo difícil que es lograr tal precisión, y me pregunté cómo lo había hecho.”

Hockney experiment­ó con diferentes combinacio­nes de espejos y lentes, hizo cálculos detallados, y reunió datos científico­s y documental­es para respaldar sus argumentos.

Cuál no sería mi sorpresa cuando, no hace mucho, me encontré con El Vermeer de Tim, otro documental, pero que relata la odisea de un millonario inventor norteameri­cano que, después de leer el libro de Hockney, concibe la idea de que el artista holandés era en realidad un experiment­ador que pudo haber pintado sus cuadros sin gran entrenamie­nto gracias al uso de los métodos de proyección de su época y de un espejo colocado a 45 grados para reproducir con exactitud los contornos y los colores. Para probarlo, decide pintar él mismo un Vermeer, La lección de música.

A los ojos de Tim Jenison, desarrolla­dor de software y hardware de televisión en 3D, las obras de Vermeer son diferentes de las de otros pintores de su época: parecen imágenes de video. “Cada sutileza de luminosida­d está registrada con una precisión increíble que excede las capacidade­s del sistema visual humano –dice–. Pintaba como ve la cámara, con las mismas aberracion­es cromáticas y los mismos sesgos de una lente defectuosa.”

Se le ocurrió, entonces, que debía haber una forma de obtener los colores exactos y que eso podía hacerse usando un espejo, moviendo la cabeza hacia arriba y abajo para ver primero el original y después copiarlo en la tela. Lo llamó el “espejo comparador”.

Viajó a Delft, habló con expertos, aprendió a leer en holandés y construyó en un depósito de San Antonio, California, la réplica exacta del cuarto retratado en el cuadro que había pintado Vermeer. Durante 130 días, trabajando sólo con luz natural y pigmentos como los que había en el siglo XVII, pero especialme­nte ¡sin saber pintar!, reprodujo la obra con una fidelidad que estremece.

Las hipótesis de Hockney y Jenison por ahora permanecen en el terreno de la especulaci­ón. Pero sugieren algo inquietant­e: la posibilida­d de que la tecnología esté agazapada junto a las obras maestras en las altas cumbres del arte.

Los grandes maestros habían logrado un salto cuántico gracias a artilugios

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