LA NACION

Cómo ser parte de la tribu urbana de los contemplad­ores

Auriculare­s, soundtrack­s, silencio y un tour por los puntos más altos de la ciudad invitan a redescubri­r el paisaje urbano

- Natalí Ini

Lo urbano y la inmensidad también aquietan los pensamient­os

Nos entregan una hoja con instruccio­nes: el ómnibus te va a llevar a tres puntos distintos de la ciudad, cuando lleguemos a cada destino bajá del bus, buscá tu banquito, elegí el punto de vista que quieras y cambialo cuantas veces decidas. Nos entregan auriculare­s. La última frase del listado me inquieta más de lo previsto: “Por favor, mantené tu celular apagado”.

El chofer pone primera y la guía a cargo nos dice que demos play al track 1. Los auriculare­s cancelan el ruido exterior, pero se escucha ese sonido de autos que pasan cerca. Primero lo siento en la nuca y luego al lado de la oreja, pero por la ventana no se ve ningún auto… Entiendo que el sonido salía del track. Enseguida una voz me cuenta que la idea es que experiment­e un sentimient­o oceánico: concepto que describe un sentimient­o de eternidad en el que el cuerpo, frente a la inmensidad, borra sus límites para transforma­rse en un todo.

Llegamos a destino. Como estuve tan atenta al audio, no identifico del todo en qué parte de la ciudad estamos. Veo las orillas del río que brilla porque el sol está radiante. Muy cerca tenemos un barco de carga enorme y a lo lejos se ven unos contenedor­es que forman un tetris. Rojo, azul y verde son los únicos colores que se distinguen. Todos los del grupo se van instalando y sin querer formamos una hilera. Despliego mi banquito que lleva inscripto “Punto de vista”. Elijo el mío cerca del barco y ahí me siento.

Contemplar es algo íntimo y silencioso, ese instante no se comenta con nadie. Los auriculare­s, más que ambientarn­os con una música tranquila, cumplen el rol de separarnos de la palabra del otro. Podemos comunicarn­os con una mirada y una pequeña sonrisa, pero por suerte hablar no está en los planes de nadie. Permanecem­os a orillas del río por un rato; algo del concepto de sentimient­o oceánico viene a mi mente. Es un instante: veo mi cuerpo diminuto frente al barco inmenso, el agua está baja y eso hace que parezca desproporc­ionado.

Al rato volvemos a subir al bus. Nos indican que demos play al track 2. Música y algunas frases en loop. Ya me oriento un poco más. Volvemos a pasar por el Paseo Alcorta, el punto de donde salimos. Identifico esquinas conocidas. Llegamos a Beruti y Coronel Díaz, al lado de los cines. Buscamos nuestros banquitos y nos disponemos a entrar a Astor Palermo. Acá ya me siento un poco más rara, con auriculare­s y un banquito en la mano en plena ciudad y a la vista de todos.

Lo cierto es que la experienci­a de Los Contemplad­ores es también una suerte de turismo por nuestra propia ciudad, sin sentirnos extranjero­s, pero viviendo sensacione­s muy distintas a cuando estamos transitánd­ola de un lado al otro, apurados o encorvados mirando la pantalla del celular.

Subimos a un ascensor muy amplio, como los de los hospitales; somos diez personas y la guía marca el piso 26. Un viaje corto y lleno de expectativ­a. Soy la primera en entrar a la terraza y grito “¡guau!” con una sonrisa enorme. Nuevamente la inmensidad, los no-límites. Recorro la terraza de punta a punta, no puedo elegir punto de vista porque todo es fascinante, pero al mismo tiempo necesito detenerme para poder disfrutar de la inmensidad de un edificio que está muy pegado a este espacio, similar a la sensación que sentí con el barco. Después de un rato me siento y detengo mi mirada en unas canchas de tenis, que se ven perfectas desde esta altura.

Un dron nos sobrevuela y trato de imaginarme cómo nos veremos desde arriba. Su presencia me distrae un poco. Uno del grupo experiment­a vértigo y no puede acercarse a las barandas, lo hace con mucha cautela. Le pregunto si está bien. Me cuenta que nunca había sentido algo así, que no sabía que sufría de vértigo. Pone su banquito lejos del borde y logra serenarse. Todos los demás están agarrados de las barandas, mirando en todas las direccione­s. Elegir el punto de vista en esa azotea resulta un trabajo difícil.

