LA NACION

Cuando el corazón gaucho no entiende de cobardías

En un domingo de fuego, Efraín Isaías, peón de guardia, se convirtió en héroe

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Se puso contento el gauchito. Es que a ese muchachito de apenas unos 29 años le avisaron desde arriba que sus plantas estaban libres de robos tributario­s: el maíz, el trigo del pago, algo de soja y, encima, la carne. Se puso tan contento el joven Efraín Isaías, quien, a veces anda de changa entre Benito Juárez, Tres Arroyos y Chillar, que no le alcanzaban las manos para tocar el cielo.

De política poco, de campo mucho: casi tanto que de boyerito se largó a andar con un solo acompañami­ento, ese de las milongas sureras de nuestra provincia de Buenos Aires. Ese campo lujoso aquí y en el mundo; en donde todo nace, crece y madura. Esa pampa a la que le cantaron Alberto Merlo, Omar Moreno Palacios, Argentino Luna y hasta un hombre envuelto en la cerrazón: José Larralde.

Fue la primera vez que votaba. Claro, si desde hace años los domingos lo tuvieron como peón de guardia: encerrando al nochero viejo en el corral; limpiando una casilla o emprolijan­do la solitaria matera mientras se hacía un cuarto de cordero, sin más acompañami­ento que un mate o un trago de ginebra.

A 23 kilómetros de tierra los festejos ni se oyen. A tanto y tanto uno está solo en la noche oscura y no hay teléfono que valga. El viento se convierte en polvare- da, el ruido en una cortina y los ojos…¡habrá que ver mientras puedas!

En la casa grande, y esto fue hace poco, los postigos golpeaban a lo loco. Un vitraux se hizo perdigones de vidrio; el viento metía el fuego de la chimenea hacia adentro y los cuzcos desapareci­eron.

Efraín, peón de patio al fin, se arrimó entre el agua, los refucilos y un tornado, a cuidar a los chiquitos de la casa del patrón.

Se encontró con Dalma, la hija de la mucama, a la que levantó en un brazo mas rápido que con la pala. Caminó ciego, por el piso de listones de madera o parquet quizá, y oyó de lejos los llantos de Luján y María José. Las camas del cuarto, en llamas; las chicas, arrinconad­as, y el único murmullo era, ese del fuego cuando crepita o el de la garganta del diablo, cuando vomita.

Abrió los brazos y juntó como a 21 años de chiquitas en un puñado amoroso, como inseguro. Corrió con todas por el pasillo mientras el piso se doblaba y le quemaban la soga de las alpargatas. Las tiró en el rocío de su pasto, de su jardín, de sus flores; “¡frescor de jazmines, jamás marchitas!”

Volvió a la casa, la sacó a Matilde (cocinera y mucama). Llorando y con el delantal de diario le agradeció todo y, lo ayudó a apagar todo, mientras desde el pueblo llegaba el carro de bomberos: ¡una Ford F-100!

El fuego apagado. Un auto con padres viniendo de Baires y una moto Gillera desde un pueblo cualquiera. El personal de la estancia asomándose de madrugada y Efraín Isaías esperando una ambulancia que nunca llegaba.

Bueno, llegó. Efraín se recuperó de las quemaduras, una cadera rota y la rotura del tobillo en donde ancla el peroné: Navidad en casa.

Hace unos pocos días, Efraín Isaías estaba desplumand­o un pollo para los patrones; llevando la leche para el comedor de los peones o cortando el pasto para los invitados.

Hace más días, Isaías se llevó del fuego tres chiquitas bajo sus brazos. Salvó a ellas y, lo más importante de su vida: ¡nada menos que la bonhomía!

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Archivo El fuego, depredador

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