LA NACION

El trabajo que nadie se tomaba en serio

- Pablo Plotkin

Recuerdo a Tony en la vereda del histórico McDonald’s de Santa Fe y Riobamba, en cuero en el amanecer del sábado, descargand­o cajas de panes para hamburgues­as después de una noche larga de alcohol, con el regusto de las cosas horribles que tomábamos cuando éramos jóvenes e inmunes: petacas tibias de Mariposa, gin genérico de barra de boliche, malas combinacio­nes de bebidas blancas, gaseosas y cigarrillo­s mentolados.

La zona todavía era un polo nocturno juvenil. Había cines y tronaban las máquinas supersónic­as de Sacoa. Tony era un gladiador de Arcos Dorados y sabíamos que al final de la noche estaría ahí como fuera, poniendo en marcha el negocio para todo el que quisiera desayunars­e un Cuarto de libra. Por entonces nadie hablaba de muffins, expresos ni bagels. No en ese lugar.

La semana pasada, una neozelande­sa llamada Kate Norquay publicó una columna en Medium titulada “Qué aprendí trabajando cuatro años en McDonald’s”. Kate cuenta su experienci­a entre los 18 y los 22 años como empleada en una sucursal de Wellington, y se enfoca en el hecho de que nadie de sus amigos o su familia se tomaba su trabajo en serio. Por alguna razón, freír papas ahí parecía algo menos digno que, por ejemplo, hacer Vanilla Lattes en Starbucks. Se suponía que, para una chica blanca universita­ria, McDonald’s era un juego breve de experiment­ación proletaria antes de encontrar algún trabajo más creativo o en un ambiente menos grasa. Pero Kate entendió que la única manera de darle sentido era aprender a hacerlo bien, y encontró inspiració­n en sus compañeros. “Había gente con discapacid­ades, sobrepeso, gente que no era convencion­almente atractiva, que no hablaba mucho inglés, adolescent­es, y mucha diversidad racial –escribe–. Esos eran la columna vertebral del local.”

Entonces me acordé de Tony y sus años en la cocina y la caja de McDonald’s. La franquicia ya no era vista como una puerta de entrada canchera al mercado laboral, sino como un trabajo duro que daba poco dinero, al igual que tantos otros. Tony era, de nuestro grupo, el que más urgentemen­te necesitaba trabajar. Su familia se había desarmado y él quedó debiendo materias del secundario. Como los amigos de Kate, nosotros tampoco nos lo tomábamos del todo en serio, como si fuera un empleo de ficción. Nos causaba gracia verlo con el uniforme, que lo hacía parecer un personaje latino de comedia yanqui de los 80. Así de listos éramos.

Tony nunca fue elegido empleado del mes ni tampoco escaló en la gama cromática de chombas reglamenta­rias. Una completa injusticia, consideran­do el ímpetu con que defendía a la marca de nuestros embates dignos de una fábula infantil pre-No Logo: cuando le decíamos que las hamburgues­as estaban hechas con carne de organismos amorfos conectados a sistemas de alimentaci­ón artificial (una imagen que me sigue subyugando), se mordía el labio, meneaba la cabeza y al rato estaba hablando sentimenta­lmente de la “salsa Biggie”, la mezcla secreta del BigMac.

Tony creía en su trabajo, en primer lugar porque lo necesitaba. Y parecía aplicar intuitivam­ente la enseñanza de Italo Calvino, eso de reconocer en el infierno todo lo que no es infierno, y darle espacio. Que me condenen a una dieta de nuggets si no estaba en lo cierto.

Tony creía en su trabajo, en primer lugar porque lo necesitaba

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