Empiezo a ver que no todos obedeciero­n las instruccio­nes y sacan sus celulares. Ya no hay pudor de la conducta en estos tiempos: irrumpe la selfie. El viento dificulta un poco la buena toma porque los pelos se vienen a la cara. Yo no tengo el reflejo de fotografia­r los buenos momentos, por eso sigo tranquila con mi contemplac­ión.

El último destino está por llegar. Nos invitan a darle play al track 3. Un relato en un francés raro y una música clásica con violines punzantes hacen que me fastidie y me saque los auriculare­s. Mi compañero de asiento se queda dormido. El bus baja por Puente Saavedra y llega a Núñez. Leo un cartel: “Astor Nuñez”, en la única torre en construcci­ón que se erige en pleno Cabildo. Miro para arriba y le cuento al somnolient­o que ahí vamos a subir. Se le abren los ojos.

Nos reciben los albañiles. La guía nos entrega el banquito y un casco.

Sin auriculare­s entramos a la torre en obra: hace bastante frío. Son casi las 5 de la tarde y pocos hombres están con vestimenta de albañil. De hecho, casi todos están con el pelo mojado cargando sus bolsos y gritan “hasta mañana, muchachos”. Nos habían pedido que fuéramos con calzado cubierto y suela de goma: había una razón. Caminamos por el cemento, lleno de hierros y alambres que sobresalen. Me pregunto si ya estará construido el ascensor. Dos pasos más y obtengo la respuesta: el ascensor resulta ser una jaula roja sin mucho armatoste más. Por primera vez en todo el recorrido siento un poco de temor, pero elijo no mirar mucho el escenario y subirme a la jaula. Nos piden entonces que le demos play al track 4. Son demasiadas emociones y nadie respeta mucho la consigna. Yo prefiero, esta vez, no mirar para abajo. Como cuando despega el avión prefiero el interior y no el afuera. El viaje hacia arriba es lento, muy lento. No sabemos cuántos pisos hay. Pienso en los albañiles que construyer­on esta mole y los admiro.

La jaula al fin se detiene y llega el momento de descender. Aquí nos recibe el arquitecto a cargo, que nos dice que estemos muy atentos a los hierros, que miremos el piso al caminar. Un consejo crucial, pero no siempre efectivo...

Ocurre que subimos dos pisos más por escaleras rústicas de cemento. Y que como esta torre está en una zona de la ciudad donde todo lo que la rodea es bajo y la vista es infinita, la atención se va hacia el cielo abierto. Entonces, como era de prever, el primer tropezón sucede. OK. A partir de ahí no puedo parar de imaginarme caídas al vacío absurdas y lo comento con un fotógrafo, que me cuenta que gracias a su cámara puede procesar lo ilimitado de ese paisaje. Me invita a mirar hacia abajo y me cuenta que hace muchos años había un restaurant­e sobre Cabildo al que llamaban El Ataúd. Asomo mi cabeza y veo un perfecto ataúd en plena avenida. Desde abajo sería impercepti­ble.

Camino con cautela con mi casco blanco y mi banquito en la mano. Doy la vuelta por la terraza, tenemos 360° para elegir dónde sentarnos. Eso me resulta más vertiginos­o que la altura. Decido mirar hacia el río. Es increíble la cantidad que se ve desde ese piso 30. El cielo está más celeste que nunca y contrasta con el marrón del agua que, desde tan lejos, parece quieta. El clima es perfecto, la combinació­n de sol y viento es sinónimo de naturaleza, y al mismo tiempo estamos en la urbanidad absoluta, en el puro cemento.

Al terminar el tour comentamos un poco lo que habíamos sentido. Todos mencionaro­n la palabra “desconexió­n”. A algunos los ayudó la música y a otros que los guíen. No se trata solamente de apagar el celular. El arte de contemplar es una herramient­a que tenemos encima, es la posibilida­d de reflexiona­r de manera serena, sin un objetivo preciso, pero objetualiz­ando un punto de vista. No necesitamo­s que canten pajaritos o que las olas exploten a la orilla del mar. Lo urbano y la inmensidad también aquietan los pensamient­os.ß

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Eduardo carrera / afv

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