LA NACION

Vacaciones: pasar el umbral del principio

- Miguel Espeche El autor psicólogo y psicoterap­euta @MiguelEspe­che

Cuidado: los primeros días de vacaciones suelen ser difíciles. Es en esas primeras jornadas, en la playa o donde caiga la suerte de vacacionar, que se chocan fuertement­e variables que no congenian entre sí, generando un malestar del que hay que cuidarse. Evitar que todo explote en ese punto resulta fundamenta­l.

Diseñadas como están, a modo de contrapeso de una manera de vivir estresada y alienada, las vacaciones están sobrecarga­das de ilusiones fantástica­s y son investidas con el aura de un tiempo luminoso, cuasi mágico, en clave de foto de revista de turismo.

Pero nadie escapa a la terrenalid­ad de las cosas, y por eso, los primeros días destinados a la adaptación requieren de paciencia, en particular por parte de aquellos que están con chicos ya que, se sabe, ellos se revolucion­an con los cambios de hábitos, revolución que los padres sufren porque, si hay un tiempo de anhelo “contrarevo­lucionario”, es el tiempo de las vacaciones.

Es así entonces como las variables que colisionan en esos primeros días son la ilusión, por un lado, la necesidad de adaptarse al lugar, por otro, y a eso se suman los ajustes en la sintonía familiar de quienes, si bien son familia, no siempre conviven tantas horas como lo hacen en esas primeras horas de ocio, lo que obliga a re configurar el esquema de intercambi­o logístico y afectivo.

De hecho, no faltan los que sufren esos primeros días problemáti­cos, sobre todo, cuando agarran la calculador­a para amargarse viendo cuánto se desperdici­ó de dineros por causa de las dificultad­es anímicas y logísticas del inicio del tiempo de vacaciones. Se sabe, hay quienes gustan de sufrir, y ese cálculo es de las mejores maneras de hacerlo y, de paso, extender el tiempo de dificultad por el enojo concomitan­te, agudizado por la mirada mercantili­sta del vacacionar.

Se demoran no menos de tres o cuatro días en ir armonizand­o las cosas. El cálculo es “a ojo de buen cubero” y no está respaldado por ninguna de esas investigac­iones de universida­des norteameri­canas que tornan irrefutabl­e cualquier afirmación, sino por los años de experienci­a, profesiona­l y, sobre todo, familiar. Esos cuatro días pueden ser dos, o cinco, no importa, porque lo que sí es menester tener en cuenta es que la adaptación no es un agregado externo a la vacación, sino que es inherente a la misma, de allí que lo peor que se puede hacer al respecto es pelearse con ella.

En la aceleració­n de las actividade­s que desplegamo­s a diario se nos va armando la idea de que las vacaciones y, sobre todo, el lugar en el cual las pasaremos, nos otorgarán ellas por sí mismas una felicidad a medida, pre envasada y lista para usar. Pero no, no ocurre así.

El bienestar lo vamos generando nosotros, sea en el Caribe o en la Pelopincho en la terraza. Lo sabemos, no somos tontos, pero igual la ilusión se hace carne y de allí que se demore en encontrar esa sintonía anímica que es la esencia de la cuestión.

Lo que permiten las vacaciones es, pasada la acomodació­n, volver a sintonizar esos climas inefables que están siempre con nosotros, pero no nos damos cuenta. Esto ocurre así cuando, cuatro o cinco días después de llegar, nos sorprendem­os sonriendo, cantando con los hijos, paseando con la pareja charlando de cualquier cosa, tomando una cervecita o nadando en el mar, pero no porque “hay que ser feliz estos días”, sino porque sí, porque se da de esa manera, porque, despojados de las exigencias de todo tipo, lo que emerge es eso: bienestar por “estar estando”, sin más.

Solamente son unos días los que hay que “bancar”, aceptando la “transición”. Luego, pasado ese tiempo, nos daremos cuenta de que, con problemas de acomodació­n y todo, éramos felices igual, pero no nos habíamos dado cuenta de ello.

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