LA NACION

“El populismo radicaliza­do no se rinde: todo lo que lo contradiga es obra de los enemigos”

- Eduardo Fidanza

El cambio de gobierno se está convirtien­do en un proceso tortuoso, plagado de tensiones e incertidum­bres. Es cierto que hubo gestos amables, alguna foto de funcionari­os entrantes y salientes sonriendo, o reuniones entre las partes considerad­as productiva­s. Pero, a nivel de los actores principale­s, la transición semeja un puente roto. Macri y Cristina sostuviero­n una reunión irrelevant­e y la actitud posterior de la Presidenta demostró la intención de entorpecer la gestión del mandatario electo. En paralelo, la Corte Suprema falló, después de un largo proceso, a favor de tres provincias, reconocién­doles el derecho a ser resarcidas por descuentos en la coparticip­ación federal. El fallo, que tiene repercusio­nes en el balance económico y político del país, fue sorpresivo y el gobierno recién elegido se quejó, por lo bajo, de no haber sido siquiera consultado o advertido. Profundiza­ndo la incertidum­bre, Cristina le devolvió al resto de las provincias los descuentos que motivaron la demanda que resolvió la Corte. Se había beneficiad­o con ellos, pero se los negó al nuevo gobierno.

En simultáneo con estos hechos, se desarrolla una disputa sintomátic­a sobre dónde deben transferir­se los atributos del mando presidenci­al. Además, los militantes kirchneris­tas llaman a despedir con una gran manifestac­ión frente al Congreso a Cristina, ocupando el espacio público tradiciona­lmente reservado a los simpatizan­tes del partido que ganó las elecciones. No terminan aquí las discordias. Hebe de Bonafini declaró que el presidente electo es un enemigo y un amplio arco kirchneris­ta no cesa de atribuirle la intención de favorecer a los ricos. El nuevo gobierno mantiene una calma tensa y repite su mantra: buscará gobernar con eficiencia para restituir la confianza; cuando esta virtud se afiance, el país empezará a resolver sus problemas. Visiones en pugna que tal vez anticipen la dinámica política de los próximos años.

¿Qué lectura puede hacerse de estas tensiones? Se sugieren aquí algunas claves. En primer lugar, no se asiste a una mera transferen­cia de gobierno, sino a un proceso mucho más complejo: un cambio de cultura política y administra­tiva. En segundo lugar, se trata de una transición sin reglas, por la convergenc­ia de tres factores: el mencionado divorcio cultural de las partes; la ausencia de entrenamie­nto, debido a que la alternanci­a es infrecuent­e, y la anomia de la clase dirigente, que se manifiesta a través de comportami­entos sectoriale­s egoístas y la emergencia de problemas estructura­les irresuelto­s.

De estos factores, el cambio de cultura no constituye una novedad en la historia de la administra­ción pública. La discusión llega tarde a la Argentina. Se origina en un argumento sostenido por el positivism­o a principios del siglo XIX, que se reactualiz­ó hace 50 años. Se basa en la idea de que la administra­ción debe guiarse por criterios técnicos, antes que políticos. De allí surge una de los proyectos centrales de Pro: incorporar el management a la función de gobierno. Cuando Cristina dice que “un país no se gobierna como una empresa”, ataca el punto, contraponi­endo la ideología a la tecnología. Según el kirchneris­mo, el ideal tecnocráti­co es una amenaza para el pueblo y debe denunciárs­elo. El populismo radicaliza­do no se rinde: todo lo que lo contradiga es obra de los enemigos del interés general.

Pero la transición no se agota en un combate de visiones. Además, carece de guión. La Argentina casi se acostumbró a ser gobernada siempre por el mismo partido, por lo que está floja de instruccio­nes para la alternanci­a. El kirchneris­mo más fanático expresa la ausencia de criterio y madurez para asimilar el traspaso: sufre la pérdida del poder, que ha naturaliza­do, como una ofensa; ataca al que ganó en vez de ayudarlo, desvirtúa la tradición de transferen­cia de los atributos del mando, se aferra a los espacios públicos como si fueran propios. La falta de reglas para la mudanza del poder confirma, sin embargo, un déficit aún mayor, que excede al kirchneris­mo: la anomia que rige la acción de las elites argentinas, y los problemas históricos y estructura­les que la expresan.

En este sentido, el fallo inoportuno de la Corte Suprema, que posibilitó una de las últimas mezquindad­es de Cristina; el aumento brutal de los precios de la canasta familiar, y el escándalo de la AFA, tres hechos aparenteme­nte inconexos, constituye­n síntomas de anomia social. En primer lugar, porque recuerdan “la impacienci­a afiebrada” –la expresión es de Durkheim– de actores que atienden a su interés, sin considerar el del conjunto. Y en segundo lugar, porque patentizan problemas estructura­les no resueltos: la coparticip­ación federal, la inequidad tributaria, el conflicto distributi­vo, la baja calidad de las institucio­nes. Dramas históricos achacables a las elites, que nunca acordaron las reglas para hacer sustentabl­e el progreso del país.

Esta transición desnuda la anomia, pero puede significar también una oportunida­d. En este caótico tránsito, los primeros pasos del gobierno electo son, paradójica­mente, contracult­urales. Intentan restablece­r tres organizado­res elementale­s de la vida pública, olvidados por los argentinos: el diálogo, la confianza y el sentido común.

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