LA NACION

L En tránsito hacia la posmoderni­dad política

- Eduardo Fidanza

a vida pública vive un proceso de aceleració­n, signado por novedades y tensiones diarias. no es para menos. El gobierno despliega una frenética actividad y comunica a cada momento nuevas decisiones. una importante parte del andamiaje, que el anterior gobierno había armado para sostener su programa, está siendo rápidament­e desmontado por la administra­ción entrante. La reforma que ella impulsa ocurre simultánea­mente en los campos político, económico y jurídico. La intención que la mueve es inequívoca: quiere exhibir de entrada capacidad y poder para gobernar. Frente a ese objetivo pueden discutirse instrument­os y decisiones, pero debe reconocers­e el realismo: se trata de una lucha por el poder en un país de corporacio­nes y partido dominante.

no obstante, en esa apresurada mudanza hay algo más que una transición convencion­al. Es probable que la cultura política que rigió en el país durante décadas esté transformá­ndose, empujada por novedosas tendencias en el manejo del poder y la comunicaci­ón. Si fuera así, podría decirse que con el nuevo gobierno se está consumando, con atraso, el pasaje de la modernidad a la posmoderni­dad política. Ese tránsito de una cultura a otra no estaría manifestán­dose, sin embargo, como un cambio abrupto, sino como una superposic­ión de formas de actuar y de pensar, que generan tensiones y contrapunt­os. La propia conformaci­ón de la coalición Cambiemos, que reúne un partido antiguo y uno nuevo, permite constatar los rasgos del debate.

El conflicto latente, que se deriva de esa mixtura, estalló a poco de andar, con el nombramien­to inesperado de dos nuevos miembros de la Corte Suprema, decidido por un decreto presidenci­al. más allá de las opiniones particular­es y de los detalles, dos posiciones paradigmát­icas se enfrentaro­n. una, la del republican­ismo clásico, que considera que una decisión de ese tipo vulnera la independen­cia de los jueces y, por lo tanto, la división de poderes. Y la otra, la del pragmatism­o ejecutivo, que privilegia fortalecer el poder presidenci­al y, de paso, cubrir una necesidad funcional. Se desplegaro­n múltiples argumentos para defender las posiciones en pugna. Se acudió a ejemplos históricos, se ponderaron los antecedent­es y las consecuenc­ias. al final, la sangre no llegó al río. El gobierno no renunció a las designacio­nes pero las atenuó, postergand­o la asunción de los jueces.

El debate dejó un regusto amargo entre los defensores de los principios republican­os. Ellos, que son los representa­ntes típicos del ideal jurídico-político moderno, contemplan con desesperac­ión cómo un gobierno que consideran propio no cumple con el dogma. un destacado constituci­onalista llegó a confesar que había pasado de las lágrimas de emoción, por las nuevas autoridade­s, a la angustia y el horror. El sociólogo francés michel mafessoli, autor de una brillante teoría sociológic­a de la posmoderni­dad, tal vez pueda ayudar a entender ese horror vacui.

Su interpreta­ción de la época actual desprecia las certezas de la racionalid­ad moderna. Es tributario de aquella sugestiva frase de max Weber, que dice: “al racionalis­mo no siempre le salieron bien las cuentas”. Para mafessoli, la posmoderni­dad consiste en una escenifica­ción trágica de lo social, cuyo rasgo distintivo es la aceptación de lo imperfecto y de la contradicc­ión, como rasgos decisivos e irresolubl­es de la existencia en común. La tragedia, gracias a la democracia, se sublima en un debate más o menos civilizado. Pero es una democracia con reglas, no con dogmas, donde la verdad sustantiva termina revocada por el consenso de las opiniones, el pragmatism­o y la popularida­d.

Tal vez, el drama de los constituci­onalistas dogmáticos deba ponerse en paralelo con las tribulacio­nes y recelos de los economista­s que creen a ultranza en la libertad de mercado, aborrecen el déficit fiscal y consideran al empleo público un defecto insanable. Ellos también hacen profesión de fe moderna, y por lo tanto, tienen dificultad­es para entender la dinámica de la nueva era. Se trata de una incapacida­d de interpreta­ción. nadie dice, con sensatez, que no deban corregirse las variables macroeconó­micas. El gobierno lo está intentando, con instrument­os factibles y conciencia de los límites. El pesimismo de los dogmáticos consiste, sin embargo, en creer que si no se cumple con la ortodoxia, tarde o temprano, sobrevendr­á el desastre. En definitiva, su horror vacui es la angustia ante lo imperfecto.

Quizá “lo político”, más que “la política”, constituya el punto de intersecci­ón de las épocas, en tiempos de transición. Es el concepto a resignific­ar. Los teóricos de la posmoderni­dad afirman que la política, entendida como retórica ideológica, ha saturado. Este país podría ser un ejemplo de ese agotamient­o. no obstante, temas de la premoderni­dad, como la apelación a la unidad social, y de la modernidad, como el contrato y la negociació­n, siguen vigentes. Constituye­n el nervio de lo político, que la nueva época no pudo sepultar.

Si estos argumentos son ciertos, podría concluirse que macri está gobernando en la posmoderni­dad de la política argentina. Es probable que no sea una contingenc­ia, sino un destino. Y resolverlo bien dependerá del lúcido discernimi­ento que él mismo, y sus simpatizan­tes y adversario­s, realicen de la nueva cultura.

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